La verdad es que estos detalles se han publicado en todas partes. El caso fue ajuicio y el asesino ha sido sentenciado a la pena de muerte. Bonnie y Molly no necesitaban ningún don especial para saber todo aquello.
Y, sin embargo, insistieron. Dijeron que mi padre estaba muy arrepentido de algo que me había hecho cuando yo tenía cuatro años. Que sabía que había sido cruel pero que era la única forma que tenía de enseñarme una lección. Que por entonces era muy joven y no se dio cuenta de que estaba yendo demasiado lejos. Bonnie y Molly se cogieron de la mano y dijeron que me estaban viendo a mí de niño, arrodillado junto a un tajo para cortar leña. Mi padre estaba a mi lado y tenía algo de madera en la mano.
– Es un palo -dijeron entonces-. No, no. Es un hacha…
El resto de mis amigos estaban callados. El llanto de Ina había sofocado sus risitas.
Bonnie y Molly dijeron:
– Tienes cuatro años y estás tomando una decisión muy importante. Es algo que cambiará el resto de tu vida…
Describieron a mi padre afilando su hacha y dijeron:
– Estás a punto de ser… -Hicieron una pausa y dijeron-: ¿Desmembrado?
Ina seguía sollozando a nuestro lado. La muy tonta. Me serví otro vaso de vino y me lo bebí. Me serví otro. Les pedí a Bonnie y a Molly, nuestras guías en el mundo de los fantasmas, que por favor me dijeran más. Sonreí y dije:
– En serio, esto es fascinante.
Luego me dijeron:
– Ahora tu padre es muy feliz. Es más feliz de lo que fue nunca en vida.
Oh, ¿acaso no es eso lo que dicen siempre? Unas migajas de consuelo para la familia del difunto. Bonnie y Molly son la misma clase de gente que se han aprovechado durante toda la historia de la gente que tiene muertos en la familia. En el mejor de los casos son unos chiflados que sufren delirios. En el peor, unos monstruos manipuladores.
Lo que no les dije era que cuando yo tenía cuatro años me puse una arandela de metal en el dedo como si fuera un anillo. Me venía demasiado pequeña para sacármela y esperé a tener el dedo totalmente hinchado y morado antes de pedirle ayuda a mi padre. Siempre nos habían dicho que no nos pusiéramos gomas elásticas ni nada apretado en los dedos o se nos gangrenarían, y las partes gangrenadas se pudrirían y se caerían. Mi padre me dijo que iba a tener que cortarme el dedo y se pasó la tarde lavándome la mano y afilando el hacha. Y durante todo aquel tiempo también me estuvo sermoneando sobre el hecho de asumir las responsabilidades de mis actos. Me dijo que si me iba a poner a hacer estupideces tenía que estar dispuesto a pagar el precio.
Me pasé toda la tarde escuchando. No hubo dramatismo ni lágrimas de pánico. En mi mente de niño de cuatro años mi padre me estaba haciendo un favor. Cortarme el dedo hinchado y morado iba a doler, pero sería mejor que dejarlo que se pudriera durante semanas.
Me arrodillé junto al tajo, donde había visto a tantos pollos correr un destino parecido, y extendí la mano. Estaba enormemente agradecido a mi padre por su ayuda y decidí no culpar nunca más a los demás por mis estupideces.
Mi padre levantó el hacha y, claro está, no me acertó en el dedo. Entramos en casa, y usó agua con jabón para quitarme la arandela.
Es una historia que yo ya casi había olvidado. Casi la había olvidado porque no se la había contado nunca a nadie y nunca la había rememorado en voz alta para comprobar la reacción de nadie. Porque sabía que nadie más iba a entender aquella lección. No verían nada más que las acciones de mi padre y lo considerarían una crueldad. Que Dios me libre de contárselo a mi madre: tendría un estallido de cólera moral. Igual que le pasaba a mi padre con el tiroteo de su infancia, aquel día del hacha es mi primer recuerdo, y durante treinta y seis años ha sido mi secreto. Y el de mi padre. Y ahora aquellas estúpidas, Bonnie y Molly, me lo estaban contando a mí y a mis amigos borrachos.
