Array Array - La ciudad y los perros
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Treinta y dos–dijo–La sección completa. ¿Quién es el brigadier? Arróspide dio un paso adelante.
Explíqueme este juego con detalles — dijo Gamboa, tranquilamente–Desde el principio. Y no se olvide de nada.
Arróspide miraba oblicuamente a sus compañeros y el teniente Gamboa aguardaba, quieto como un árbol. "¿Qué parecía como lo lloraba? Y después todos éramos sus hijos, cuando comenzamos a llorarle, y qué vergüenza, mi teniente, usted no puede saber cómo nos bautizaban, ¿no es cosa de hombres defenderse?, y qué vergüenza, nos pegaban, mi teniente, nos hacían daño, nos mentaban las madres, mire cómo tiene el fundillo Montesinos de tanto ángulo recto que le dieron, mi teniente, y él como si lloviera, qué vergüenza, sin decirnos nada, salvo qué más, hechos concretos, omitir los comentarios, hablar uno por uno, no hagan bulla que molestan a las otras secciones, y qué vergüenza el reglamento, comenzó a recitarlo, debería expulsarlos a todos, pero el Ejército es tolerante y comprende a los cachorros que todavía ignoran la vida militar, el respeto al superior y la camaradería, y este juego se acabó, sí mi teniente, y por ser primera y última vez no pasaré parte, sí mi teniente, me limitaré a dejarlos sin la primera salida, sí mi teniente, a ver si se hacen hombrecitos, sí mi teniente, conste que una reincidencia y no paro hasta el Consejo de Oficiales, sí mi teniente, y apréndanse de memoria el reglamento si quieren salir el sábado siguiente, y ahora a dormir, y los imaginarias a sus puestos, me darán parte dentro de cinco minutos, sí mi teniente. — El Círculo no volvió a reunirse, aunque más tarde el Jaguar pusiera el mismo nombre a su grupo. Ese sábado primero de junio, los cadetes de la sección, desplegados a lo largo de la baranda herrumbrosa, vieron a los perros de las otras secciones, soberbios y arrogantes como un torrente, volcarse en la avenida Costanera, teñirla con sus uniformes relucientes, el blanco inmaculado de los quepis y los lustrosos maletines de cuero; los vieron aglomerarse en el mordido terraplén, con el mar crujiente a la espalda, en espera M ómnibus Miraflores — Callao, o avanzar por el centro de la carretera hacia la avenida de las Palmeras, para ganar la avenida Progreso (que hiende las chacras y penetra en Lima por Breña o, en dirección contraria, continúa bajando en una curva suave y amplísima hasta Bellavista y el Callao); los vieron desaparecer y cuando el asfalto quedó nuevamente solitario y humedecido por la neblina, seguían con las narices en los barrotes; luego escucharon la corneta que llamaba al almuerzo y fueron caminando despacio y en silencio hacia el año, alejándose del héroe que había contemplado con sus pupilas ciegas la explosión de júbilo de los ausentes y la angustia de los consignados, que desaparecían entre los edificios plomizos.
Esta misma tarde, al salir del comedor ante la mirada lánguida de la vicuña, surgió la primera pelea en la sección. "¿Yo me hubiera dejado, Vallano se hubiera dejado, Cava se hubiera dejado, Arróspide, quién? Nadie, sólo él, porque el Jaguar no es dios y entonces todo hubiera sido distinto, si contesta, distinto si se mecha o coge una piedra o un palo, distinto aun si se echa a correr, pero no a temblar, hombre, eso no se hace.» Estaban todavía en las escaleras, amontonados, y de pronto hubo una confusión y dos cayeron dando traspiés sobre la hierba. Los caídos se incorporaban; treinta pares de Ojos los contemplaban desde las gradas como desde un tendido. No alcanzaron a intervenir, ni siquiera a comprender de inmediato lo ocurrido, porque el Jaguar se revolvió como un felino atacado y golpeó al otro, directamente al rostro y sin ningún aviso y luego se dejó caer sobre él y lo siguió golpeando en la cabeza, en el rostro, en la espalda; los cadetes observaban esos dos puños constantes y ni siquiera escuchaban los gritos del otro, «perdón, Jaguar, fue de casualidad que te empujé, juro que fue casual». «Lo que no debió hacer fue arrodillarse, eso no. Y además, juntar las manos, parecía mi madre en las novenas, un chico en la iglesia recibiendo la primera comunión, parecía que el Jaguar era el obispo y él se estuviera confesando, me acuerdo de eso, decía Rospigliosi y la carne se me escarapela, hombre.» El Jaguar estaba de pie, miraba con desprecio al muchacho arrodillado y todavía tenía el puño en alto como si fuera a dejarlo caer de nuevo sobre ese rostro lívido. Los demás no se movían. «Me das asco — dijo el Jaguar–No tienes dignidad ni nada. Eres un esclavo.»
