John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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– Me importan un bledo los Viajeros. Todavía recuerdo a mi padre contándome que a la mayoría de ellos no les caemos bien. Ellos viajan a otros mundos, y nosotros nos vemos atrapados en éste… para siempre.

– Eres la hija de Thorn, Maya. ¿Cómo puedes negarte a su última petición?

– Sí. Me niego -contestó-. Me niego.

Sin embargo, su voz la traicionaba.

12

Lawrence Takawa estaba sentado ante su escritorio contemplando al doctor Richardson en la pantalla de su ordenador. En la suite de invitados había ocultas cuatro cámaras de vigilancia. Habían fotografiado a Richardson durante las últimas doce horas mientras leía acerca de los Viajeros, dormía y se daba una ducha.

Un vigilante de seguridad que trabajaba en el centro de investigación acababa de entrar en la suite para llevarse la bandeja del desayuno. Lawrence movió el cursor hacia la parte de arriba de la pantalla. Apretó el signo «+» de la cámara dos y el zoom aproximó el rostro del neurólogo.

– ¿Cuándo voy a reunirme con la gente de la Fundación? -preguntó Richardson al vigilante, que era un corpulento ecuatoriano llamado Immanuel que iba vestido con pantalón gris, chaqueta azul y corbata.

– No lo sé, señor.

– ¿Será esta mañana?

– Nadie me ha dicho nada.

Sosteniendo la bandeja en una mano, Immanuel abrió la puerta que daba al pasillo.

– No cierre con llave -le dijo Richardson-. No es necesario.

– No le impedimos salir, señor; le impedimos entrar. No tiene usted la autorización de seguridad necesaria para pasear por el edificio.

Cuando la cerradura hubo hecho su clic, Richardson soltó una maldición. Se puso en pie como si fuera a hacer algo decisivo, pero en vez de eso se puso a pasear arriba y abajo por la suite. Resultaba muy fácil observar su rostro y adivinar lo que estaba pensando: parecía oscilar entre dos emociones básicamente: el miedo y la ira.

Lawrence Takawa había aprendido a ocultar sus emociones siendo estudiante en su segundo año de Duke University. A pesar de que había nacido en Japón, su madre lo había llevado a Estados Unidos a los seis meses de edad. Lawrence odiaba el sushi y se había negado a aprender japonés. Un día, un grupo de actores Nô llegó a la universidad, y Lawrence vio todo un día de actuaciones que le cambiaron la vida.

Al principio, una obra Nô parecía extraña y difícil de entender. Lawrence quedó fascinado por la estilizada gestualidad de los actores en el escenario, por los hombres que interpretaban papeles de mujer y el sobrenatural sonido de las flautas nokhan y los tambores. Sin embargo, la verdadera revelación fueron las máscaras Nô. Los principales personajes, los femeninos y los ancianos llevaban máscaras de madera tallada. Los fantasmas, los demonios y los orates portaban máscaras que mostraban una única y poderosa emoción; sin embargo, la mayoría de actores llevaban caretas deliberadamente inexpresivas. Incluso los hombres que actuaban a rostro descubierto intentaban no mover las facciones. Cada gesto en el escenario, cada recitado y acción eran una elección consciente.

Lawrence acababa de unirse a una hermandad de estudiantes que organizaba juergas y tenía complicados rituales de iniciación para los novatos. Siempre que se contemplaba en un reflejo, Lawrence veía inseguridad y confusión, a un joven que no encajaba. Las máscaras resolvieron el problema. De pie ante el espejo de su lavabo, practicó incansablemente máscaras de felicidad, admiración y entusiasmo. En su último año en la universidad fue elegido presidente de su hermandad, y los profesores le dieron algunas efusivas recomendaciones para el posgrado.

El teléfono de su escritorio sonó, y Lawrence se apartó de la pantalla.

– ¿Cómo está reaccionando nuestro invitado? -preguntó Boone.

– Parece agitado y un tanto asustado.

