Array Array - La guerra del fin del mundo

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La leyenda era que la milagrosa facultad de Alejandrinha se conoció cuando era una niñita, el año de la gran sequía, mientras los vecinos de Cumbe, desesperados por la falta de agua, abrían pozos por todas partes. Divididos en cuadrillas excavaban desde el amanecer, en todos los lugares donde hubo alguna vez vegetación tupida, pensando que esto era síntoma de agua en el subsuelo. Las mujeres y los niños participaban en el extenuante trabajo. Pero la tierra extraída, en vez de humedad, sólo revelaba nuevas capas de arena negruzca o de rocas irrompibles. Hasta que un día, Alejandrinha, hablando con vehemencia, atolondrada, como si le dictaran palabras que apenas tenía tiempo de repetir, interrumpió a la cuadrilla de su padre, diciéndoles que en vez de cavar allí lo hicieran más arriba, al comienzo de la trocha que sube a Massacará. No le hicieron caso. Pero la niña siguió insistiendo, zapateando y moviendo las manos como inspirada. «Total, sólo abriremos un hueco más», dijo su padre. Fueron a hacer la prueba en esa explanada de guijarros amarillentos, donde se bifurcan las trochas a Carnaiba y a Massacará. Al segundo día de estar sacando terrones y piedras, el subsuelo comenzó a oscurecerse, a humedecerse y, por fin, en medio del entusiasmo de los vecinos, transpiró agua. Tres pozos más se encontraron por los alrededores, que permitieron a Cumbe sortear mejor que otros lugares esos dos años de miseria y mortandad. Alejandrinha Correa se convirtió, a partir de entonces, en objeto de reverencia y de curiosidad. Para sus padres, además, en un ser cuya intuición trataron de aprovechar, cobrando a los caseríos y a los moradores por adivinarles el lugar donde debían buscar agua. Sin embargo, las habilidades de Alejandrinha no se prestaban al negocio. La chiquilla se equivocaba más veces de las que acertaba y, en muchas ocasiones, después de husmear por el lugar con su naricita respingada, decía: «No sé, no se me ocurre». Pero ni esos vacíos ni los errores, que siempre desaparecían bajo el recuerdo de sus hallazgos, empañaron la fama con que creció. Su aptitud de rabdomante la hizo famosa, no feliz. Desde que se supo que tenía ese poder, se levantó a su alrededor un muro que la aisló de la gente. Los otros niños no se sentían cómodos con ella y los mayores no la trataban con naturalidad. La miraban con insistencia, le preguntaban cosas raras sobre el futuro o la vida que hay después de la muerte y hacían que se arrodillara a la cabecera de los enfermos y tratase de curarlos con el pensamiento. De nada valieron sus esfuerzos para ser una mujer igual a las demás. Los hombres siempre se mantuvieron a respetuosa distancia de ella. No la sacaban a bailar en las ferias, ni le dieron serenatas ni a ninguno de ellos se le pasó por la cabeza tomarla por mujer. Como si enamorarla hubiera sido una profanación.

Hasta que llegó el nuevo párroco. El Padre Joaquim no era hombre que se dejase intimidar por aureolas de santidad o de brujería en lo tocante a mujeres. Alejandrinha había dejado atrás los veinte años. Era espigada, de nariz siempre curiosa y ojos inquietos, y aún vivía con sus padres a diferencia de sus cuatro hermanas menores, que ya tenían marido y casa propia. Llevaba una vida solitaria, por el respeto religioso que inspiraba y que ella no conseguía disipar pese a su sencillez. Como la hija de los Correa sólo iba a la Iglesia a la misa del domingo y como la invitaban a pocas celebraciones privadas (la gente temía que su presencia, contaminada de sobrenatural, impidiera la alegría) el nuevo párroco tardó en trabar relación con ella.

El romance debió empezar muy poco a poco, bajo las coposas cajaranas de la Plaza de la

Iglesia, o en las callejuelas de Cumbe donde el curita y la rabdomante debieron cruzarse, descruzarse, y él mirarla como si estuviera tomándole un examen, con sus ojitos impertinentes, vivarachos, insinuantes, a la vez que su cara atemperaba la crudeza del reconocimiento con una sonrisa bonachona. Y él debió ser el primero en dirigirle la palabra, claro está, preguntándole tal vez sobre la fiesta del pueblo, el ocho de diciembre, o por qué no se la veía en los rosarios o cómo era eso del agua que le atribuían. Y ella debió contestarle con ese modo rápido, directo, desprejuiciado que era el suyo, mirándolo sin rubor. Y así debieron sucederse los encuentros casuales, otros menos casuales, conversaciones donde, además de los chismes de actualidad sobre los bandidos y las volantes y las rencillas y amoríos locales y las confidencias recíprocas, poco a poco irían apareciendo malicias y atrevimientos.