— 0cho y treinta — dice el teniente Garrido — Faltan diez minutos.
En el aula hay una especie de ronquidos instantáneos, un estremecimiento de carpetas. «Me iré a fumar un cigarrillo al baño», piensa Alberto, mientras firma la hoja de examen. En ese momento la bolita de papel cae sobre el tablero de la carpeta, rueda unos centímetros bajo sus ojos y se detiene contra su brazo. Antes de cogerla, echa una mirada circular. Luego alza la vista: el teniente Gamboa le sonríe. "¿Se habrá dado cuenta?», piensa Alberto, bajando los ojos en el momento en que el teniente dice:
— Cadete, ¿quiere pasarme eso que acaba de aterrizar en su carpeta? ¡Silencio los demás!
Alberto se levanta. Gamboa recibe la bolita de papel sin mirarla. La desenrolla y la pone en alto, a contraluz. Mientras la lee, sus Ojos son dos saltamontes que brincan M papel a las carpetas. — ¿Sabe lo qué hay aquí, cadete? — pregunta Gamboa.
No, mi teniente.
Las fórmulas del examen, nada menos. ¿Qué le parece? ¿Sabe quién le ha hecho este regalo?
No, mi teniente.
Su ángel de la guarda — dice Gamboa- ¿Sabe quién es?
No, mi teniente.
Vaya a sentarse y entrégueme el examen. — Gamboa hace trizas la hoja y pone los pedazos blancos en un pupitre–El ángel de la guarda–añade–tiene treinta segundos para ponerse de pie.
Los cadetes se miran unos a otros.
Van quince segundos — dice Gamboa–He dicho treinta.
Yo, mi teniente — dice una voz frágil.
Alberto se vuelve: el Esclavo está de pie, muy pálido y no parece sentir las risas de los demás.
Nombre — dice Gamboa.
Ricardo Arana.
— ¿Sabe usted que los exámenes son individuales?
— Sí, mi teniente.
— Bueno – dice Gamboa — Entonces sabrá también que yo tengo que consignarlo sábado y domingo. La vida militar es así, no se casa con nadie, ni con los ángeles. — Mira su reloj y agrega: — La hora. Entreguen los exámenes.
