Array Array - Atlas de geografía humana

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Un coche verde pasó a mi lado, salpicándome sin querer. Sólo estuvo a mi lado un segundo, pero tuve tiempo de ver la cara del conductor, paralizado por el asombro al comprobar que el bulto oscuro parapetado tras un modesto cartel publicitario de un restaurante de las inmediaciones era una mujer empapada, abrumada por la lluvia, igual que aquella calle, aquellas casas que parecían condenadas a disolverse en el torrente implacable y vertical que estaba a punto de desarbolar la modesta armazón de mi paraguas. Mientras me sacudía en vano, con las manos mojadas, los charcos de agua que aquellas ruedas habían sembrado sobre mi abrigo, sentí un desvalimiento estrictamente físico, una triste sensación de pobreza en la piel, como la fase inicial de un estado de enmohecimiento que ya conocía, aunque hacía siglos que había desertado de la memoria de las cosas recientes. Entonces me di cuenta de que mis hijos no tenían nada que ver con el olor a pecado

de la tierra mojada.

El recuerdo era mucho más antiguo, remoto incluso, las monjas habían vendido el colegio un año antes de que yo empezara la primaria, mi hermana Angélica me llevaba tres años de ventaja y yo solía ir a buscarla con mamá a aquel caserón inmenso, un jardín oscuro, de árboles antiguos, aristocráticos bancos de piedra tapizada de musgo, como los que salían en las películas de miedo, y glorietas pasadas de moda, con sus correspondientes arcos de hierro oxidado por los que ya no trepaba ni la memoria del último rosal. Los muros exteriores, altos y espesos como los de una fortaleza, aislaban a las alumnas del bullicio de la Castellana, creando la ilusión de un mundo independiente, suspendido por su propia voluntad en el espacio y en el tiempo. Eso es al menos lo que yo recuerdo de aquel misterioso castillo encantado del que Angélica salía corriendo cada tarde como quien escapa de una cárcel, justo cuando yo pensaba que daría la mitad de mi vida por entrar. Pero yo era una niña feliz, de una familia feliz, mi madre no trabajaba, mi padre sí, y ganaba lo suficiente para que ninguno de sus cuatro hijos, cinco después, cuando Natalia nació casi a destiempo, llegara a sentir jamás necesidad de ninguna cosa importante, y les daba tanta pena mandarnos al colegio que nos tenían en casa, jugando todo el día, calientes y protegidos, hasta que cumplíamos la edad máxima que marcaba la ley de escolaridad, seis años en mi caso. Justo entonces las monjas vendieron el colegio, el jardín oscuro con sus duendes dentro, las ventanas apuntadas con vidrieras de colores tras las que dolía casi no distinguir el capirote azul celeste de una princesa medieval, las glorietas de arcos de hierro oxidado y aquellos bancos de piedra vegetal, pero a mí no me lo dijo nadie, nadie me advirtió de lo que me estaba siendo arrebatado, era el primer sueño de mi vida y se desvaneció en el aire como los pétalos resecos de aquellas rosas perdidas, se deshizo en una nube de polvo de color, y luego en nada. Cuando me monté en el coche de mi padre, aquella mañana, no sospechaba siquiera lo que iba a ocurrir, pero me extrañaba que tardáramos tanto, y pregunté muchas veces, ¿adonde vamos?, al colegio, me repetía él, Angélica lloriqueaba a mi lado, la muy imbécil, pensaba yo, sin anticipar en las suyas mis propias lágrimas de otras mañanas, y al final, cuando ya me había aburrido de esperar, el coche atravesó una verja de barrotes cuadrados, vulgar y corriente, y se detuvo ante un edificio de ladrillos rojos con ventanales grandísimos, más vulgar y más corriente aún, ante un jardín que no era tal, dos o tres manchas de césped en una desnuda extensión de tierra y un inmenso patio de cemento adosado al ala izquierda del edificio. Entonces lo pregunté por última vez, ¿pero adonde me has traído…? A tu colegio, me contestó mi padre, míralo, es nuevo, lo vas a estrenar tú, ¿a que te gusta?

Nunca me gustó, nunca, pero tampoco nunca llegué a odiarlo, porque yo era una niña feliz en general, y quizás por eso dócil, alegre casi siempre, y disciplinada, es decir, una alumna ideal, sobre todo porque aprendí enseguida que el método más rápido y seguro para sobrevivir en aquel laberinto sin secretos consistía en estudiar y sacar buenas notas, y la verdad es que no me costaba un gran esfuerzo aplicarlo. Así que las monjas me dejaban en paz, aunque insistieran en llamarme siempre por mi nombre completo, Rosalía, que no me gusta, y yo las dejaba en paz a ellas, una relación mucho más fértil y apacible de lo que se habían atrevido a esperar de la hermana de Angélica Lara, niña conflictiva, rebelde e hipersensible a la vez, perpetuamente dividida entre los gritos y el llanto, que no sólo las odiaba sino que tenía valor de sobra para decírselo a la cara. Yo no comprendía la infelicidad de mi hermana Angélica, esa especie de perpetua desazón, de decepción constante frente a sí misma y a todas las demás cosas de este mundo que trazaba una parábola perfecta para conectarse con la infelicidad de mi hermano Juanito, tres años menor que yo y como ella inquieto, desilusionado, hermético, incapaz de contar nada de lo que le pasaba, de apreciar nada de lo que le rodeaba. Entre ellos, Carlos y yo solíamos estar bien, contentos y tranquilos, con buenas notas y el sueño sereno, profundo, que se le supone a todos los niños. Ahora, Juan, que abandonó un futuro brillantísimo en España y a su primera mujer al mismo tiempo, vive en Estados Unidos, está casado con una negra de piel bastante clara y una belleza tan espectacular que nadie adivinaría que es bastante mayor que él, da clases de Física en una universidad de Virginia, y tiene tres hijos muy morenos y tan guapos como su madre. Viene muy poco por aquí, pero todos, menos

