John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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– En David Shapiro, de Harvard. Según parece ha realizado importantes experimentos en el córtex.

– Sí, pero sólo con animales. -El neurólogo intentaba parecer reticente, pero su cerebro mostraba gran actividad-. Supongo que yo soy la persona adecuada para este proyecto.

– ¡Estupendo! Sabía que podía contar con usted. Regrese de inmediato a New Haven y dispóngalo todo para abandonar la universidad durante unos meses. Descubrirá que la Fundación Evergreen tiene muchos contactos de alto nivel en la universidad, así que el tiempo no será problema. Lawrence Takawa será su contacto. -El general Nash se levantó y estrechó la mano de Richardson-. Vamos a cambiar el mundo para siempre, doctor; y usted va a formar parte del esfuerzo.

Lawrence siguió mirando mientras el luminoso cuerpo del general salía de la estancia. Otro de los monitores seguía mostrando a Richardson agitándose en su asiento. Las demás pantallas mostraban grabaciones digitales de la conversación. Una retícula verde que aparecía superpuesta al cráneo del neurólogo analizaba las reacciones de su cerebro mientras él hablaba.

– No aprecio indicios de engaño en ninguna de las manifestaciones de Richardson -anunció Vincent.

– Bien. Eso era lo que estaba previsto.

– El único engaño provino del general Nash. Echa un vistazo.

Vincent tecleó algo, y uno de los monitores mostró la grabación del cerebro de Nash. Una vista cercana del córtex indicaba que el general había estado ocultando algo durante casi toda la conversación.

– Por razones técnicas, siempre obtengo imágenes de las dos personas presentes en el Cuarto de la Verdad -comentó Vincent-. Me permite averiguar si hay algún problema con los sensores.

– Eso no ha sido autorizado. Por favor elimina del sistema todas las imágenes del general Nash.

– Claro. No hay problema.

Vincent tecleó una nueva orden, y el mentiroso cerebro de Nash desapareció de la pantalla.

Un guardia de seguridad escoltó al doctor Richardson fuera del edificio. Cinco minutos más tarde, el neurólogo se hallaba en el asiento trasero de una larga limusina que lo llevaba de vuelta a New Haven. Lawrence volvió a su oficina y envió un correo electrónico a un miembro de la Hermandad que tenía contactos en la Facultad de Medicina de Yale. Luego, abrió un archivo con el nombre de Richardson al que incorporó toda su información personal.

La Hermandad daba una calificación de seguridad a todos sus empleados en un nivel de cero a diez. Kennard Nash se hallaba en el Nivel Uno y tenía pleno conocimiento de todas las operaciones. Richardson había recibido un Nivel Cinco, sabría de la existencia de los Viajeros, pero nunca oiría hablar de los Arlequines. Lawrence era un fiable empleado de Nivel Tres que podía acceder a gran cantidad de información pero que nunca llegaría a conocer las grandes estrategias de la Hermandad.

Las cámaras de vigilancia siguieron a Lawrence cuando salió de la oficina, recorrió el pasillo y tomó el ascensor hasta el aparcamiento del sótano del edificio de Administración. Cuando cruzó la verja del complejo, sus movimientos fueron espiados por un satélite GPS que envió la información al ordenador de la Fundación.

Durante su época en la Casa Blanca, el general Nash había propuesto que todos los ciudadanos norteamericanos llevaran un Enlace de Protección o dispositivo EP. El programa gubernamental Freedom from Fear hacía hincapié en la seguridad nacional y en sus aspectos prácticos. Codificado de una determinada manera, un dispositivo EP podía convertirse en una tarjeta de crédito o de pago universal; podía dar acceso al historial médico en caso de accidente de su portador. Si todos los norteamericanos leales y obedientes de la ley llevaban un dispositivo EP, el crimen podía desaparecer en pocos años. En el anuncio de una revista, unos jóvenes padres arropaban a su dormida hija cuya tarjeta EP colgaba del cuello de su osito de peluche. El eslogan era simple pero efectivo: «Mientras usted descansa nosotros luchamos contra el terrorismo».