Yo estaba en el Sáenz Peña y a la salida volvía a Bellavista caminando. A veces me encontraba con Higueras, un amigo de mi hermano, antes que a Perico lo metieran al Ejército. Siempre me preguntaba: "¿qué sabes de él?». «Nada, desde que lo mandaron a la selva nunca escribió.» "¿A dónde vas tan apurado?, ven a conversar un rato.» Yo quería regresar a Bellavista lo más pronto, pero Higueras era mayor que yo, me hacía un favor tratándome como a uno de su edad. Me llevaba a una chingana y me decía: "¿qué tomas?». «No sé, cualquier cosa, lo que tú.» «Bueno, decía el flaco Higueras; ¡chino, dos cortos!» Y después me daba una palmada: «cuidado te emborraches». El pisco me hacía arder la garganta y lagrimear. Él decía:" chupa un poco de limón. Así es más suave. Y fúmate un cigarrillo». Hablábamos de fútbol, del colegio, de mi hermano. Me contó muchas cosas de Perico, al que yo creía un pacífico y resulta que era un gallo de pelea, una noche se agarró a chavetazos por una mujer. Además, quién hubiera dicho, era un enamorado. Cuando Higueras me contó que había preñado a una muchacha y que por poco lo casan a la fuerza, quedé mudo. «Sí, me dijo, tienes un sobrino que debe andar por los cuatro años. ¿No te sientes viejo?» Pero sólo me entretenía un rato, después buscaba cualquier pretexto para irme. Al entrar a la casa me sentía muy nervioso, qué vergüenza que mi madre pudiera sospechar. Sacaba los libros y decía «voy a estudiar al lado» y ella ni siquiera me contestaba, apenas movía la cabeza, a veces ni eso. La casa de al lado era más grande que la nuestra, pero también muy vieja. Antes de tocar me frotaba las manos hasta ponerlas rojas, ni así dejaban de sudar. Algunos días me abría la puerta Tere. Al verla, me entraban ánimos. Pero casi siempre salía su tía. Era amiga de mi madre; a mí no me quería, dicen que de chico la fregaba todo el tiempo. Me hacía pasar gruñendo «estudien en la cocina, ahí hay más luz». Nos poníamos a estudiar mientras la tía preparaba la comida y el cuarto se llenaba de olor a cebollas y ajos. Tere hacía todo con mucho orden, daba admiración ver sus cuadernos y sus libros tan bien forrados, y su letra chiquita y pareja; jamás hacía una mancha, subrayaba todos los títulos con dos colores. Yo le decía «serás una pintora para hacerla reír. Porque se reía cada vez que yo abría la boca y de una manera que no se puede olvidar. Se reía de verdad, con mucha fuerza y aplaudiendo, A veces la encontraba regresando del colegio y cualquiera se daba cuenta que era distinta de las otras chicas, nunca estaba despeinada ni tenía tinta en las manos. A mí lo que más me gustaba de ella era s1i cara. Tenía piernas delgadas y todavía no se le notaban los senos, o quizás sí, pero creo que nunca pensé en sus piernas ni en sus senos, sólo en su cara. En las noches, si me estaba frotando en la cama y de repente me acordaba de ella, me daba vergüenza y me iba a hacer pis. Pero en cambio sí pensaba todo el tiempo en besarla. En cualquier momento cerraba los Ojos y la veía, y nos veía a los dos, ya grandes y casados. Estudiábamos todas las tardes, unas dos horas, a veces más, y yo mentía siempre «tengo montones de deberes», para que nos quedáramos en la cocina un rato más. Aunque le decía «si estas cansada me voy a mi casa», pero ella nunca estaba cansada. Ese año saqué notas altísimas en el Colegio y los profesores me trataban bien, me ponían de ejemplo, me hacían salir a la pizarra, a veces me nombraban monitor y los muchachos del Sáenz Peña me decían chancón. No me llevaba con mis compañeros, conversaba con ellos en las clases, pero a la salida me despedía ahí mismo. Sólo me juntaba con Higueras. Lo encontraba en una esquina de la plaza Bellavista y apenas me veía venir se me acercaba. En ese tiempo sólo pensaba en que llegaran las cinco y lo único que odiaba eran los domingos. Porque estudiábamos hasta los sábados, pero los domingos Tere se iba con su tía a Lima, a casa de unos parientes y yo pasaba el día encerrado o iba al Potao a ver jugar a los equipos de segunda división. Mi madre nunca me daba plata y siempre se quejaba de la pensión que le dejó mi padre al morirse. «Lo peor, decía, es haber servido al gobierno treinta años. No hay nada más ingrato que el gobierno.» La pensión sólo alcanzaba para pagar la casa y comer. Yo ya había ido al cine unas cuantas veces, con chicos del colegio, pero creo que ese año no pisé una cazuela, ni fui al fútbol ni a nada. En cambio al año siguiente, aunque tenía plata, siempre estaba amargado cuando me ponía a pensar cómo estudiaba con Tere todas las tardes.
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