Tracy Chevalier - Las huellas de la vida

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Las huellas de la vida: краткое содержание, описание и аннотация

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Dos mujeres inglesas, de orígenes y extracción muy distintas, comparten durante largos años una común afición que, más que beneficios económicos, dará importantes frutos científicos e influirá decisivamente en sus vidas. Tracy Chevalier narra en esta novela biográfica la hermosa historia de amistad de dos mujeres muy distintas, pero unidas por una misma pasión: su deseo de buscar las huellas de la vida en los fósiles.

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Es todo cuanto conseguirá Mary, pensé: un breve agradecimiento entre un montón de palabras de gloria dedicadas a la bestia y al hombre. Su nombre nunca constará en las publicaciones ni en los libros científicos, y se olvidará. Que así sea. La vida de una mujer siempre consiste en transigir.

No tenía necesidad de escuchar más. Me desmayé.

9 El rayo que supuso mi mayor felicidad

Las huellas de la vida - изображение 10

La vi marcharse por pura casualidad. Joe me obligó a levantarme. Vino a mi habitación una mañana que mamá estaba fuera. Tray estaba tumbado a mi lado en la cama.

– Mary -dijo.

Me di la vuelta.

– ¿Qué?

Durante un rato no dijo nada y se limitó a mirarme. A cualquier otra persona le habría parecido inexpresiva la cara de Joe, pero yo noté que le molestaba que me quedara en la cama sin estar enferma. Se estaba mordiendo la cara interior del carrillo; unos pequeños mordiscos que le tensaban la mandíbula si uno sabía dónde mirar.

– Ya puedes levantarte -dijo-. La señorita…, mamá va a arreglarlo.

– ¿Arreglar qué?

– Tu problema con ese Frances.

Me incorporé agarrando la manta para taparme, pues hacía muchísimo frío, incluso con el calor de Tray a mi lado.

– ¿Cómo va a hacerlo?

– No me lo ha dicho. Pero deberías levantarte. No quiero tener que volver a la playa.

Me sentí tan culpable que obedecí, y Tray se puso a ladrar de alegría. Yo también me sentí aliviada. Después de pasar un día en la cama estaba aburrida, pero necesitaba que alguien me dijera que me levantara antes de hacerlo.

Me vestí, cogí el cesto y el martillo, y llamé a Tray, que se había quedado conmigo en la cama y estaba impaciente por salir. Cuando el coronel Birch me lo regaló, poco antes de marcharse de Lyme para siempre, me prometió que Tray me sería fiel. Y estaba en lo cierto.

Cuando salí mi aliento formó una nube de vaho alrededor de mi cara del frío que hacía. El cielo gris amenazaba nieve. La marea estaba alta y era imposible llegar a Black Ven y Charmouth, de modo que fui en la otra dirección, donde todavía habría una franja de tierra junto a los acantilados de Monmouth Beach. Aunque casi nunca encontraba monstruos en aquellos acantilados, a veces regresaba a casa con amonites gigantescos, como los que estaban incrustados en el Cementerio de Amonites, pero desprendidos de los acantilados. Tray corría delante de mí por el paseo, haciendo ruido con sus patas sobre el hielo. A veces reculaba para olfatearme y asegurarse de que lo seguía y no volvía a casa. Era agradable estar fuera, por mucho frío que hiciera. Era como si hubiera dejado atrás una fiebre brumosa y entrado en un mundo sólido y nítido.

Al pasar por delante del extremo del Cobb vi atracado el Unity, que estaba siendo cargado para un viaje. Era algo de lo más normal, pero lo que me llamó la atención entre los hombres que corrían de un lado a otro fueron las siluetas de tres mujeres: dos con sombrero y la tercera con un inconfundible turbante con plumas.

Tray se acercó a mí corriendo y ladrando.

– Chisss, calla, Tray.

Lo cogí temiendo que miraran en mí dirección y me vieran, y me escondí detrás de un bote de remos volcado que se usaba para llevar a la gente a los barcos anclados.

Estaba demasiado lejos para distinguir las caras de las hermanas Philpot, pero vi que la señorita Margaret entregaba a la señorita Elizabeth algo que esta se metió en el bolsillo. Luego hubo abrazos y besos, y la señorita Elizabeth se alejó de sus hermanas y avanzó por el tablón que conducía a bordo, donde los hombres que corrían arriba y abajo interrumpieron su actividad, y por último apareció en la cubierta.