mamá, que suspira puntualmente cada vez que alguien pronuncia su nombre, tenemos la impresión de que le van muy bien las cosas. Angélica ha cumplido cuarenta años pero no los aparenta ni por dentro ni por fuera. Trabaja en una agencia de publicidad, gana montañas de dinero, se ríe muchísimo y, por fin, dice que está muy contenta con su vida. Rompió un matrimonio que todos creíamos que funcionaba, y del que tuvo una hija, enamorándose como una bestia de un músico un par de años más joven que ella con el que se casó enseguida, y enseguida tuvo otro hijo. Llevan siete años juntos y todavía se morrean todo lo que pueden en la calle, en el cine, y hasta en las comidas familiares. Natalia todavía no ha acabado la carrera, pero Carlos y yo seguimos estando bien, casados con nuestras parejas originales, ambas de piel blanca, nacionalidad española, y edad y aspecto y trabajo apropiados, siempre aparentemente contentos y tranquilos, sacando las notas más altas que mis padres han podido nunca atreverse a desear para sus hijos. A veces, en alguno de los raptos de melancolía que aislan a mi hermano por completo del mundo, en la cena de Nochebuena, o el día de su cumpleaños, siento la tentación de preguntarle si su serenidad representa para él lo mismo que la mía representa para mí.

Yo no odiaba el colegio, como Angélica, porque aquel estúpido edificio, por muy feo que fuera, por muy poca gracia que tuviera, carecía del poder suficiente para arañar siquiera mi conciencia de niña feliz, pero allí sin embargo aprendí el significado de la tristeza. Nunca olvidaré aquellas tardes horribles de lluvia infinita, la grisura del cielo desplomándose sobre el horizonte como una maldición que yo no merecía, la noche que se cerraba como el puño de un coloso malvado sobre las cinco y media de las tardes de invierno, a la misma hora en la que apenas empezaba a despertarme de la siesta en los deslumbradores días de veranos destilados con cloro de piscina y muchísima pereza, recuerdo el repiqueteo de la lluvia sobre los cristales, aquellos enormes ventanales que me permitían distinguir, al fondo, las luces de los autobuses, encendidas ya cuando sonaba el timbre de la salida, y recuerdo el desconsuelo con el que recogía mis cosas, y bajaba las escaleras, y salía a aquel desierto solar al que todo el mundo llamaba jardín. Tenía que atravesarlo de punta a punta para llegar al autobús y entonces sí, entonces llegaba casi a comprender a Angélica, porque la falda me dejaba las rodillas al descubierto siempre, y algunos años también buena parte de los muslos, mi madre se negaba a comprarme un uniforme nuevo cada curso con la única excepción de los calcetines pero, a despecho del supuesto prestigio del colegio, éstos eran tan malos, tan finos, que aunque los estrenara a mediados de octubre, el elástico se había rendido ya para siempre a principios de noviembre, y desde entonces los llevaba arrugados alrededor de los tobillos, las piernas desnudas. Mi piel se erizaba al contacto con el frío, con la lluvia, con el viento, recuerdo esa humillación del invierno, el sendero plagado de charcos helados que empapaban mis zapatos, el pequeño pero inagotable azote de las gotas de agua que se estrellaban contra mis corvas, y una tremenda impresión de soledad que todavía hoy no sería capaz de definir, pero que me aplastaba contra aquel suelo líquido con la certeza de no tener a nadie en este mundo. El olor a tierra mojada, olor a abandono, a soledad, a amargura, a un exilio cruel del color de los veranos, me acompañaba al interior del autobús escolar, una cárcel portátil gobernada por el vaho que pintaba las ventanas con su horrible baba gris y condensaba la atmósfera hasta hacerla irrespirable, agudizando la tristeza de aquellos asientos de escay, el plástico rajado en las esquinas por las que asomaban las tripas de gomaespuma, y la lentitud, la humedad en todo, la odiosa sensación de llevar a cuestas toda el agua de este mundo y el odioso presentimiento de no ir a ser capaz de desalojarla jamás, porque ya se había infiltrado en la ropa, en la cartera de piel, en los zapatos manchados de barro, en mi imaginación y en mi alma. Entonces, cuando creía ahogarme ya en mi propia nostalgia, cuando llegaba a dudar de la niña feliz que apenas era, la puerta del autobús se abría para mí en el centro del mundo verdadero, Barquillo esquina a Almirante, donde el suelo era de asfalto y las aceras de adoquín, y el agua corría ordenadamente hacia los sumideros disimulados entre las ruedas de los coches, y había luz, y gente, y olía a hojaldre recién hecho en la puerta de la pastelería, y en mis manos, a la corteza de la mandarina que me regalaba el frutero al verme pasar, pronunciando la cálida contraseña de mi nombre, Rosa, un olor estupendo que sobrevivía en los resquicios de mis

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