Array Array - La ciudad y los perros
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— Oiga–dijo Gamboa- ¿Dónde se ha cambiado el uniforme de salida?
— Aquí mismo, mi teniente. Tenía el uniforme de diario en mi maletín. Lo llevo los sábados a mi casa para que lo laven.
Gamboa vio sobre la tarima una esfera blanca, el quepí, y unos puntos luminosos, los botones de la guerrera.
— ¿No conoce el reglamento? — dijo, con brusquedad los uniformes de diario se lavan en el colegio, no se pueden sacar a la calle. ¿Y qué pasa con ese uniforme? Parece usted un payaso.
El rostro de Alberto se llenó de ansiedad. Con una mano trató de abotonar la parte superior del pantalón pero, aunque sumía el estómago visiblemente, no lo consiguió.
— El pantalón ha encogido y la camisa ha crecido–dijo Gamboa, con sorna- ¿Cuál de las dos prendas es
robada?
— Las dos, mi teniente.
Gamboa recibió un pequeño impacto: en efecto, el capitán tenía razón, ese cadete lo consideraba un aliado.
— Mierda–dijo, como hablando consigo mismo- ¿Sabe que a usted tampoco lo salva ni Cristo? Está más embarrado que cualquiera. Voy a decirle una cosa. Me ha hecho un flaco servicio viniendo a contarme sus problemas. ¿Por qué no se le ocurrió llamar a Huarina o a Pitaluga?
— No sé, mi teniente–dijo Alberto. Pero añadió, de prisa: — Sólo tengo confianza en usted.
— Yo no soy su amigo–dijo Gamboa-, ni su compinche, ni su protector. He hecho lo que era mi obligación.
Ahora todo está en manos del coronel y del Consejo de Oficiales. Ya sabrán ellos lo que hacen con usted.
Venga conmigo, el coronel quiere verlo.
Alberto palideció, — sus pupilas se dilataron.
— ¿Tiene miedo? — dijo Gamboa.
Alberto no respondió. Se había cuadrado y pestañeaba.
— Venga–dijo Gamboa.
Atravesaron la pista de cemento y Alberto se sorprendió al ver que Gamboa no contestaba el saludo de los soldados de la guardia. Era la primera vez que entraba a ese edificio. Sólo por el exterior–altos muros grises y mohosos–se parecía a los otros locales del colegio. Adentro, todo era distinto. El vestíbulo, con una gruesa alfombra que silenciaba las pisadas, estaba iluminado por una luz artificial muy fuerte y Alberto cerró los ojos varias veces, cegado. En las paredes había cuadros; le parecía reconocer, al pasar, a los personajes que ilustraban el libro de historia, sorprendidos en el instante supremo: Bolognesi disparando el último cartucho, San Martín enarbolando una bandera, Alfonso Ugarte precipitándose al abismo, el presidente de la República recibiendo una medalla. Después del vestíbulo, había una sala desierta, grande, muy iluminada: en las paredes abundaban los trofeos deportivos y los diplomas.
Gamboa fue hacia una esquina. Tomaron el ascensor. El teniente marcó el cuarto piso, sin duda el último.
Alberto pensó que era absurdo no haberse dado cuenta en tres años del número de pisos que tenía ese edificio. Vedado para los cadetes, monstruo grisáceo y algo satánico porque allí se elaboraban las listas de consignados y en él tenían sus madrigueras las autoridades del colegio, el edificio de la administración estaba tan lejos de las cuadras, en el espíritu de los cadetes, como el palacio arzobispal o la playa de Ancón.
— Pase–dijo Gamboa.
Era un corredor estrecho; las paredes relucían. Gamboa empujó una puerta. Alberto vio un escritorio y tras él, junto a un retrato del coronel, a un hombre vestido de civil.
— El coronel lo espera–dijo éste a Gamboa–Puede usted pasar, teniente.
— Siéntese ahí–dijo Gamboa a Alberto-. Ya lo llamarán. Alberto tomó asiento, frente al civil. El hombre revisaba unos papeles; tenía un lápiz en las manos y lo movía en el aire como siguiendo unos compases secretos. Era bajito, de rostro anónimo y bien vestido; el cuello duro parecía incomodarle, a cada instante movía la cabeza y la nuez se desplazaba bajo la piel de su garganta como un animalito aturdido. Alberto intentó escuchar lo que ocurría al otro lado, pero no oyó nada. Se abstrajo: Teresa le sonreía desde el paradero del Colegio Raimondi. La imagen lo asediaba desde que se llevaron al cabo de la celda vecina.