No recordaba que la señorita Elizabeth hubiera viajado nunca en barco, ni siquiera en una embarcación pequeña, a pesar de vivir a orillas del mar y de buscar fósiles muy a menudo en sus playas. En realidad, yo tampoco lo había hecho salvo una o dos veces. Aunque podían ir a Londres en barco, las Philpot siempre preferían ir en coche. Hay personas que están hechas para el agua y otras para la tierra. Nosotras somos personas de tierra.

Me entraron ganas de echar a correr por el Cobb y llamarlas, pero no lo hice. Me quedé detrás del bote, con Tray gimiendo a mis pies, y observé cómo la tripulación del Unity desplegaba las enormes velas y soltaba amarras. La señorita Elizabeth se quedó en la cubierta: una figura intrépida y erguida con una capa gris y un sombrero morado. Había visto zarpar barcos de Lyme muchas veces, pero no llevando a bordo a alguien que significara tanto para mí. De repente el mar me pareció un lugar traicionero. Me acordé del cuerpo de lady Jackson, arrastrado años antes por el mar desde un buque naufragado, y me entraron ganas de gritar a la señorita Elizabeth para que volviera, pero era demasiado tarde.

Procuré no angustiarme y ocuparme de mis cosas. No busqué en los periódicos noticias de naufragios, ni referencias a la llegada del plesiosaurio a Londres ni a las dudas de monsieur Cuvier respecto al animal. Sabía que era poco probable que esto último apareciera en la prensa, pues para la mayoría carecía de importancia. Había ocasiones en que deseaba que el Western Flying Post se hiciera eco de las cosas que a mí me preocupaban. Quería ver titulares como «La señorita Elizabeth Philpot ha llegado sana y salva a Londres»; «La Sociedad Geológica celebra el descubrimiento del plesiosaurio de Lyme»; «Monsieur Cuvier confirma que la señorita Anning ha descubierto un nuevo animal».

Una tarde me encontré con la señorita Margaret junto a los salones de celebraciones, adonde se dirigía para jugar a whist, pues incluso en invierno jugaban una vez a la semana. A pesar del frío, llevaba uno de sus anticuados turbantes con plumas, que la hacían parecer una solterona avejentada y excéntrica con un extraño sombrero. Eso lo pensaba incluso yo, que había admirado a la señorita Margaret toda mi vida.

Cuando le di los buenos días, se sobresaltó como un perro al que le pisan el rabo.

– ¿Sabe…, sabe algo de la señorita Elizabeth?

La señorita Margaret me miró extrañada.

– ¿Cómo sabes que se ha ido?

No le dije que la había visto embarcar.

– Todo el mundo lo sabe. Lyme es demasiado pequeño para guardar secretos.

La señorita Margaret suspiró.

– No hemos recibido carta de ella, pero hace tres días que no funciona el correo porque las carreteras están en muy mal estado. Nadie ha recibido cartas. Sin embargo, un vecino que acaba de venir de Yeovil ha traído un ejemplar del Post con la noticia de que el Dispatch encalló cerca de Ramsgate. Es el barco que zarpó antes que el de Elizabeth. -Se estremeció, y las plumas de avestruz de su turbante temblaron.

– ¿El Dispatch? -grité-. ¡Pero si es el que lleva el plesiosaurio! ¿Qué le ha pasado?

Tuve una terrible visión: mi espécimen se hundía en el fondo del mar y desaparecía para siempre; todo mi trabajo, además de las cien libras del duque de Buckingham, perdido.

La señorita Margaret frunció el entrecejo.

– En el periódico ponía que los pasajeros y el cargamento están a salvo y que los están transportando a Londres por tierra. No hay por qué preocuparse…, pero podrías pensar en los que iban a bordo antes que en el cargamento, por muy valioso que sea para ti.

– Desde luego, señorita Margaret. Desde luego que pienso en esas personas. Dios las bendiga. Pero me pregunto dónde está mi… el plesi… del duque.

– Y yo me preguntó dónde está Elizabeth -añadió la señorita Margaret con los ojos inundados de lágrimas-. Sigo pensando que no deberíamos haberla dejado subir a ese barco. Si es tan fácil encallar como le sucedió al Dispatch, ¿qué habrá sido del Unity? -Estaba llorando, y le di unas palmaditas en el hombro. Pero ella no buscaba consuelo y me apartó lanzándome una mirada furibunda-. ¡Elizabeth no se habría ido de no haber sido por ti! -exclamó, antes de dar media vuelta y entrar a toda prisa en los salones de celebraciones.

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