Tracy Chevalier - Las huellas de la vida

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Dos mujeres inglesas, de orígenes y extracción muy distintas, comparten durante largos años una común afición que, más que beneficios económicos, dará importantes frutos científicos e influirá decisivamente en sus vidas. Tracy Chevalier narra en esta novela biográfica la hermosa historia de amistad de dos mujeres muy distintas, pero unidas por una misma pasión: su deseo de buscar las huellas de la vida en los fósiles.

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– Fuiste tú, idiota.

– Yo no…, tú.

Dejé que los hermanos discutieran y me puse a examinar las vértebras con creciente emoción. Eran más largas y gruesas que las de un icti. Seguí la hilera hasta el lugar donde debían de estar las aletas y vi suficientes indicios de la existencia de largas falanges para convencerme.

– Es un plesiosaurio -anuncié.

Los Day dejaron de discutir.

– Una tortuga -concedí, pues nunca aprenderían aquella larga y extraña palabra.

Davy y Billy se miraron y luego se volvieron hacia mí.

– Es el primer monstruo que encontramos -dijo Billy.

– Así es -asentí. Los Day habían descubierto amonites gigantescos, pero nunca un icti o un plesi-. Os habéis convertido en buscadores de fósiles.

Los Day dieron un paso atrás al mismo tiempo, como si quisieran distanciarse de mis palabras.

– Oh, no, somos picapedreros -repuso Billy-. Comerciamos con piedra, no con monstruos. -Señaló con la cabeza los bloques de piedra que debían entregar en Charmouth.

Me quedé asombrada de mí suerte. ¡Seguramente allí había un espécimen entero y los Day no lo querían!

– Entonces os pagaré el tiempo que tardéis en desenterrarlo y me lo quedaré -propuse.

– No sé… Tenemos que entregar las piedras.

– Entonces, después. Yo sola no puedo sacarlo… Como ya has visto, estoy trabajando en un ict… un cocodrilo.

No sabía si eran imaginaciones mías, pero parecía que por una vez los Day no estaban de acuerdo. A Billy le preocupaba tener algo que ver con el plesi. Me aventuré a adivinar el problema.

– ¿Vas a dejar que Fanny decida lo que debes hacer, Billy Day? ¿Acaso cree que una tortuga o un cocodrilo va a darse la vuelta para pegarte un mordisco?

Billy agachó la cabeza mientras Davy se reía.

– ¡Lo tienes calado! -exclamó Davy, y volviéndose hacia su hermano añadió-: Bueno, ¿vamos a sacar esto o vas a dejar que tu mujer te tenga cogido por las pelotas?

Billy frunció los labios como una bola de papel.

– ¿Cuánto vas a pagarnos?

– Una guinea -contesté rápidamente, sintiéndome generosa, y esperando también que la cantidad pusiera fin a las quejas de Fanny.

– Primero tenemos que llevar estas piedras a Charmouth -dijo Davy. Era su forma de decir que aceptaba.

Ahora había tantas personas en la playa buscando fósiles, especialmente en un día soleado como aquel, que tuve que ir a buscar a mamá para que vigilara el plesi a fin de que nadie lo reclamara como suyo. Los veranos eran ahora así, y la culpa era en parte mía por hacer famosas las playas de Lyme. Solo en invierno la playa quedaba desierta, pues el frío cortante y la lluvia ahuyentaban a la gente. Entonces podía pasarme el día entero allí sin ver un alma.

Los Day trabajaron deprisa y sacaron el plesi en dos días, más o menos al mismo tiempo que yo acababa de extraer mi icti. Como me encontraba muy cerca, podía ir de un lado a otro para darles instrucciones. No era un mal espécimen, pero le faltaba la cabeza. Al parecer los plesis perdían la cabeza fácilmente.

Acabábamos de llevar los dos especímenes al taller cuando mamá me llamó desde la mesa colocada en la plaza.

– ¡Mary, han venido a verte dos forasteros!

– Vaya por Dios, esto está demasiado abarrotado -murmuré.

Di las gracias a los Day y les hice salir para que mi madre les pagara, e indiqué a los visitantes que entraran. ¡Menudo espectáculo se encontraron! Los dos especímenes de monstruos estaban colocados por trozos en el suelo; ocupaban tanto espacio que los hombres apenas pudieron entrar y se quedaron en el umbral, con los ojos muy abiertos. Sentí que un pequeño rayo me recorría el cuerpo, un rayo que no podía explicar, y entonces supe que no se trataba de una visita normal y corriente.

