Array Array - Atlas de geografía humana

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La primera vez apenas logré entreverle a través de la puerta que había abierto con una aparente decisión que no le llevó sin embargo más allá del umbral. Desde allí dijo hola, me guiñó un ojo, y alguien a quien no pude identificar tiró de él inmediatamente hacia fuera. Luego nos vemos, fue la fórmula que escogió para despedirse, y yo le contesté con el mismo aturdido silencio que había opuesto a su saludo, porque la clásica imagen de la muerte como una anciana velada que arrastrara un manto negro por el suelo, la reluciente cuna de la guadaña festoneando el perfil de su enconada espalda, no me habría impresionado tanto. Pasaron por lo menos diez minutos, quizás más, hasta que logré recuperar un mínimo control sobre mis músculos, el justo para encender un cigarrillo y fumármelo muy deprisa, quemando tabaco como un adolescente escondido en un cuarto de baño. Sólo después comprobé que, para mi sorpresa, no estaba contenta. La certeza de que en aquellos momentos él se encontrara bajo el mismo techo que yo, quizás apenas a unos metros de distancia, me sumía en una profundísima inquietud, pero la tensión a la que me forzaba era tal que al principio pensé que habría sido mucho mejor no haberlo visto siquiera. Seguramente, esta reacción primeriza formaba parte de mi propio asombro, como una especie de resaca instantánea de una emoción dolorosa de puro intensa, porque enseguida me levanté, y salí a encontrármelo, buscándolo primero en el estudio, donde Ana se alegró casi de decirme que no le había visto, y luego en el Archivo, por donde jamás deja de pasar un fotógrafo que esté de visita en el edificio, y donde me dijeron que se había marchado por lo menos media hora antes, y después por Texto, por Grandes Obras, por Ciencia y Tecnología, hasta que recorrí todos los pasillos de todas las plantas sin resultado para salir después a la calle y comprobar que tampoco estaba en ningún bar de los alrededores, una

expedición fracasada que culminó en una larga serie de maldiciones que descargué sin piedad sobre mí misma, abominando de mi falta de reflejos, de mi lentitud, de mi torpeza. Pero en aquella época todavía hablábamos de vez en cuando, por las mañanas, él no había dejado de existir, ni de buscarme, yo aún no había perdido la esperanza.

Cuando le vi en la editorial por segunda vez, aún no había conseguido sacudirme los efectos del resfriado que obtuve como único premio después de aquella penosa sesión de vigilancia bajo la lluvia. Él no podía saber que había estado haciendo guardia durante horas enteras en la puerta de su casa, pero ya tenía que haber recibido todas mis cartas, y sin embargo, su saludo fue igual de trivial, igual de convencional y risueño, aunque después de decir hola, cerró la puerta por dentro y se dirigió directamente a mi mesa sin darme margen siquiera para la inmovilidad, porque me levanté como impulsada por un resorte al contemplar una turbia determinación en sus ojos, el anuncio de una violencia que no supe descifrar hasta que llegó a mi lado y me abrazó con fuerza. Aquélla file la última vez que lo besaría en mi vida, pero no sentí nada especial, quizás porque enseguida pude oír un ruido familiar, el de mi puerta, que se abría otra vez, y aunque él no se detuvo, no se volvió siquiera, yo giré la cabeza y abrí un ojo a tiempo para distinguir el estupor de Fran, paralizada en el quicio, el picaporte aún en su mano derecha, un gran sobre rectangular en la izquierda. Un instante después, ya había desaparecido. La puerta se cerró de nuevo mientras Nacho aflojaba lentamente su abrazo. Antes de deshacerlo por completo me miró, sonriendo.

—Tenemos que hablar. Rosa —dijo entonces.

—Sí… —acerté a responder solamente, alarmada al detectar ciertos indicios de la brevedad de su visita.

—Ahora tengo que irme… —después de recuperar un par de libros y una carpeta que había dejado sobre mi mesa, recogió del suelo la gabardina que llevaba doblada encima del brazo al entrar—, pero un día de éstos te llamo y quedamos… ¿Vale?

Me acarició la cara con dos dedos y se marchó.

—Vale… —contesté yo cuando ya no podía oírme, y luego me eché a llorar.

