Array Array - Atlas de geografía humana

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Cuando me levanté, a la mañana siguiente, sin haber dormido ni un minuto, sabía algunas cosas más que al acostarme la noche anterior. La primera era que me costaba infinitamente renunciar a Foro, y no sólo porque un cálculo egoísta hubiera establecido que era la única solución para mi futuro, sino porque, además, le quería. La segunda era que ni todos los parabienes del mundo lograrían convencerme de que no había ni una sola posibilidad, por mínima que fuera, de que alguno de los hombres a los que amaba Alejandra Escobar pudiera existir en realidad, y de que no mereciera la pena morir esperándolo. Esto ocurría porque no estaba enamorada de Foro. La tercera cosa que sabía con seguridad era que no me quedaba más remedio que hacer algo. La cuarta, que diciembre estaba aL caer, y no se puede imaginar siquiera una época peor para tomar decisiones. La quinta, que mi carácter es muchísimo más que débil. Lo que no llegué a sospechar ni lejanamente es que aquella aparente riqueza, el inaudito exceso de poder elegir entre dos hombres distintos, uno real, siempre igual, imperfecto, y otro perfecto, siempre distinto, irreal, pudiera llegar a transformarse con el tiempo en una fuente de angustia permanente, permanentemente intensa. Eso fue sin embargo lo que ocurrió.

La Navidad, con sus luces y sus cantos, la alegría prefabricada de los anuncios de la televisión y la sinceridad de los buenos deseos de la gente comente, trajo consigo una tregua engañosa. La dosis de auténtica felicidad que extraje de ese tipo de trabajo extraordinario del que el resto de la Humanidad abomina —decorar la casa, pensar el menú de la cena, ir al mercado con mucha más frecuencia de lo habitual, encargar el marisco y el pavo con varios días de antelación, encerrarme en la cocina la noche del veintitrés para ir adelantando trabajo, poner la mesa a las seis de la tarde del día de Nochebuena, arreglarme a toda prisa cinco minutos antes de que sonara el timbre de la puerta, y empezar otra vez a hacer lo mismo apenas puse un pie en el suelo a la mañana siguiente— no fue más que un anticipo de la que sentí al ver llegar a Foro muy arreglado y sonriente, con una botella en cada mano, como si pretendiera recordarme que, sólo un año antes, a aquellas horas yo estaba en pijama, delante de la televisión, masticando con desgana un filete con patatas. El día de Navidad, David vino a comer con nosotros, y me regaló un pañuelo de gasa estampada, muy bonito.

—Ha sido Papá Noel —dijo, sonriéndome mientras me guiñaba un ojo en dirección a su padre— , no me des a mí las gracias.

Hacía tantos años que nadie me regalaba nada por Navidad–que casi se me saltaron las lágrimas. Pero el tiempo no quiso detenerse en una alegría tan pura y tan pequeña a la vez, y el vino de Nochevieja fue más amargo.

Nada me inducía a sospecharlo cuando llegamos a aquella fiesta. El célebre Antoñito convocaba todos los años a sus amigos para recibir el año nuevo en su local de Marqués de Vadillo, decorado para la ocasión con guirnaldas de papel de colores que serpenteaban entre los jamones colgados del techo, creando un efecto tan pasmoso como el que se obtenía de la combinación del mobiliario — mesas y sillas de madera basta, casi dignas del Mesón de Antoñita— y los atuendos de las invitadas, todas lentejuelas, terciopelos, y joyas demasiado aparatosas para ser auténticas. El conjunto, incluyendo las patillas, los habanos y el esmoquin de los acompañantes masculinos de todas aquellas duquesas postizas, era tan fascinante que mi humor, que ya era bueno a la entrada, se disparó como los tapones de las botellas de champán que saltaban sin cesar. Me encontraba muy bien, quizás porque había estrenado un vestido largo, el primero que había tenido la ocasión de comprarme en toda mi vida, un traje rojo, de tirantes, muy ceñido, tanto que apenas cené para evitar accidentes con la cremallera, y tal vez ese detalle podría explicarlo todo, porque cuando empecé a beber, una copa detrás de otra, mi estómago debió de convertirse en una inmensa piscina de alcohol donde flotaban apenas, a la deriva, tres o cuatro gambas y una docena de uvas, que había engullido, eso sí, religiosamente, una por cada campanada, convocando a la suerte con todas mis fuerzas. Me encontraba tan bien que mucho antes de llegar a estar borracha, arrastré a Foro al espacio improvisado como pista de baile en el centro del mesón, y le abracé con fuerza, y le besé muchas veces, como sólo le había besado a solas hasta entonces, desentendiéndome de la música y moviéndome sin embargo con él, arrastrándole en mi abrazo. Entonces ocurrió. Aprovechando una mínima pausa en la que liberé su boca de la mía para apurar una copa, él, que estaba mucho más sobrio, se separó ligeramente de mí, me miró, y me hizo la pregunta que nunca había podido hacerme antes.

