Array Array - Atlas de geografía humana

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La fórmula más sencilla y más tramposa a la vez para sujetar la felicidad entre las manos es la resistencia. Yo soy una resistente nata, igual que Madrid, y siempre lo he sabido, siempre he sido así, desde pequeña. Esa era la principal diferencia entre Angélica y yo, entre Juanito y yo, mi paciencia, mi constancia, y una facilidad congénita para hacerme un ovillo ante el menor signo de una amenaza, para improvisar un caparazón instantáneo y durísimo capaz de protegerme de cualquier agresión exterior, fuera de la naturaleza que fuera. Lo importante es resistir, conectar el oído izquierdo con el derecho a través de un túnel imaginario, su diámetro capaz de absorber cualquier caudal de palabras desagradables que me asalten por un lado de la cabeza y evacuarlas instantáneamente por el otro lado, manteniéndome a salvo de su significado y de sus consecuencias. Resistir, esperar el momento adecuado para rebelarse, fingir una conformidad completa en los malos tiempos, anhelar sigilosamente la llegada de los buenos, ceder antes de que ceder sea inevitable, disfrazar las cesiones de concesiones, asegurarse una posición, por pequeña que sea, antes de asaltar la siguiente, y nadar, lo más deprisa que se pueda, sin perder jamás la ropa de vista. Así había vivido yo, esquivando los problemas y las grandes decisiones, una actitud tan profundamente sensata que me había valido todos los augurios de una felicidad eterna, ya me lo decía mi padre, tú no te estrellarás, no, contigo estoy tranquilo, tú no acabarás como Juan, no acabarás como Angélica… En eso tenía razón, pero su acierto no me habría dolido tanto si el tiempo hubiera seguido siendo infinito, como aquella vez, cuando me castigaron a quedarme en casa todos los fines de semana durante un montón de meses y yo calculé que no merecía la pena armar un follón por un plazo tan insignificante. Pero luego empecé a perder los años, empecé a darme cuenta de que

miraba hacia atrás y no podía verlos porque ya no estaban en su sitio, se habían caído, se habían deshecho, se habían anulado salvajemente entre sí, y el tiempo que me quedaba era cada vez más corlo, más corto, demasiado breve para albergar con comodidad el espíritu de una resistente.

Sólo unos meses antes, tal vez sólo unas semanas antes, las borrosas promesas de Nacho Huertas habrían bastado para prolongar mi resistencia hasta los límites de mi propia agonía, pero siempre hay una primera vez para todo, y cuando llega su final, lodo se acaba, por eso ya no fui capaz de aferrarme a sus palabras como si fueran un globo que remonta el vuelo cuando parece a punto de deshincharse, no pude alimentar mi fe con ellas, no me bastaron siquiera para prolongar mi estado de moribundo pertinaz, de esos que, con un único, debilísimo hilo de vida, juegan hábilmente al escondite con su destino. Cuando lo comprendí, me miré por dentro y no vi nada, escudriñé hasta el último rincón y lo encontré vacío, me dije que era lo mejor que me había podido pasar, y no fui capaz de creerme ni una sola palabra de lo que me decía.

A la mañana siguiente, no fui a trabajar. Llamé para anunciar que estaba enferma y me quedé todo el día en la cama. Estaba enferma de verdad. La Navidad había llegado por fin y yo nunca había tenido tantas ganas de morirme.

