Tracy Chevalier - Las huellas de la vida

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Las huellas de la vida: краткое содержание, описание и аннотация

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Dos mujeres inglesas, de orígenes y extracción muy distintas, comparten durante largos años una común afición que, más que beneficios económicos, dará importantes frutos científicos e influirá decisivamente en sus vidas. Tracy Chevalier narra en esta novela biográfica la hermosa historia de amistad de dos mujeres muy distintas, pero unidas por una misma pasión: su deseo de buscar las huellas de la vida en los fósiles.

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A mamá le gusta repetir el viejo refrán que dice que siempre llueve sobre mojado. Yo no estoy de acuerdo con ella en lo referente al tiempo. He ido a la playa durante años y años en días en los que el suelo ni siquiera se mojaba porque caían cuatro gotas de vez en cuando, y el cielo no acababa de decidir qué quería hacer.

Sin embargo, en el caso de las curis tenía razón. Podíamos ir a la playa durante meses y años sin encontrar ningún monstruo. Podíamos sentirnos humillados de lo pobres que éramos, el frío y el hambre que pasábamos, y lo desesperados que estábamos. Otras veces, en cambio, encontrábamos más de las que necesitábamos o más de las que podíamos abarcar. Eso fue lo que ocurrió cuando llegó el Frances.

Fue uno de esos espléndidos días de finales de junio en los que sabes por el sol y la brisa cálida que por fin ha llegado el verano y puedes empezar a despedirte de la opresión en el pecho que te ha tenido todo el invierno y la primavera luchando contra el frío. Estaba en las cornisas rocosas de Church Cliffs extrayendo un estupendo ejemplar de Ichthyosaurus tenuirostris; eso lo sé ahora porque los hombres han identificado y puesto nombre a cuatro especies, y las reconozco de un vistazo. No tenía cola ni aletas, pero sí unas vértebras muy juntas y una quijada larga y estrecha que acababa en punta, con unos dientes pequeños y finos que se encontraban intactos. Mamá había escrito al señor Buckland para pedirle que informara al duque de Buckingham, quien sabíamos que quería un icti para que hiciera compañía al plesi.

Alguien se acercó a mí mientras trabajaba. Estaba acostumbrada a que los turistas se plantaran a mi lado para ver lo que hacía la famosa Mary Anning. A veces les oía hablar a cierta distancia. «¿Qué crees que ha encontrado? -decían-. ¿Es uno de esos animales? ¿Un cocodrilo o, qué fue lo que leí, una tortuga gigante sin caparazón?»Aunque sonreía para mis adentros, no me molestaba en corregirlos. A la gente le costaba entender que en el mundo habían vivido animales que ni siquiera podían imaginar y que ya no existían. Yo había tardado años en aceptar la idea, incluso habiendo visto las pruebas claramente con mis propios ojos. Aunque ahora que había encontrado dos tipos de monstruos me respetaban más, la gente no iba a cambiar de opinión tan solo porque Mary Anning se lo dijera. Era algo que había aprendido acompañando a los turistas curiosos. Querían encontrar tesoros en la playa, querían ver monstruos, pero no querían reflexionar sobre cómo y cuándo habían vivido esas criaturas. Tales pensamientos les llevarían a poner en tela de juicio su idea del mundo.

El espectador se movió de tal forma que tapó el sol y su sombra se proyectó sobre el icti, y tuve que alzar la vista. Era uno de los corpulentos hermanos Day; Davy o Billy, no sabía cuál. Dejé el martillo, me limpié las manos y me levanté.

– Siento molestarte, Mary -dijo-, pero Billy y yo queremos enseñarte algo en Gun Cliff.

Miraba el acti mientras hablaba, inspeccionando mi trabajo, supongo. Con los años había mejorado mi técnica para sacar especímenes de la roca y ya no necesitaba que los Day me ayudaran tanto, salvo a veces para llevar losas de piedra al taller.

Sin embargo, valoraba su opinión, y me alegró ver que parecía satisfecho con lo que había hecho hasta entonces.

– ¿Qué habéis encontrado?

Davy Day se rascó la cabeza.

– No lo sé. Una de esas tortugas, a lo mejor.

– ¿Un plesi? -dije-. ¿Estás seguro?

Davy desplazó el peso del cuerpo de un pie al otro.

