Tracy Chevalier - Las huellas de la vida

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Dos mujeres inglesas, de orígenes y extracción muy distintas, comparten durante largos años una común afición que, más que beneficios económicos, dará importantes frutos científicos e influirá decisivamente en sus vidas. Tracy Chevalier narra en esta novela biográfica la hermosa historia de amistad de dos mujeres muy distintas, pero unidas por una misma pasión: su deseo de buscar las huellas de la vida en los fósiles.

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– ¿Qué quiere decir? -grité mientras se alejaba-. ¡No lo entiendo, señorita Margaret!

Sin embargo, no podía seguirla hasta los salones. No era un lugar para alguien como yo, y los hombres de la puerta me dirigían miradas poco amistosas. Me quedé cerca, con la esperanza de vislumbrar a la señorita Margaret por la ventana salediza, pero no apareció.

Así fue como me enteré de que la señora Elizabeth se había marchado a Londres por mí. Pero no supe por qué hasta que la señorita Louise vino a explicármelo. Casi nunca visitaba nuestra casa, ya que prefería las plantas vivas a los fósiles, pero dos días después de mi encuentro con la señorita Margaret apareció en la puerta del taller, agachando la cabeza porque era muy alta. Yo estaba limpiando un pequeño ictiosaurio que había encontrado poco antes de descubrir el plesi. No estaba entero -el cráneo estaba roto en pedazos y no tenía aletas-, pero la columna y las costillas se encontraban en buen estado.

– No te levantes -dijo la señorita Louise, pero insistí en quitar los pedazos de roca que había sobre un taburete y en limpiarlo antes de que se sentara.

Entonces vino Tray y se tumbó a sus pies. No empezó a hablar de inmediato -la señorita Louise nunca había sido muy habladora-, sino que se dedicó a observar los montones de rocas colocados en torno a ella en el suelo, todos con fósiles aún pendientes de limpiar. Aunque siempre había tenido especímenes a mi alrededor, ahora había aún más, ya que se habían ido amontonando mientras preparaba el plesi. No dijo nada del desorden ni de la capa de polvo que lo cubría todo. Otros tal vez lo habrían hecho, pero supongo que ella estaba acostumbrada a la suciedad que implicaban la jardinería y los fósiles de la señorita Elizabeth.

– Margaret me ha dicho que te vio y que preguntaste por nuestra hermana. Hoy hemos recibido una carta. Elizabeth ha llegado sana y salva a casa de nuestro hermano en Londres.

– ¡Oh, cuánto me alegro! Pero… la señorita Margaret dijo que la señorita Elizabeth había ido a Londres por mí. ¿Por qué?

– Pensaba acudir a la reunión de la Sociedad Geológica para pedir a los miembros que te apoyaran contra la acusación del barón de Cuvier.

Fruncí el entrecejo.

– ¿Cómo sabe ella eso?

La señorita Louise vaciló.

– ¿Se lo han dicho los hombres? ¿Ha escrito Cuvier a Buckland o a Conybeare y ellos han escrito a la señorita Elizabeth? Ahora estarán todos en Londres hablando del tema, de… de los Anning y de lo que hacemos con los especímenes. -Me temblaban tanto los labios que no pude decir más.

– Tranquila, Mary. Tu madre vino a vernos.

– ¿Mamá? -Si bien me alivió saber que no se había enterado por los hombres, me sorprendió que mamá hubiera ido a mis espaldas.

– Estaba preocupada por ti -continuó la señorita Louise-, y Elizabeth decidió que intentaría ayudaros. Margaret y yo no entendíamos por qué tenía que ir en persona en lugar de escribirles, pero insistió en que era mejor.

Asentí con la cabeza.

– Tiene razón. Los hombres no siempre responden enseguida a las cartas. Mamá y yo lo hemos comprobado. A veces me paso un año entero esperando una respuesta. Cuando quieren algo se dan prisa, pero pronto se olvidan de mí. Cuando yo quiero algo… -Me encogí de hombros, y a continuación negué con la cabeza-. No puedo creer que la señorita Elizabeth haya ido hasta Londres en barco por mí.

La señorita Louise no dijo nada, pero me miró tan fijamente con sus ojos grises que tuve que bajar la vista.