Mis hijos pusieron tal empeño en rescatarme de aquel misteriosamente placentero y a la vez terrible estado de aniquilación interior, que al final lo consiguieron. Insistieron tanto en movilizarme, en convencerme de la absoluta necesidad de inaugurar a tiempo los ritos menores que preceden a la gran celebración anual de la familia, la indigestión y el despilfarro, que antes de darme cuenta me encontré sobrecargada de trabajo, mi agenda repleta de pequeñas tareas tan laboriosas y urgentes que no me dejaban mucho tiempo libre para ocuparme de la desoladora certeza de no tener ya nada que hacer. Ignacio tenía un papel importante en una obra de teatro sobre el espíritu navideño que había escrito su profesor de Lengua, y me tuve que aprender de memoria sus réplicas para ensayar con él a todas horas. Clara iba a hacer de pastorcilla en el Belén viviente que recibiría a los padres en el vestíbulo del colegio el último día del trimestre, justo antes de la función, y tuve que ir con ella a escoger las telas para su vestido, y llevarla un par de veces a casa de mi madre, que conservaba en buen estado su vieja máquina de coser y la pericia con la que nos había hecho ropa a todos durante años, para probárselo. El esfuerzo mereció la pena, porque estaba monísima con su falda larga, de rayas, una blusa blanca con el cuello de encaje, y un chaleco de borreguillo sintético en el que su abuela había echado el resto, tan perfectamente cortado y cosido estaba que parecía casi de piel natural. Creo que en el instante en que apareció ante mí con el disfraz completo fue la primera vez que conseguí mirar algo de verdad desde hacía muchísimo tiempo, y la contemplé sin pensar en ninguna cosa que no fuera su divertido regocijo de niña presumida y encantada de sí misma. El fenómeno se repitió a partir de entonces con cierta frecuencia, y disfruté de verdad con las gamberradas de mi hijo Ignacio, que en cuanto le daba la espalda, me colocaba un muñeco del Increíble Hulk entre los pastores que adoraban el portal del Belén, o secuestraba al niño Jesús para pedirme después un rescate de quinientas pelas, y con los berrinches de Clara, que se echaba a llorar sin remedio cada vez que descubría la rosquilla, la longaniza de chorizo o la figura articulada del Doctor X que su hermano había colgado del árbol entre las bolas de cristal, y le amenazaba con escribir una carta suplementaria a los Reyes Magos para chivarse de todo.

No sé lo que se siente al salir de un periodo prolongado de amnesia, pero no debe de ser muy distinto de lo que experimenté yo entonces, mientras paseaba con los niños por los alrededores de la Puerta del Sol, todas las calles comerciales de los alrededores reventando de luces, arcos y más arcos de bombillas de colores amparando el entusiasmo de centenares de ojos clavados en los escaparates de las jugueterías, un bosque de pequeñas manos enguantadas firmes contra los ventanales de cristal, como si pretendieran proteger del frío su precioso contenido. y las narices heladas, como se quedaban las narices de mis hijos cuando por fin conseguía arrastrarlos de la puerta de una tienda para que se helaran de nuevo un instante después, ante el siguiente reclamo,

apenas dos pasos más allá. Todo les gustaba, todo les maravillaba, todo les asombraba y les obligaba a cambiar varias veces cada tarde su lista de prioridades en los regalos irrenunciables, modificando la lista de sus benefactores hasta agotar todas las combinaciones posibles, y ya no le voy a pedir esto a la tía Angélica, ¿sabes, mamá?, le voy a pedir mejor esto otro, y lo que le iba a pedir antes se lo pido mejor a los abuelos, que siempre consiguen que los Reyes les traigan justo lo que yo quiero, y al tío Alvarito le voy a pedir aquello, que me ha dicho que pida una cosa pequeña, que no se debe de portar muy bien porque los Reyes nunca se gastan mucho dinero en sus regalos… Yo les miraba con placer, y envidiaba su ambición, un caudal de alegría intacta, los constantes signos de un tiempo infinito, e intentaba recordar qué había ocurrido doce meses antes, y no podía recuperar siquiera un fragmento de aquellos días, aunque sabía que todo había sido igual, que habría paseado con ellos por las mismas calles, que se habrían quedado helados delante de los mismos escaparates, que habrían formulado los mismos deseos, sumando y restando cifras del total de la felicidad posible, todo habría sido tan parecido que me parecía increíble haber perdido también aquel recuerdo, pero era así, porque la mujer que había acompañado a los mismos niños un año antes en las mismas expediciones de descubierta, a la caza del placer, era mucho más que yo y era a la vez muchísimo menos, y aunque pudiera estar atenta a la mecánica tarea de esquivar a los coches o a retener la marca de un futbolín sin apuntarla en ninguna parte, no llegaba a vivir de verdad en aquel tiempo, porque estaba presa a voluntad entre los perversos barrotes de un amor imaginario.

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