Cuando calculé que las huellas del llanto se habrían atenuado lo suficiente como para que cualquier espectador poco atento pudiera confundirlas con la congestión propia de mi indudable resfriado, me fui al cuarto de baño e intenté ahogarlas en agua fría. Tenía una cara horrible, pero no podía retrasarme más. Fran estaba en su mesa, firmando facturas, y cuando me vio se puso colorada, una reacción que no esperaba y no hizo más que acentuar mi propio sonrojo. Había decidido no comentar la escena anterior, pero antes de darme cuenta me encontré balbuciendo las excusas más tontas.

—Siento mucho lo que ha pasado, Fran, yo no… En fin, no sé qué decir…

—No importa, no importa —me contestó ella, como si también estuviera deseando pasar aquello por alto.

Luego sacó de un cajón el gran sobre rectangular que no me había podido entregar antes y desplegó su contenido sobre la mesa. Era la maqueta de un fascículo en el que nos habíamos quedado cortas de texto, pero que al final Marisa había logrado resolver jugando con márgenes casi imperceptibles de cajas y de interlíneas, hasta lograr que su aspecto fuera idéntico al de los demás. Después de celebrarlo brevemente, quise marcharme, pero antes de que lograra abandonar su despacho, ella me llamó con el mismo tono que habría empleado sí se le hubiera olvidado algo muy importante.

—Rosa…

—¿Qué? —pregunté, volviéndome, y vi cómo me miraba a los ojos, y comprendí que las huellas del llanto no habían cedido ni un ápice de su color sobre mi rostro.

—No… —dijo, sonrojándose de nuevo y clavando después la vista en los papeles que tenía delante—. Nada.

Entendí muy bien el sentido de aquella negativa, una ausencia de palabras raramente expresiva, los puntos suspensivos que rellené sin esfuerzo al regresar a mi sitio con el paso menos cansado que

harto de un ejército muchas veces derrotado, acaba con esto de una vez, había querido decirme, no te lo tomes en serio, y no se había atrevido, pero era eso, lo mismo que me había dicho Ana al principio, lo mismo que me había dicho Marisa hacía ya mucho tiempo, ella había querido repetirlo ahora, cuando yo ya estaba segura de que Nacho no me llamaría jamás, ni un día de éstos ni ningún otro, cuando ya presentía la negrura del final, una oscuridad sin matices como única cosecha, y entonces, mientras arrastraba los pies por el pasillo, me pregunté cómo habría reconstruido Fran el tormentoso argumento de mi historia, porque yo no le había contado nada, jamás se me habría ocurrido, nadie se había atrevido jamás a comentar con ella ni el menor detalle de su vida privada, y sin embargo lo sabía, de eso estaba segura, porque nunca me había mirado así antes, y nunca jamás la había visto ponerse colorada, ni muchísimo menos atreverse a insinuar un consejo para nadie, pero no me detuve mucho tiempo en aquel misterio porque su solución no me interesaba apenas, en realidad me daba lo mismo, no me importaba que la gente anduviera hablando de mí a mis espaldas, en el comedor, en los despachos, en los corros espontáneos que florecen alrededor de las fotocopiadoras, de las máquinas de café, Marisa me habría desmenuzado a conciencia con Ramón, Ana habría ido poniendo a Forito al corriente de todo, a Fran se lo podía haber contado cualquiera, porque hasta Bambi se había enterado por fin de la identidad de aquel hombre al que perseguía desesperadamente por encima de su mesa, y al final hasta hacía chistes, veo una cámara fotográfica, me dijo una vez, pero buenísima, eso sí, y él mismo se regocijó de su ocurrencia, y a mí no me molestó, al contrario, el hecho de que todos hablaran de Nacho y de mí respaldaba hasta cierto punto la existencia real de una historia que ya no existía, que tal vez no hubiera existido jamás, representaba un guiño reconfortante frente a la sordidez de la realidad, y además llegó un momento en el que aprendí a experimentar un cierto placer en mi propia degradación, cierta incomprensible alegría al reconocerme en los mezquinos límites de un gusano infinitesimal que se mueve arrastrando su vientre por el suelo, y sin embargo, hasta eso se acababa, lo supe ya antes de empujar la puerta de mi despacho, que aquella belleza trágica se estaba difuminando poco a poco como se borra la belleza en las fotografías de las muchachas muertas, que la aureola de heroína fracasada y maldita que era ya lo único que poseía se apagaba por momentos sobre mi vulgar cabeza de mujer, al cabo, típicamente insatisfecha, que la fuga de los años había triunfado y el futuro estaba ahí, despiadado e intacto, esperándome con la burlona sonrisa de un ganador que no ha llegado a dudar ni por un momento de la seguridad de su victoria.

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