Ni en coña iba a darles yo la satisfacción de admitirlo. Mientras Ina sollozaba, yo seguí bebiendo vino. Sonreí, me encogí de hombros y dije que era una cháchara muy interesante pero que no dejaba de ser una tontería. Al cabo de unos minutos una de las mujeres cayó enferma al suelo y pidió que la ayudaran a regresar al coche. La fiesta terminó e Ina y yo nos quedamos atrás para terminarnos el vino y pillar una curda.
La verdad es que aquella tontería de fiesta fue muy decepcionante. Y también lo fue ver a amigos míos tomarse aquellas memeces tan en serio. «La señora» no apareció nunca, pero Patrick no ha dejado de llamarme para quejarse de sus estúpidos problemas con los fantasmas. Brenda sigue estremeciéndose y quedándose blanca antes de anunciar sus premoniciones bobaliconas. Y por lo que respecta a Bonnie y Molly, tuvieron mucha suerte. Fue alguna clase de truco. Ahora todo el mundo que me rodea va a caer en ese engaño.
No puedo explicar el pequeño truco mágico de Bonnie y Molly, pero hay muchas cosas en el mundo que no puedo explicar.
La noche en que mataron a mi padre, a cientos de kilómetros, mi madre tuvo un sueño. Dijo que mi padre había llamado a su puerta suplicándole que le dejara entrar. En el sueño, a mi padre le habían herido en el costado -más tarde, el juez de instrucción lo confirmaría- y estaba intentando escapar de un hombre que tenía un arma. En lugar de esconderlo, mi madre le dijo que no había traído más que vergüenza y dolor a sus hijos y le cerró la puerta en las narices.
Aquella misma noche una de mis hermanas soñó que estaba caminando por el desierto donde crecimos. Estaba caminando junto a mi padre y diciéndole que sentía que se hubieran distanciado y que llevaran tiempo sin hablarse. En su sueño él la hizo detenerse y le dijo que el pasado ya no importaba. Nuestro padre le dijo que era muy feliz y que ella también tenía que serlo.
La noche que murió mi padre, yo no tuve ningún sueño. Nadie se me apareció en sueños para despedirse.
Una semana más tarde la policía me llamó para decirme que tenían un cadáver y que si podía ir a identificarlo.
Oh… me encantaría creer en un mundo invisible. Eso destruiría todo el sufrimiento y la presión del mundo físico. Pero también negaría el valor del dinero que tengo en el banco, de mi casa que no está nada mal y de todo mi esfuerzo. Todos nuestros problemas y todo lo bueno que nos pasa podrían desdeñarse simplemente porque no son más reales que las escenas de un libro o una película. Un mundo eterno e invisible convertiría el nuestro en una ilusión.
En serio, el mundo espiritual es como la pedofilia o la necrofilia. No tengo experiencias con él, así que soy completamente incapaz de tomármelo en serio. Siempre me parecerá una broma.
Los fantasmas no existen.
Pero si existen, mi padre tendría que venir a decírmelo en persona, coño.
(Portraits)
(In Her Own Words)
– Una vez -dice Juliette Lewis-, le escribí una serie de preguntas a alguien para llegar a conocerlo mejor… -dice-. Y aquellas preguntas dicen más de mí que cualquier cosa que pudiera escribir en un diario.
Juliette dice esto en un sofá de anticuario en una casa de alquiler de Hollywood Hills, una casa muy blanca y vertical, muy parecida al museo Getty -supermoderna pero llena de los muebles de anticuario suyos-, una casa que tiene alquilada con su marido, Steve Berra, hasta que puedan mudarse a su nueva casa cerca de Studio City. Sostiene una lista escrita a mano que acaba de encontrar y se pone a leérmela:
– «¿Alguna vez le has clavado a alguien de forma intencionada un objeto afilado o lo has usado para rajarles?».
Lee:
– «¿Te gustan los espárragos?».
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