La gente anduvo horas y horas para llegar a Bois Cayman, algunos salieron de sus plantaciones de día, otros vinieron de las ensenadas de la costa, todos llegaron de noche cerrada. Dicen que una banda de cimarrones viajó desde Port-au-Prince, pero eso es muy lejos y no lo creo. El bosque estaba lleno, hombres y mujeres sigilosos deslizándose entre los árboles en completo silencio, mezclados con los muertos y las sombras, pero cuando sintieron en los pies la vibración de los primeros tambores se animaron, avivaron el paso, hablando en susurros y después a gritos, se saludaban, se nombraban. El bosque se iluminó de antorchas. Algunos conocían el camino y guiaron a los otros hacia el gran claro que Boukman, el hungan, había escogido. Un collar de fogatas y antorchas alumbraba el hounfort. Los hombres habían preparado el sagrado poteau-mitan, un tronco grueso y alto, porque el camino debía ser ancho para los loas. Una larga hilera de muchachas vestidas de blanco, las hounsis, llegaron escoltando a Tante Rose, también de blanco, con el asson de la ceremonia. La gente se inclinaba para tocarle el ruedo de la falda o las pulseras que tintineaban en sus brazos. Había rejuvenecido, porque Erzuli la acompañaba desde que abandonó la habitation Saint-Lazare: se había hecho incansable para caminar de un lado a otro sin bastón, e invisible para que no diera con ella la Marechaussée. Los tambores en semicírculo llamaban, tam tam tam. La gente se juntaba en grupos y comentaba lo ocurrido en Limbé y el sufrimiento de los prisioneros en Le Cap. Boukman tomó la palabra para invocar al dios supremo, Papa Bondye, y pedirle que los condujera a la victoria. «¡Escuchad la voz de la libertad, que canta en todos nuestros corazones!» gritó y los esclavos respondieron con un clamor que remeció la isla. Así me lo contaron.
Los tambores comenzaron a hablar y responderse, a marcar el ritmo para la ceremonia. Las hounsis bailaron en torno al poteau-mitan moviéndose como flamencos, agachándose, alzándose, los cuellos ondulantes, los brazos alados, y cantaron llamando a los loas, primero a Légbé, como siempre se hace, luego uno por uno a los demás. La mambo, Tante Rose, trazó el vévé en torno al poste sagrado con una mezcla de harina, para alimentar a los loas, y de ceniza para honrar a los muertos. Los tambores aumentaron su intención, el ritmo se aceleró y el bosque entero palpitaba desde las raíces más hondas hasta las estrellas más remotas. Entonces descendió Ogun con ánimo de guerra, Ogun-Feraille, dios viril de las armas, agresivo, irritado, peligroso y Erzuli soltó a Tante Rose para dar paso a Ogun, que la montó. Todos vieron la transformación. Tante Rose se irguió derecha, el doble de su tamaño, sin cojera ni años a la espalda, con los ojos en blanco, dio un salto inaudito y cayó plantada a tres metros de distancia frente a una de las fogatas. De la boca de Ogun salió un bramido de trueno y el loa danzó levantándose del suelo, cayendo y rebotando como pelota, con la fuerza de los loas, acompañado por el estruendo de los tambores. Se acercaron dos hombres, los más valientes, a darle azúcar para calmarlo, pero el loa los cogió como peleles y los lanzó lejos. Había acudido a entregar un mensaje de guerra, justicia y sangre. Ogun tomó con los dedos un carbón ardiente, se lo puso en la boca, dio una vuelta completa chupando fuego y después escupió el bocado sin quemarse los labios. Enseguida le quitó un gran cuchillo al hombre más cercano, dejó el asson por tierra, se dirigió al cerdo negro del sacrificio atado a un árbol y de un solo tajo lo degolló con su brazo de guerrero, separando la gruesa cabeza del tronco y empapándose de su sangre. Para entonces muchos servidores habían sido montados y el bosque se llenó de Invisibles, Muertos y Misterios, de loas y espíritus mezclados con los humanos, todos revueltos, cantando, danzando, saltando y revolcándose con los tambores, pisando las brasas ardientes, lamiendo hojas de cuchillo calentadas al rojo y comiendo chile picante a puñados. El aire de la noche estaba cargado, como una terrible tormenta, pero no soplaba ni una brisa. Las antorchas iluminaban como un mediodía, pero la Marechaussée que rondaba cerca no las vio. Así me lo contaron.