– Disculpen el desorden, caballeros -dije-, pero acabo de traer dos animales y todavía no he tenido ocasión de colocarlos. ¿En qué puedo servirles?

Sabía que debía de estar horrorosa, con la cara manchada de barro de caliza liásica y los ojos irritados de trabajar con ahínco para sacar el icti.

El joven -no mucho mayor que yo; era atractivo, con los ojos azules y hundidos, la nariz larga y el mentón fino-reaccionó primero.

– Señorita Anning, soy Charles Lyell -dijo sonriendo-, y quien me acompaña es monsieur Constant Prévost, de París.

– ¿París? -grité. No pude contener el tono de pánico.

El Frances observó las piedras dispuestas en el suelo y luego me miró.

Enchanté, mademoiselle -dijo haciendo una reverencia.

Si bien parecía un hombre bondadoso, con el cabello ondulado, unas largas patillas y arrugas en torno a los ojos, su voz era seria.

– ¡Oh!

Era un espía. Un espía de monsieur Cuvier que había venido a ver lo que estaba haciendo. Clavé la vista en el suelo, mirándolo como él debía de verlo. Había dos especímenes, uno al lado del otro: un icti sin cola y un plesi sin cabeza. La cola del plesi estaba separada de la pelvis y no costaría nada desplazarla para completar el icti. O bien podía coger la cabeza del icti, quitar algunas vértebras al cuello del plesi y colocar la cabeza. Quienes conocían bien las dos criaturas no se dejarían engañar, pero los idiotas tal vez se lo tragaran. Dadas las pruebas que tenía delante, era bastante fácil que monsieur Prévost llegara a la conclusión de que me disponía a unir los dos monstruos incompletos para formar un tercer monstruo entero.

Necesitaba sentarme, abrumada por lo repentino de la situación, pero no podía delante de aquellos hombres.

– Los reverendos Buckland y Conybeare le mandan recuerdos -continuó Charles Lyell, sin saber que estaba echando leña al fuego al mencionar sus nombres-. Fui alumno del profesor Buckland en Oxford y…

– Señor Lyell, señor… monsieur Prévost -lo atajé-, les aseguro que soy una mujer honrada. ¡Jamás falsificaría un espécimen, piense lo que piense el barón de Cuvier! ¡Y estoy dispuesta a jurarlo sobre la Biblia! No tenemos ninguna Biblia en casa… Teníamos una pero nos vimos obligados a venderla. Pero puedo llevarlos ahora mismo a la capilla y el reverendo Gleed me oirá jurarlo sobre la Biblia, si sirve de algo. O podemos ir a la iglesia de Saint Michael, si lo prefieren. El párroco no me conoce bien, pero me dejará una Biblia.

Charles Lyell trató de interrumpirme, pero yo no podía parar.

– Sé que estos especímenes no están completos, y les juro que los dejaré tal como los encontré y que no trataré de intercambiar sus partes. La cola de un plesiosaurio encajaría en un ictiosaurio, pero yo nunca haría eso. Y, claro está, la cabeza de un icti es demasiado grande para encajar en el extremo del pescuezo del plesi. No daría resultado. -Estaba farfullando, y el Frances en particular parecía perplejo.

De pronto me derrumbé y tuve que sentarme; me daba igual que los caballeros estuvieran delante. Estaba acabada. Allí mismo, ante unos desconocidos, me eché a llorar.

Aquello disgustó al Frances más que cualquier palabra. Comenzó a parlotear en su idioma, y el señor Lyell lo interrumpía a veces ha-blando también en Frances, pero más despacio, mientras yo solo era capaz de pensar en que debía decir a mamá que pagara a los Day tan solo una libra, pues había sido demasiado generosa e íbamos a necesitar todos los chelines porque no podría buscar ni vender más monstruos. Tendría que volver a las ridículas curis, los amos y los beles y las grifis de mi juventud. Y ahora ya no vendería tantas, pues había muchísimos buscadores que vendían sus propias curis. Seríamos pobres de nuevo, y Joe nunca llegaría a montar su propio negocio, y mamá y yo nos quedaríamos para siempre en Cockmoile Square y no nos mudaríamos más arriba, a un sitio con una tienda mejor. Lloré por mi futuro hasta que no me quedaron lágrimas y los hombres se callaron.

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