En realidad, ya se habían implantado chips de identidad que funcionaban mediante radiofrecuencia bajo la piel de miles de norteamericanos, principalmente gente mayor delicada de salud. Identificaciones similares rastreaban a los empleados de las grandes compañías. La mayoría de los ciudadanos veía con buenos ojos un dispositivo que podía protegerlos de peligros desconocidos y que los ayudaría a no tener que hacer cola en la caja de su supermercado favorito. A pesar de todo, el EP se convirtió en el blanco de los ataques de los grupos izquierdistas defensores de los derechos civiles y de los liberales de derechas. Después de perder el favor de la Casa Blanca, el general Nash se vio obligado a dimitir.

Cuando se puso al frente de la Fundación Evergreen, organizó de inmediato un sistema privado de EP. Los empleados podían llevar sus tarjetas de identificación en el bolsillo o colgárselas del cuello; sin embargo, a los altos cargos se les implantó un chip bajo la piel. La cicatriz del dorso de sus manos era indicativa de su alto rango dentro de la Fundación. Una vez al mes, Lawrence tenía que meter la mano en un cargador especial y notaba un cálido cosquilleo mientras el chip se cargaba de energía suficiente para seguir transmitiendo.

Lawrence pensaba que ojalá hubiera sabido cómo funcionaba el EP al principio del programa. Un satélite GPS seguía los movimientos de todos los empleados, y el ordenador establecía una Retícula de Destinos Frecuentes (RDF) para cada uno de ellos. Como la mayoría de la gente, Lawrence pasaba el noventa por ciento de su vida en la misma retícula de destinos: compraba en determinados establecimientos, iba a cierto gimnasio y se trasladaba de casa al trabajo y del trabajo a casa. Si Lawrence hubiera estado al tanto de la retícula, durante el primer mes habría hecho algunas cosas poco frecuentes.

Cada vez que se desviaba de su RDF, una lista de preguntas aparecía de inmediato en su ordenador: «¿Por qué estaba usted en Manhattan a las 21.00 h del miércoles?». «¿Por qué ha ido a Times Square?» «¿Por qué caminó por la Calle 42 hasta la estación Grand Central?» Todas las preguntas eran generadas por ordenador, pero había que contestarlas igualmente. Lawrence se preguntaba si sus respuestas iban a parar rápidamente a un archivo que nadie leía o si eran analizadas por otro programa. Si uno trabajaba para la Hermandad, no sabía cuándo era observado; por lo tanto, tenía que asumir que lo era constantemente.

Cuando Lawrence entró en su casa se quitó los zapatos y la corbata y tiró el maletín bajo la mesa auxiliar. Había comprado todos los muebles con la ayuda de una decoradora contratada por la Fundación. La mujer había declarado que Lawrence tenía una personalidad «primaveral», y en consecuencia los muebles y los cuadros estaban coordinados en tonos pastel, azules y amarillos.

Lawrence siguió el mismo ritual de siempre cuando se encontraba al fin solo: gritó, se situó ante un espejo, sonrió e hizo todo tipo de muecas mientras chillaba como un poseso. Luego, se dio una ducha y se puso una bata.

Un año antes había construido una habitación secreta en el despacho de su casa. Tardó meses en conectarla y ocultarla tras una librería que se desplazaba sobre ruedecillas. Había estado allí hacía tres días y era el momento de hacerle otra visita. Corrió la estantería unos centímetros, se deslizó dentro y encendió la luz. Un pequeño altar budista exhibía dos instantáneas de sus padres tomadas durante una calurosa primavera en Nagano, Japón. En una de ellas se sonreían mutuamente y se sostenían de la mano. En la segunda, su padre aparecía sentado, solo, mirando las montañas con expresión de tristeza. En una mesa, delante de él, había dos antiguas espadas japonesas: la primera, con una incrustación de jade en el mango; la otra, con dos encastres de oro.

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