El hecho es que un buen día todo Cumbe comentaba con sorna el cambio de Alejandrinha, desganada parroquiana que se volvió de pronto la más diligente. Se la veía, temprano en las mañanas, sacudiendo las bancas de la Iglesia, arreglando el altar y barriendo la puerta. Y empezó a vérsela, también, en la casa del párroco que, con el concurso de los vecinos, había recobrado techos, puertas y ventanas. Que existía entre ambos algo más que debilidades de ocasión fue evidente el día que Alejandrinha entró con aire decidido a la taberna donde el Padre Joaquim, luego de una fiesta de bautizo, se había refugiado con un grupo de amigos y tocaba guitarra y bebía, lleno de felicidad. La entrada de Alejandrinha lo enmudeció. Ella avanzó hacia él y con firmeza le soltó esta frase: «Se viene usted ahora mismo conmigo, porque ya tomó bastante». Sin replicar, el curita la siguió.

La primera vez que el santo llegó a Cumbe, Alejandrinha Correa llevaba ya varios años viviendo en la casa del párroco. Se instaló allí para cuidarlo de una herida que recibió en el pueblo de Rosario, donde se vio envuelto en una balacera entre el cangaco de Joáo Satán y los policías del Capitán Geraldo Macedo, el Cazabandidos, y allí se quedó. Habían tenido tres hijos que todos nombraban sólo como hijos de Alejandrinha y a ella le decían «guardiana» de Don Joaquim. En presencia tuvo un efecto moderador en la vida del párroco, aunque no corrigió del todo sus costumbres. Los vecinos la llamaban cuando, más bebido de lo recomendable, el curita se volvía una complicación, y ante ella él era siempre dócil, aun en los extremos de la borrachera. Quizá eso contribuyó a que los vecinos toleraran sin demasiados remilgos esa unión. Cuando el santo vino a Cumbe por primera vez, ella era algo tan aceptado que incluso los padres y hermanos de Alejandrinha la visitaban en su casa y trataban de «nietos» y «sobrinos» a sus hijos sin la menor incomodidad.

Por eso cayó como una bomba que, en su primera prédica desde el pulpito de la Iglesia de Cumbe, donde el Padre Joaquim, con sonrisa complaciente, le había permitido subir, el hombre alto, escuálido, de ojos crepitantes y cabellos nazarenos, envuelto en un túnica morada, despotricara contra los malos pastores. Un silencio sepulcral se hizo en la nave repleta de gente. Nadie miraba al párroco, quien, sentado en la primera banca, había abierto los ojos con un pequeño respingo y permanecía inmóvil, la vista fija adelante, en el crucifijo o en su humillación. Y los vecinos tampoco miraban a Alejandrinha Correa, sentada en la tercera fila, que, ella sí, contemplaba al predicador, muy pálida. Parecía que el santo hubiese venido a Cumbe aleccionado por enemigos de la pareja. Grave, inflexible, con voz que rebotaba contra las frágiles paredes y el techo cóncavo, decía cosas terribles contra los elegidos del Señor que, pese a haber sido ordenados y vestir hábitos, se convertían en lacayos de Satán. Se ensañaba en vituperar todos los pecados del Padre Joaquim: la vergüenza de los pastores que en lugar de dar ejemplo de sobriedad bebían cachaca hasta el desvarío; la indecencia de los que en lugar de ayunar y ser frugales se atragantaban sin darse cuenta que vivían rodeados de gente que apenas tenía qué comer; el escándalo de los que olvidaban su voto de castidad y se refocilaban con mujeres a las que, en vez de orientar espiritualmente, perdían regalándoles sus pobres almas al Perro de los infiernos. Cuando los vecinos se animaban a espiarlo con el rabillo del ojo, descubrían al párroco en el mismo sitio, siempre mirando al frente, la cara color bermellón. Eso que ocurrió, y que fue la comidilla de la gente muchos días, no impidió que el Consejero siguiera predicando en la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción mientras permaneció en Cumbe o que volviera a hacerlo cuando, meses después, regresó acompañado por un séquito de bienaventurados, o que lo hiciera de nuevo en años sucesivos. La diferencia fue que en los consejos de las otras veces el Padre Joaquim solía estar ausente. Alejandrinha, en cambio, no. Estaba siempre allí, en la tercera fila, con la nariz respingada, escuchando las amonestaciones del santo contra la riqueza y los excesos, su defensa de las costumbres austeras y sus exhortaciones a preparar el alma para la muerte mediante el sacrificio y la oración. La antigua rabdomante empezó a dar muestras de creciente religiosidad. Encendía velas en las hornacinas de las calles, permanecía mucho rato de rodillas ante el altar, en actitud de profunda concentración, organizaba acciones de gracias, rogativas, rosarios, novenas. Un día apareció tocada con un trapo negro y un detente en el pecho con la imagen del Buen Jesús. Se dijo que, aunque seguían bajo el mismo techo, ya no ocurría entre el párroco y ella nada que ofendiese a Dios. Cuando los vecinos se animaban a preguntarle al Padre Joaquim por Alejandrinha, él desviaba la conversación. Se le notaba azorado. Aunque seguía viviendo alegremente, sus relaciones con la mujer que compartía su casa y era madre de sus hijos, cambiaron. Al menos en público se trataban con la cortesía de dos personas que apenas se conocen. El Consejero despertaba en el párroco de Cumbe sentimientos indefinibles. ¿Le tenía miedo, respeto, envidia, conmiseración? El hecho es que cada vez que llegaba le abría la Iglesia, lo confesaba, lo hacía comulgar y mientras estaba en Cumbe era un modelo de templanza y devoción.

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