Sólo el rostro de la muchacha aparecía, suspendido ante los muros pálidos del colegio italiano, al borde de la avenida de Arequipa; no divisaba su cuerpo. Había pasado horas tratando de recordarla de cuerpo entero. Imaginaba para ella vestidos elegantes, joyas, peinados exóticos. Un momento se ruborizó: «estoy jugando a vestir a la muñeca, como las mujeres». Revisó su maletín y sus bolsillos en vano: no tenía papel, no podía escribirle. Entonces redactó cartas imaginarias, composiciones repletas de imágenes grandilocuentes, en las que le hablaba del Colegio Militar, el amor, la muerte del Esclavo, el sentimiento de culpa y el porvenir. De pronto, oyó un timbre. El civil hablaba por teléfono; asentía, como si su interlocutor pudiera verlo. Colgó el fono delicadamente y se volvió hacia él.
— ¿Usted es el cadete Fernández? Pase a la oficina del coronel, por favor.
Avanzó hasta la puerta. Golpeó tres veces con los nudillos. No obtuvo respuesta. Empujó: la habitación era enorme, estaba alumbrada con tubos fluorescentes, sus ojos se irritaron al entrar en contacto con esa inesperada atmósfera azul. A diez metros de distancia, vio a tres oficiales, sentados en unos sillones de cuero. Lanzó una mirada circular: un escritorio de madera, diplomas, banderines, cuadros, una lámpara de pie. El piso no tenía alfombra: el encerado relucía y sus botines se deslizaban como sobre hielo.
Caminó muy despacio, temía resbalar. Miraba el suelo, sólo levantó la cabeza al ver que bajo sus ojos
surgía una pierna enfundada en un pantalón caqui y un brazo de sillón. Se cuadró.
— ¿Fernández? — dijo la voz que retumbaba bajo el cielo nublado cuando los cadetes evolucionaban en el estadio, ensayando los ejercicios para las actuaciones, la vocecita silbante que los mantenía inmóviles en el salón de actos, hablándoles de patriotismo y espíritu de sacrificio- ¿ Fernández qué?
— Fernández Temple, mi coronel. Cadete Alberto Fernández Temple.
El coronel lo observaba; era bruñido y regordete, sus cabellos grises estaban cuidadosamente aplastados contra el cráneo.
— ¿Qué es usted del general Temple? — dijo el coronel. Alberto trataba de adivinar lo que vendría por la voz. Era fría pero no amenazadora.
— Nada, mi coronel. Creo que el general Temple es de los Temple de Piura. Yo soy de los de Moquegua.
— Sí–dijo el coronel–Es un provinciano. — Se volvió y Alberto, siguiendo su mirada, descubrió en el otro sillón al comandante Altuna–Como yo. Como la mayoría de los jefes del Ejército. Es un hecho, de las provincias salen los mejores oficiales. A propósito, Altuna, ¿usted de dónde es?
— Yo soy limeño, mi coronel. Pero me siento provinciano. Toda mi familia es de Ancasti.
Alberto trató de localizar a Gamboa, pero no pudo. El teniente ocupaba el sillón cuyo espaldar tenía al frente: Alberto sólo veía un brazo, la pierna inmóvil y un pie que taconeaba levemente.
— Bueno, cadete Fernández–dijo el coronel; su voz había cobrado cierta gravedad–Ahora vamos a hablar de cosas más serias, más actuales. — El coronel, hasta entonces recostado en el sillón, había avanzado hasta el borde del asiento: su vientre aparecía, bajo su cabeza, como un ser aparte- ¿Es usted un verdadero cadete, una persona sensata, inteligente, culta? Vamos a suponer que sí. Quiero decir que no habrá conmovido a toda la oficialidad del colegio por algo insignificante. Y, en efecto, el parte que ha elevado el teniente Gamboa muestra que el asunto justifica la intervención, no sólo de los oficiales, sino incluso del Ministerio, de la justicia. Según veo, usted acusa a un compañero de asesinato.
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