—Dime una cosa… ¿Por qué no te importa besarme y abrazarme delante de mis amigos, y en cambio no me consientes que te hable siquiera delante de los tuyos?

—Yo no tengo amigos —contesté deprisa, mis labios indecisos entre la sonrisa que aún dibujaban y la desolación que presentían.

—Eso no es verdad —pronunció estas palabras en un tono que yo aún no había escuchado, a medio camino entre la seriedad y la dureza.

—N–n… N–no te en–ntiendo —mentí a medias—. Yo…

—Mira, ya estás tartamudeando otra vez —me interrumpió con un murmullo desalentado—, así que vamos a dejarlo.

Ahí se acabó la noche. Nos quedamos por lo menos otras tres horas en aquel lugar, juntos a ratos, a ratos yo sola y él bromeando y riendo con toda aquella gente, bebiendo los dos, yo más, mientras

pensaba que lo más triste de todo era que Foro no acabara de tener razón, porque Ramón, o Ana, o Rosa, eran mis amigos sólo porque no tenía otros, amigos como los suyos, como Antoñito, que le decía a la cara las cosas que no quería escuchar cuando estaba bien y le solucionaba la vida cuando estaba mal, yo no podía recurrir a nadie así, no le había mentido al decir que no tenía amigos, él no podía entenderlo, pero la editorial era mi mundo sólo porque no podía aspirar a otro. Aquella noche no sólo me di cuenta de que Foro ya había empezado a sufrir por mi culpa. También descubrí que, a despecho de cualquier apariencia, él era mucho menos pobre que yo.

Si no lo sospechaba ya, debió de comprobarlo poco después. Cuando el coche de aquellos primos suyos, no sé si figurados o legítimos, que se habían ofrecido a traernos al centro, se paró en la puerta de mi casa, él pidió al conductor que le esperara un momento antes de salir a la calle conmigo, y yo lo escuché, pero había bebido tanto que no me paré a pensar en lo que significaban aquellas palabras. Metí la llave en la cerradura al tercer o cuarto intento y entré en el portal manteniendo la puerta abierta, para dejarle pasar, pero él no quiso seguirme. Salí otra vez, sin entender todavía muy bien lo que pasaba, y él me empujó con suavidad para apoyarme contra la puerta, manipulándome con cuidado, como si fuera algún objeto frágil. Entonces me besó en la boca con su boca de coñac, dulce siempre, dulce todavía.

—Yo te quiero mucho, Marisa —me dijo. Después me dio la espalda y echó a andar.

—¡Foro! —le llamé cuando ya había abierto la puerta de aquel coche—. ¿No vas a subir…?

—No —contestó.

Su primo arrancó y yo me quedé quieta, apoyada en el portal, sin saber muy bien qué hacer, hasta que el frío me obligó a subir a casa.

Al día siguiente me llamó, y me pidió perdón, y yo le dije que no tenía nada que perdonarle, y vino a verme, y se quedó a dormir, y los dos fingimos que no había pasado nada, los días fingieron sucederse igual que antes, pero el tiempo cambió de piel, y se hizo pesado, amenazante, turbio, y cada hora presagiaba un indicio de final, cada minuto aplastaba con saña al anterior, cada segundo dolía. El 14 de febrero, cuando vino a verme por la noche, sin avisar, con un montón de copas encima y las manos vacías, para sentarse en la butaca del salón, cruzar los brazos y mirar fijamente sus zapatos antes de empezar a hablar, ya sabía lo que iba a decirme.

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