– No hay nada de malo en eso -contestó Boone-. El general Nash acaba de llegar. Coja a Richardson y llévelo al Cuarto de la Verdad.

Lawrence tomó el ascensor hasta la tercera planta. Al igual que Boone, tenía un chip de seguridad implantado bajo la piel. Pasó la mano ante el sensor de la puerta, ésta se abrió, y entró en la suite.

El doctor Richardson se dio la vuelta rápidamente y se le acercó agitando el dedo índice furiosamente.

– ¡Esto es un ultraje! El señor Boone me dijo que me iba a reunir con los directores de la Fundación, y en cambio me han tenido encerrado aquí igual que un prisionero.

– Le pido disculpas por el retraso -contestó Lawrence-. El general Nash acaba de llegar y está impaciente por hablar con usted.

– ¿Se refiere a Kennard Nash, su director ejecutivo?

– Exacto. Estoy seguro de que lo habrá visto en la televisión.

– No desde hace años. -Richardson bajó el tono y se tranquilizó levemente-. De todas maneras lo recuerdo de su época de asesor presidencial.

– El general siempre se ha dedicado al servicio público, así que su incorporación a la Fundación Evergreen fue una transición natural. -Lawrence se metió la mano en un bolsillo y sacó un detector de metales portátil-. Por razones de seguridad nos gustaría que dejase en la habitación todos los objetos de metal que lleve. Eso incluye su reloj de muñeca, las monedas y el cinturón. No es más que un procedimiento habitual de nuestro centro de investigación.

Si Lawrence le hubiera dado una orden directa, Richardson podría haberse negado, así que dejó que éste asumiera que quitarse el reloj era lo normal cuando uno iba a reunirse con alguien importante. Richardson depositó sus cosas encima de la mesa, y Lawrence le pasó el detector de metales por todo el cuerpo. Luego, los dos hombres salieron del cuarto y caminaron por el pasillo hasta el ascensor.

– ¿Leyó el material que le di anoche?

– Sí.

– Confío en que lo encontrara interesante.

– Resulta increíble. ¿Cómo es que esos estudios tan recientes no han sido publicados? Nunca había oído hablar de los Viajeros ni de la máquina MEN.

– Por el momento la Fundación Evergreen quiere mantener en secreto esa información.

– Así no es como trabaja la ciencia, señor Takawa. Los principales descubrimientos se producen porque los científicos de todo el mundo tienen acceso a las mismas fuentes.

Tomaron el ascensor hasta el sótano y fueron por un pasillo hasta una puerta blanca sin manija ni tirador alguno. Cuando Lawrence alzó la mano, la puerta se abrió deslizándose dentro de la pared; hizo un gesto a Richardson para que entrara, y el neurólogo se encontró en una habitación sin ventanas. No había ningún mueble salvo una mesa y dos sillas de madera.

– Esto es una sala especial de seguridad -explicó Lawrence-. Todo lo que aquí se diga será confidencial.

– ¿Y dónde está el general Nash?

– No se preocupe. Estará aquí dentro de unos minutos.

Lawrence agitó la mano, y la puerta se cerró dejando a Richardson encerrado en el Cuarto de la Verdad. Durante los últimos seis años, la Fundación Evergreen había financiado una investigación destinada a averiguar si alguien mentía. El procedimiento no recurría a analizadores de voz ni a artefactos poligráficos que registrasen el ritmo respiratorio o la presión sanguínea del sujeto. El miedo podía distorsionar los resultados de esas pruebas, y un buen actor era capaz de eliminar esas señales de engaño.

Descartando los cambios externos, los científicos de la Fundación Evergreen habían examinado directamente en el interior del cerebro mediante imágenes obtenidas con resonancia magnética. El Cuarto de la Verdad no era más que una enorme cámara de resonancia magnética en cuyo interior una persona podía hablar, comer y moverse. El hombre o mujer allí encerrado no tenía que saber lo que estaba sucediendo, lo cual daba pie a un abanico más amplio de reacciones.

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