Ana Matute - Primera memoria

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Con la guerra civil, `lejana y próxima a un tiempo, quizás más temida por invencible`, como telón de fondo Primera memoria, Premio Nadal 1959, narra el paso de la niñez a la adolescencia de Matia – la protagonista – y de su primo Borja. Los dos viven en casa de su abuela en un mundo insular ingenuo y misterioso a la vez.
A través de la visión particularísima de la joven protagonista – sin madre y con el padre desaparecido – asistimos a su despertar a la adolescencia, cuando, roto el caparazón de la niñez, ciega y asombra, y como no, con dolor a veces, destella el fuerte resplandor de la realidad.
Una intensa galería de personajes constituye el contrapunto de su vertiginosa sucesión de sensaciones. Y es que, en unos meses, Matia descubrirá muchas cosas sobre `la oscura vida de las personas mayores`. Melancólica elegía de la perversión de la inocencia, Primera memoria aúna imágenes como espadas y es, una de las mejores novelas de Ana María Matute. Es éste un libro conmovedor. Tanto como puede llegar a ser cruel en medio de su poética. Y a veces se antoja inaccesible: su estilo, su verbo no llegará a todo el mundo, es posible que muchos lo encuentren exasperante. Es literatura sin concesiones. Es decir, no está escrita para todos. Pero no por ello, creo que se trate de una novela elitista: la puede leer cualquiera. Ahora bien, quizás algunos (¿muchos?) no conecten con ella. Desde luego, se podría calificar de obra mágica, en el sentido de que Ana María Matute tiene mucho de hechicera o alquimista de la palabra. La maneja con un desparpajo envidiable, y consigue con ella evocar imágenes, escenas y ambientes y conjurar metáforas. Además, dota a todo el conjunto de una melancolía absoluta, palpable por todas partes. Es normal que sea así, puesto que `Primera Memoria` es una elegía.
Premio Nadal 1959

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– Diremos a su señora abuela que estuvimos paseando… Era una hermosa tarde para dar clase al aire libre. ¿Están conformes?

Borja se encogió de hombros. Subimos en silencio, y miré con un vago temor hacia la derecha del declive, donde el huerto de Manuel y el bloque blanco de su casa rodeada de un muro bajo. Manuel Taronjí, Sa Malene, los pequeños María y Bartolomé. Estaría el muerto con ellos… Me estremecí, y me paré entre los árboles. Habíamos entrado en la zona de los almendros. Un olor penetrante subía de la tierra, y allá lejos, a la derecha, como una estrella opaca, brillaba la luz de un candil o de un farol. "La casa de Manuel", me repetí.

– Vamos, deprisa, por favor – insistió el Chino, con voz ahogada.

Las ventanas de las casas de los colonos estaban encendidas, y seguramente la abuela espiaría desde su gabinete con sus gemelos de teatro. Sentí una sorda irritación contra ella. Allí estaría, como un dios panzudo y descascarillado, como un enorme y glotón muñecazo, moviendo los hilos de sus marionetas. Desde su gabinete, las casitas de los colonos con sus luces amarillas, con sus mujeres cocinando y sus niños gritones, eran como un teatro diminuto. Ella los envolvía en su mirada dura y gris, impávida. Sus ojos, como largos tentáculos, entraban en las casas y lamían, barrían, dentro de las habitaciones, debajo de las camas y las mesas. Eran unos ojos que adivinaban, que levantaban los techos blancos y azotaban cosas: intimidad, sueño, fatiga.

Llegamos al nivel de las casas de los colonos. A través de una puerta con la cortina medio descorrida se filtraba la luz, y me dije: "Éstos lo saben todo lo de José Taronjí". Había algo que flotaba en el calor, en los mosquitos brillantes, hasta en el estrépito de un cacharro que se rompió en la casa sin que le siguiera ninguna voz malhumorada, en el chorro de agua cayendo contra la tierra. Todos los ruidos me afirmaban en la misma idea, "Lo saben, lo saben lo de José Taronjí". Miré otra vez hacia la derecha. Desde aquella altura ya no se distinguía la lucecilla de la casa de Malene, a quien recordé vivamente, en un momento. Es decir, más que a ella misma, a su cabello. (Un día, junto al muro de su casa, mientras ella sacaba agua del pozo, la contemplé de espaldas, inclinada. El cabello se le había soltado. Era una mata de cabello espeso, de un rojo intenso, llameante; un rojo que podía quemar, si se tocase. Más fuerte, más encendido que el de su hijo Manuel. Era un hermoso cabello liso, cegador bajo el sol.)

4

Algo había ocurrido. La abuela no estaba sentada en su mecedora del gabinete, junto a la ventana abierta, y la mecedora, al impulso de la brisa, se balanceaba blandamente.

Todos estaban abajo, en la sala grande, junto a la logia. Cuando entramos, la abuela nos miró a los tres con dureza: primero a Lauro el Chino, luego a Borja, por último a mí.

– ¿Dónde estuvieron ustedes hasta tan tarde? ¿Cómo no dijeron que salían de casa?

