Array Array - La ciudad y los perros
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una lluvia, las miradas malignas de todo el barrio.
— ¿Qué quieres ver? — preguntó.
— No sé–dijo ella–Cualquier cosa.
Alberto compró un diario y leyó con voz afectada los anuncios cinematográficos. Teresa se reía y la gente que pasaba por los portales se volvía a, mirarlos. Decidieron ir al cine 99 100 Metro. Alberto compró dos plateas. «Si Arana supiera para lo que ha servido la plata que me prestó, pensaba. Ya no podré ir donde la Pies Dorados.» Sonrió a Teresa y ella también le sonrió. Todavía era temprano y el cine estaba casi vacío. Alberto se mostraba locuaz, ponía en práctica con esa muchacha que no lo intimidaba, las frases ingeniosas, los desplantes y las bromas que había escuchado tantas veces en el barrio.
— El cine Metro es bonito–dijo ella-. Muy elegante.
— ¿No habías venido nunca?
— No. Conozco pocos cines del centro. Salgo tarde del trabajo, a las seis y media.
— ¿No te gusta el cine?
— Sí, mucho. Voy todos los domingos. Pero a algún cine cerca de mi casa.
La película, en colores, tenía muchos números de baile. El bailarín era también un cómico; confundía los nombres de las personas, se tropezaba, hacía muecas, torcía los Ojos. «Marica a la legua», pensaba Alberto y volvía la cabeza: el rostro de Teresa estaba absorbido por la pantalla; su boca entreabierta y sus ojos obstinados revelaban ansiedad. Más tarde, cuando salieron, ella habló de la película como si Alberto no la hubiera visto. Animada, describía los vestidos de las artistas, las joyas, y al recordar las situaciones cómicas reía limpiamente.
— Tienes buena memoria–dijo él- ¿Cómo puedes acordarte de todos esos detalles?
— Ya te dije que me gustaba mucho el cine. Cuando veo una película, me olvido de todo, me parece estar en otro mundo.
— Sí–dijo él-. Te vi y parecías hipnotizada.
Subieron al Expreso, se sentaron juntos. La plaza San Martín estaba llena de gente que salía de los cines de estreno y caminaba bajo los faroles. Una maraña de automóviles envolvía el cuadrilátero central. Poco antes de llegar al paradero del Colegio Raimondi, Alberto tocó el timbre.
— No es necesario que me acompañes–dijo ella–Puedo ir sola. Ya te he quitado bastante tiempo.
Él protestó e insistió en acompañarla. La calle que avanzaba hacia el corazón de Lince estaba en la penumbra. Pasaban algunas parejas; otras, detenidas en la oscuridad, dejaban de susurrar o de besarse al verlos.
— ¿De veras no tenías nada que hacer? — dijo Teresa.
— Nada, te juro.
— No te creo.
— Es cierto, ¿por qué no me crees?
Ella vacilaba. Al fin, se decidió:
— ¿No tienes enamorada?
— No–dijo él–No tengo.
— Seguro me estás mintiendo. Pero habrás tenido muchas.
— Muchas no–dijo Alberto–Sólo algunas. ¿Y tú has tenido muchos enamorados?
— ¿Yo? Ninguno.
"¿Y si me le declaro ahorita mismo?», pensó Alberto.
— No es verdad–dijo–Debes haber tenido muchísimos.
— ¿No me crees? Te voy a decir una cosa; es la primera vez que un muchacho me invita al cine.
La avenida Arequipa y su columna doble de perpetuos vehículos estaba ya lejos; la calle se estrechaba y la penumbra era más densa. De los árboles resbalaban a la vereda imperceptibles gotitas de agua que las hojas y las ramas habían conservado de la garúa de la tarde.
— Será porque tú no has querido.
— ¿Qué cosa?
— Que no has tenido enamorados. — Dudó un segundo: — Todas las chicas bonitas tienen los enamorados que quieren.
— Oh–dijo Teresa–Yo no soy bonita. ¿Crees que no me doy cuenta?
Alberto protestó con calor y afirmó: «eres una de las chicas más bonitas que he visto». Teresa se volvió a mirarlo.
— ¿Te estás burlando? — balbuceó.