– Bueno, podría ser un cocodrilo. Nunca he sabido qué diferencia hay.

Los Day habían empezado a extraer piedras de la caliza liásica y a menudo encontraban cosas en los salientes rocosos de Lyme. No les interesaba saber qué desenterraban. Sabían que ellos y yo ganábamos dinero, y eso era lo único que les importaba. La gente solía acudir a mí para que les ayudara con lo que encontraban. Normalmente se trataba de un trozo de icti: una quijada, unos dientes, unas cuantas vértebras fusionadas.

Recogí el martillo y la cesta.

– Quédate aquí, Tray -ordené chasqueando los dedos y señalando el lugar.

Tray vino corriendo de la orilla, donde había estado persiguiendo las olas. Enroscó su cuerpo blanco y negro hasta hacerse un ovillo y apoyó la barbilla sobre una roca que había al lado del icti. Era un perrito manso, pero gruñía cuando alguien se acercaba a uno de mis especímenes.

Doblé el recodo que ocultaba Lyme a la vista siguiendo a Davy Day. El sol iluminaba las casas apiñadas en la colina y el mar era plateado como un espejo. Los barcos amarrados en el puerto se hallaban esparcidos como palos, abandonados tal como el agua los había dejado en el fondo al bajar la marea. Mi corazón rebosaba de cariño por esas imágenes. «Mary Anning, eres la persona más famosa de este pueblo», me dije. Sabía bien que estaba demasiado llena de orgullo y que tendría que ir a la capilla para pedir perdón por mis pecados. Pero no podía evitarlo: había recorrido un largo camino desde que la señorita Elizabeth contrató por primera vez a los Day para que nos ayudaran, muchos años antes, cuando yo era joven, pobre e ignorante. Ahora la gente venía a visitarme y escribía sobre lo que yo encontraba. Resultaba difícil no volverse engreída. Incluso los vecinos de Lyme se mostraban más simpáticos conmigo, aunque solo fuera porque atraía a los turistas y a un número mayor de clientes.

Sin embargo, había una cosa que evitaba que me hinchara demasiado, una espinita que llevaba clavada en el corazón. Encontrara lo que encontrase, y dijeran lo que dijesen de mí, Elizabeth Philpot ya no estaba en Lyme para compartirlo conmigo.

– Es aquí.

Davy Day señaló el lugar donde estaba sentado su hermano con un trozo de empanada de carne de cerdo en la manaza. A su lado había un montón de piedra cortada sobre un armazón de madera que usaban para transportarla. Billy Day alzó la vista con la boca llena y lo saludé con un gesto de la cabeza.

Me sentía un poco incómoda con él desde que se había casado con Fanny Miller. Billy no decía nada, pero a menudo yo me preguntaba si Fanny pronunciaría palabras duras sobre mí delante de él. No tenía celos de ella precisamente; los picapedreros no se consideran un buen partido para ninguna mujer, salvo para las más desesperadas. Aun así, su matrimonio me recordaba que mi situación era peor y que nunca me casaría. Fanny disfrutaba constantemente de lo que yo solo había experimentado una vez con el coronel en el huerto. Tenía la fama para consolarme, y el dinero que proporcionaba, pero nada más. No podía odiar a Fanny, pues yo tenía la culpa de que estuviera lisiada, pero ya no podía mostrarme cordial con ella ni sentirme cómoda en su presencia.

Eso mismo me ocurría con muchas personas de Lyme. Había fracasado. Nunca sería una dama como las Philpot; nadie me llamaría nunca señorita Mary. Sería simple y llanamente Mary Anning. Aun así, tampoco era como las demás personas trabajadoras. Estaba en medio, y siempre lo estaría. Eso me hacía sentir libre, pero también sola.

Por fortuna los salientes rocosos me proporcionaron muchas cosas en las que pensar aparte de mí. Davy Day señaló una piedra, y al inclinarme distinguí una hilera muy clara de vértebras de casi un metro de largo. Era tan evidente que me eché a reír. Había estado sobre aquellos salientes cientos de veces y no lo había visto. No dejaba de sorprenderme lo que se podía encontrar allí. Había cientos de cuerpos alrededor, a la espera de que un par de ojos perspicaces los descubrieran.

– Estábamos nevando la carga a Charmouth cuando Billy tropezó con la roca -explicó Davy.

– Tropezaste tú, no yo -afirmó Billy.

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