Unos días más tarde decidí ir a Morley Cottage para pedir perdón a la señorita Margaret por haberle arrebatado a su hermana. Llevé una caja llena de peces fósiles que había estado guardando para la señorita Elizabeth. Sería mi regalo para cuando volviera. Ese momento tardaría en llegar, pues era probable que se quedara en Londres para su visita anual de primavera, pero era un alivio saber que los peces estarían allí esperando su regreso.

Con la caja en brazos recorrí Coombe Street y subí por Sherborne Lañe y hasta lo alto de Silver Street, maldiciéndome por ser tan generosa, pues pesaba mucho. Sin embargo, cuando llegué a Morley Cottage la casa estaba cerrada a cal y canto; las puertas tenían la llave echada, las persianas estaban bajadas y no salía humo de la chimenea. Llamé a la puerta principal y a la trasera durante un buen rato, pero no hubo respuesta. Cuando volvía a la parte delantera para mirar por la rendija de las persianas salió una vecina de las Philpot.

– Es inútil que mires -dijo-. No están aquí. Se fueron ayer a Londres.

– ¡A Londres! ¿Por qué?

– Fue muy repentino. Se enteraron de que la señorita Elizabeth ha enfermado y lo dejaron todo para irse.

– ¡No!

Cerré los puños y me apoyé contra la puerta. Al parecer siempre que encontraba algo perdía otra cosa. Encontré un ictiosaurio y perdí a Fanny. Encontré al coronel Birch y perdí a la señorita Elizabeth. Encontré la fama y perdí al coronel Birch. Ahora que creía haber vuelto a encontrar a la señorita Elizabeth, la perdía de nuevo, tal vez para siempre.

Me negaba a aceptarlo. El trabajo de mi vida consistía en hallar huesos de animales que se habían perdido. No podía creer que no fuera a encontrar de nuevo a la señorita Elizabeth.

No llevé la caja con fósiles de vuelta a Cockmoile Square, sino que la dejé en el jardín de la señorita Louise, junto al gigantesco amontes que la señorita Elizabeth había traído con mi ayuda de Monmouth Beach. Estaba segura de que un día los examinaría cuidadosamente y elegiría los mejores para su colección.

Quería subir a la siguiente diligencia con destino a Londres, pero mamá no me dejó.

– No seas boba -dijo-. ¿Cómo podrías ayudar tú a las Philpot? Les harías perder el tiempo atendiéndote a ti en lugar de a su hermana.

– Quiero verla y pedirle perdón.

Mamá chasqueó la lengua.

– Hablas como si se estuviera muriendo y quisieras hacer las paces con ella. ¿Crees que estando allí con la cara larga y pidiéndole perdón la ayudarás a ponerse bien? ¡La mandarás a la tumba más rápido!

Yo no me lo había planteado de aquel modo. Era un razonamiento raro pero sensato, como mi madre.

De modo que no fui, pero juré que un día viajaría a Londres solo para demostrar que podía hacerlo. Mamá escribió a las Philpot para preguntarles si había novedades, pues su letra resultaría menos ofensiva a la familia que la mía. Yo quería preguntar también por la acusación de Cuvier y la reunión de la Sociedad Geológica, pero mamá se negó, porque no era de buena educación pensar en mí en un momento como ese. Además, eso recordaría a las Philpot el motivo por el que la señorita Elizabeth había viajado a Londres y se enfadarían conmigo otra vez.

Dos semanas después recibimos una carta breve de la señorita Louise, en la que nos informaba de que la señorita Elizabeth ya había pasado lo peor. Sin embargo, la neumonía le había debilitado los pulmones, y los médicos opinaban que no podría vivir en Lyme debido al aire húmedo del mar.

– Tonterías -dijo mamá con un resoplido-. ¿Por qué vienen entonces tantos turistas, si no es por el aire y el agua del mar, que tan buenos son para la salud? Volverá. Es imposible mantener a la señorita Elizabeth lejos de Lyme.

Después de haber desconfiado durante años de las Philpot de Londres, ahora mamá era su mayor defensora.

A pesar de lo convencida que parecía mi madre, yo no estaba tan segura. Me alegraba de que la señorita Elizabeth hubiera sobrevivido, pero al parecer la había perdido de todas formas. Sin embargo, poco podía hacer yo, y una vez que mamá hubo escrito para decir lo mucho que nos alegrábamos todos, no volvimos a tener noticias de las Philpot. Tampoco supe qué había sido de monsieur Cuvier. No me quedó más remedio que vivir con la duda.

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