«Soy muy torpe», pensó Alberto. Sentía los pasos menudos de Teresa en el empedrado, dos por cada uno de los suyos, y la veía, la cabeza un poco inclinada, los brazos cruzados sobre el pecho, la boca cerrada.
La cinta azul parecía negra y se confundía con sus cabellos, destacaba al pasar bajo un farol, luego la oscuridad la devoraba. Llegaron hasta la puerta de la casa, silenciosos. — Gracias por todo — dijo Teresa-.
Muchas gracias. Se dieron la mano.
— Hasta pronto.
Alberto dio media vuelta y, después de dar unos pasos, regresó.
— Teresa.
Ella levantaba la mano para tocar. Se volvió, sorprendida.
— ¿Tienes algo que hacer mañana? — preguntó Alberto.
— ¿Mañana? — dijo ella.
— Sí. Te invito al cine. ¿Quieres?
— No tengo nada que hacer. Muchas gracias.
— Vendré a buscarte a las cinco — dijo él.
Antes de entrar a su casa, Teresa esperó que Alberto perdiera de vista.
Cuando su madre le abrió la puerta, Alberto, antes de saludarla, comenzó a disculparse. Ella tenía los ojos cargados de reproches y suspiraba. Se sentaron en la sala. Su madre no decía nada y lo miraba con rencor. Alberto sintió un aburrimiento infinito.
— Perdóname–repitió una vez más-. No te enojes, mamá, Te juro que hice todo lo posible por salir, pero no me dejaron. Estoy un poco cansado. ¿Podría irme a dormir?
Su madre no respondió; lo seguía mirando resentida y él se preguntaba "¿a qué hora comienza?». No tardó mucho: de pronto se llevó las manos al rostro y poco después lloraba dulcemente. Alberto le acarició los cabellos. La madre le preguntó por qué la hacía sufrir. Él juró que la quería sobre todas las cosas y ella lo llamó cínico, hijo de su padre. Entre suspiros e invocaciones a Dios, habló de los pasteles y bizcochos que había comprado en la tienda de la vuelta, eligiéndolos primorosamente, y del té que se había enfriado en la mesa, y de su soledad y de la tragedia que el Señor le había impuesto para probar su fortaleza moral y su espíritu de sacrificio. Alberto le pasaba la mano por la cabeza y se inclinaba a besarla en la frente. Pensaba: «otra semana que me quedo sin ir donde la Pies Dorados». Luego su madre se calmó y exigió que probara la comida que ella misma le había preparado, con sus propias manos. Alberto aceptó y mientras tomaba la sopa de legumbres, su madre lo abrazaba y le decía: «eres el único apoyo que tengo en el mundo». Le contó que su padre se había quedado en la casa cerca de una hora, haciéndole toda clase de propuestas–un viaje al extranjero, una reconciliación aparente, el divorcio, la separación amistosa–N, que ella las había rechazado todas, sin vacilar.
Luego volvieron a la sala y Alberto le pidió permiso para fumar. Ella asintió, pero al verlo encender un cigarrillo, lloró y habló del tiempo, de los niños que se hacen hombres, de la vida efímera. Recordó su niñez, sus viajes por Europa, sus amigas de colegio, su juventud brillante, sus pretendientes, los grandes partidos que rechazó por ese hombre que ahora se empeñaba en destruirla. Entonces, bajando la voz y adoptando una expresión melancólica, se puso a hablar de él. Repetía constantemente «de joven era distinto» y evocaba su espíritu deportivo, sus victorias en los campeonatos de tenis, su elegancia, su viaje de bodas al Brasil y los paseos que, tomados de la mano, hacían a medianoche por la Playa de Ipanema. «Lo perdieron los amigos, exclamaba. Lima es la ciudad más corrompida del mundo. ¡Pero mis oraciones lo salvarán!» Alberto la escuchaba en silencio, pensando en la Pies Dorados que tampoco vería este sábado, en la reacción del Esclavo cuando supiera que había ido al cine con Teresa, en Pluto que estaba con Helena, en el Colegio Militar, en el barrio que hacía tres años no frecuentaba. Luego, su madre bostezó. Él se puso en pie y le dio las buenas noches. Fue a su cuarto. Comenzaba a desnudarse cuando vio en el velador un sobre con su nombre escrito en letras de imprenta. Lo abrió y extrajo un billete de cincuenta soles.
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