Mucho rato después, cuando la inmensa multitud se estremecía como una sola persona, Ogun lanzó un rugido de león para imponer silencio. De inmediato se callaron los tambores, todos menos la mambo volvieron a ser ellos mismos y los loas se retiraron a las copas de los árboles. Ogun-Feraille levantó el asson hacia el cielo y la voz del loa, más poderoso estalló en boca de Tante Rose para exigir el fin de la esclavitud, llamar a la rebelión total y nombrar a los jefes: Boukman, Jean-François, Jeannot, Boisseau, Célestin y varios más. No nombró a Toussaint, porque en ese momento el hombre que se convertiría en el alma de los rebeldes estaba en la plantación en Bréda, donde servía de cochero. No se unió a la revuelta hasta varias semanas más tarde, después de poner a salvo a la familia completa de su amo. Yo no oí el nombre de Toussaint hasta un año más tarde.
Ése fue el comienzo de la revolución. Han pasado muchos años y sigue corriendo sangre que empapa la tierra de Haití, pero ya no estoy allí para llorar.
Apenas se enteró del levantamiento de los esclavos y el asunto de los prisioneros de Limbé, que murieron sin confesar, Toulouse Valmorain le ordenó a Tété que preparara deprisa el regreso a Saint-Lazare, ignorando las advertencias de todo el mundo, en especial del doctor Parmentier, sobre el peligro que corrían los blancos en las plantaciones. «No exagere, doctor. Los negros siempre han sido revoltosos. Prosper Cambray los tiene controlados», replicó enfático Valmorain, aunque le cabían dudas. Mientras el eco de los tambores resonaba en el norte llamando a los esclavos a la convocatoria de Bois Cayman, el coche de Valmorain, protegido por una guardia reforzada, se dirigía al trote a la plantación. Llegaron en una nube de polvo, acalorados, ansiosos, con los niños desfallecientes y Tété embotada por el bamboleo del vehículo. El amo saltó del carruaje y se encerró con el jefe de capataces en la oficina para recibir el informe de las pérdidas, que en realidad eran mínimas, y luego fue a recorrer la propiedad y enfrentarse con los esclavos que según Cambray se habían amotinado, pero no tanto como para entregarlos a la Marechaussée, como había hecho con otros. Era el tipo de situación que a Valmorain lo hacía sentirse inadecuado y en los últimos tiempos se repetía con frecuencia. El jefe de capataces defendía los intereses de Saint-Lazare mejor que el propietario, actuaba con firmeza y sin remilgos, mientras él vacilaba, poco dispuesto a ensuciarse las manos con sangre. Una vez más ponía de manifiesto su ineptitud. En los veintitantos años que llevaba en la colonia no se había adaptado, seguía con la sensación de estar de paso y su carga más desagradable eran los esclavos. No se hallaba capaz de ordenar que asaran a fuego lento a un hombre, aunque la medida le pareciera indispensable a Cambray. Su argumento frente al jefe de capataces y los grands blancs , ya que en más de una ocasión debió justificarse, era que la crueldad resultaba ineficaz, los esclavos saboteaban lo que podían, desde el filo de los cuchillos hasta la propia salud, se suicidaban o comían carroña y se debilitaban en vómitos y mierda, extremos que él procuraba evitar. Se preguntaba si sus consideraciones servían de algo, o si era tan odiado como Lacroix. Tal vez Parmentier tenía razón y la violencia, el miedo y el odio eran inherentes a la esclavitud, pero un plantador no podía darse el lujo de tener escrúpulos. En las raras ocasiones que se acostaba sobrio, no lograba dormir, atormentado por visiones. La fortuna de su familia, iniciada por su padre y multiplicada varias veces por él, estaba ensangrentada. A diferencia de otros grands blancs , no podía ignorar las voces que se alzaban en Europa y América para denunciar el infierno de las plantaciones de las Antillas.
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