Antes de que el Chino pudiera contestar, ella solía reprenderle de una manera fría, sin mirarle a la cara, como si se dirigiera a otra persona. Dijo que no debíamos llegar a horas tan avanzadas, ni salir de la casa sin su permiso. El Chino escuchaba y asentía con la cabeza débilmente. Junto a la puerta, Antonia permanecía quieta, inexpresiva, con los ojos fijos y los labios apretados. Llevaba delantal negro, de raso, en anchos pliegues, y un cuello de encajes que se hacía ella misma. Imaginaba su corazón golpeando fuerte bajo el vestido negro, cada vez que la abuela reprendía a su hijo, pero estaba tan quieta e impávida que parecía no oír nada, ni ver la cabeza inclinada de Lauro. Mi abuela, sentada en su sillón, hablando con dureza, masticaba una de sus innumerables grajeas medicinales. El escote de su vestido enmarcaba pliegues y frunces en torno a su garganta, ceñida por una cinta de terciopelo. Desbordando la cinta, en su cuello se formaban también pliegues y frunces hacia la barbilla. Parecía hecha con un apretado nudo alrededor del cuello: de un lado la cabeza, de otro el cuerpo, como dos bolsas; de una materia la cabeza, de otra el tronco. Tenía aún en la mano uno de sus frasquitos de color ambarino, de donde tomó la pastilla. A su lado, majestuoso como siempre, se sentaba Mossén Mayol, el párroco de la Colegiata. Mossén Mayol jugueteaba distraídamente con una copa de cristal azulado con iniciales opacas, como de luz de lluvia, hermosamente perlada. Las noches transparentes bebía licor de naranja, lúcido como agua, y Pernod los días nublosos, porque decía que las bebidas tenían gran relación con la atmósfera o el color del cielo. (Amontillado para el gran sol, prístinos o melancólicos licores al atardecer.) Cuando lo decía, yo notaba violentos perfumes en el paladar y casi un ligero mareo. Encima de mi abuela y de Mossén Mayol, en su gran cuadro, estaba el abuelo, con su uniforme de algo importante -nunca lo supe de fijo, aunque supongo me fue repetido muchas veces- y la banda azul o encarnada (no recuerdo exactamente). Sobre la mesita, en su marco de plata, la fotografía de tío Álvaro. Se parecía a Borja, a pesar de su dura fealdad. (Ellos: el abuelo y tío Álvaro, estaban en la sala casi físicamente: no se podía prescindir de sus ojos, de sus mandíbulas -ancha y fofa, una; aguda y cruel la otra-, siempre que nos reuníamos en aquella estancia. Participaban de nuestras reuniones siempre, se diría, el rostro del padre de Borja, largo, enjuto, con su gran boina de carlista y la cicatriz en la comisura derecha, y todos los demás retratitos de ex príncipes, aspirantes a reyes o ex infantes, dedicados al tío Álvaro.) La tía Emilia, sentada un poco aparte, cerca de la logia, levantaba con una mano la cortina. Afuera, estaba oscuro. Sólo en el jardín brillaban las lucecillas de las luciérnagas. La tía Emilia estaba siempre así: como esperando algo. Como acechando. Como si estuviera empapada de alguna sustancia misteriosa y desconocida. "Como un gran bizcocho borracho -pensé, en alguna ocasión- que parece vacuo e inocente, y sin embargo está empapado de vino." La tía Emilia hablaba muy poco. Borja decía a veces: "Mamá está triste, está preocupada por papá." Ella y su marido eran para mí, entonces, como un misterio que no podía comprender. Excepto tocar malamente en el piano, casi siempre las mismas piezas, nunca la vi hacer nada. Ni siquiera leía los periódicos y revistas de que se rodeaba amontonadamente: los ojeaba, distraída, y bien se notaba, si permanecía rato y rato con los ojos sobre una fotografía, que su pensamiento estaba lejos. Tenía los ojillos azules, con la córnea rosada, y no cesaba de espiar por las ventanas o de mirar hacia el patio por el hueco de la escalera. En alguna ocasión, yo pensé: "No está triste." A veces iba a la ciudad por la mañana y volvía por la noche. Solía traerme algún regalo, y recuerdo que en uno de estos viajes me compró unos pijamas de seda, muy bonitos, gracias a los cuales pude desterrar los horribles camisones del Colegio. Trataba a la abuela con la misma suavidad que Borja. Se hacía raro pensar que amaba al tío Álvaro. Él parecía estar allí, en su fotografía, con las condecoraciones, pero sabíamos que estaba en el frente, "Matando enemigos y fusilando soldados, si se desmandan." (Borja lo decía: "Mi padre es coronel y puede mandar fusilar a quien le parezca".) Pero era como un muerto, realmente. Tan muerto como el mismo abuelo. Desde hacía dos meses apenas sabíamos de él: telegramas, vagas noticias, sólo.

Mossén Mayol abrió el periódico y señaló los titulares. Se acababa de conquistar otra ciudad. Lauro el Chino se ruborizó:

– Ha caído… ha caído… -dijo.

Empezaron a hablar todos a un tiempo. La abuela sonreía, enseñando los dientes caninos, cosa poco frecuente, ya que cuando sonreía, de tarde en tarde, solía hacerlo con la boca cerrada. Así, con el labio encogido sobre los afilados dientes, tenía el mismo aire de Borja, en su segunda vida, muros afuera de la casa. "Acaso también la abuela esconda otra vida, lejos de nosotros." Pero no me la imaginaba compadreando canallamente con los del pueblo.

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