Array Array - Atlas de geografía humana
Здесь есть возможность читать онлайн «Array Array - Atlas de geografía humana» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на русском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:Atlas de geografía humana
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 60
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
Atlas de geografía humana: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Atlas de geografía humana»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
Atlas de geografía humana — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Atlas de geografía humana», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
Quizás, esta especie de representación intensificada de lo que no era otra cosa que una representación atrajo sobre mí la atención que menos buscaba, esa que, más precisamente, habría deseado no provocar nunca. Alertada por un inconcreto hormigueo, un repentino sentimiento de mi propia presencia, volví bruscamente la cabeza hacia la izquierda y me topé de frente con cuatro ojos impecablemente maquillados. Ejerciendo sin inmutarse un privilegio de su divinidad, las dos estatuas bronceadas a quienes ya había decidido ignorar, mantuvieron su mirada fija en mí, cuchicheando entre sonrisas que me permitieron entrever sus perfectas, feroces dentaduras. La
simple sospecha de que estuvieran riéndose de mí bastó para derrotar en un instante a una luchadora tan curtida como Alejandra Escobar, que se disolvió en el aire sin dejar noticia de su paradero, abandonándome en los brazos de mi propio ridículo. Intenté resucitarla por todos los medios posibles, pero la repetición mecánica de sus ademanes de mujer elegante, que ahora más bien me parecían las esperpénticas muecas de una loca, no hizo más que empeorar la situación. No me atrevía a mirar al enemigo ni siquiera de reojo, pero tenía la impresión de que sus carcajadas, rotundas ya, y desbocadas, alcanzarían mis oídos de un momento a otro mientras me manoseaba el pelo como si me lo estuviera lavando y encendía un pitillo antes de que se extinguiera el humo del anterior. Entonces decidí marcharme. Nadie había conseguido echar jamás a Alejandra Escobar de ningún sitio, pero yo estaba sola, y no era ella. Miré el reloj con mucho detenimiento y un gesto de extrañeza, como si no pudiera comprender el retraso de quien jamás iba a llegar a aquella cita. Dejé pasar tres o cuatro minutos y me fijé en la esfera de nuevo, con tanta atención como si el movimiento de las agujas desvelara la clave de algún enigma vital para mi futuro. Una vez más, me dije, aguanto sólo un ratito, miro el reloj otra vez, me levanto y me voy. Pero entonces, justo cuando dirigía hacia ningún lugar en concreto esa mirada vaga y despaciosa de los que no tienen nada que hacer, excepto tiempo, lo descubrí a lo lejos, perfectamente centrado entre dos columnas, y sentí lo mismo que debe de sentir un náufrago preso en un peñón de dos metros de diámetro cuando distingue la silueta de un barco sobre la línea del horizonte.
Forito me había visto primero. Levanté los brazos como si llevara toda la vida esperándole y le vi arrancar en mi dirección con pasos indecisos.
Supongo que, si es que lo hizo alguna vez, él describiría aquella escena diciendo que entonces se echó la muleta a la izquierda y se fue para los medios, pero lo cierto es que más bien llegó hasta mí con la justa mezcla de pavor y determinación que agarrota las rodillas de esos diestros muy viejos, muy gordos, muy sabios, que se acercan al toro preguntándose si tanto miedo se puede comprar con todo el oro del mundo. Su desconcierto era tan patente que, absorta como estaba en mi papel, no pude negarle una brizna de atención, y temí que lo echara todo a perder antes de ganar el modesto objetivo de mi mesa. Cuando lo tuve delante comprendí que, a la sorpresa de encontrarme allí, sola pero arreglada como para ir a una boda, se habían sumado una vaga intuición de que yo no era exactamente yo, la mujer que él conocía, y un recelo todavía más intenso, y más turbio, nacido de la euforia que su presencia había desatado. Él, que me había visto aquella misma mañana, no podía entender que mis brazos, tendidos hacia delante con el gesto de gran señora que nunca antes había tenido la ocasión de practicar, y esa sonrisa plena que parecía celebrar un reencuentro acariciado en secreto durante años, no tuvieran otro propósito que convocarle a mi lado, y hasta cuando pronuncié su nombre en voz muy baja, porque decididamente existen pocos nombres menos glamurosos, pero con un acento de infinita satisfacción, se comportó como si creyera que todo aquello iba dirigido a un desconocido que caminara sólo un paso detrás de él.
Mientras se sentaba a mi lado, giré rápidamente la cabeza para comprobar qué cara se les había quedado a esas dos imbéciles que creían haber desentrañado mi impostura, y tuve que encajar el único chasco genuino que la suerte decidió repartir aquella tarde, porque en alguna inadvertida fracción de los últimos dos o tres minutos, ambas se habían levantado y se habían marchado sin hacer ruido ni atender, seguramente, a ningún detalle de lo que yo me prometía como un triunfo apoteósico. Mi primer impulso fue desmentir a mis propios ojos. Luego, cuando ya sospechaba que tal vez ni siquiera hubieran llegado a fijarse de verdad en mí, me pregunté por qué siempre tenían que ser así las cosas. Después, me vine abajo, tanto que me dolió reconocer la voz que se esforzaba por devolverme a la silla en la que estaba sentada.
—Qué casualidad, encontrarnos aquí, ¿no?
—Sí… —reconocí, imponiéndome una sonrisa menos tranquilizadora para él que para mí misma, mientras acababa de hacerme una idea de la ratonera en ia que me había encerrado yo sólita.
—Pues… Voy a pedir una copa, ¿no?
—Cla–aro.
Con un gesto de caballero antiguo, uno de los muchos que descubriría en él aquella misma noche, se levantó y echó a andar en dirección a la barra en lugar de esperar la aparición de un camarero. Aproveché su ausencia para trazarme un plan que me permitiera sobrellevar con dignidad los errores cometidos hasta entonces y marcharme a casa lo antes posible. En aquel momento, no sólo no me apetecía nada pasar un rato con él, sino que incluso, y a sabiendas de que ninguna otra sensación podía ser más injusta, sentía un fulminante acceso de antipatía por el inocente peón súbitamente asociado al fracaso de aquella noche, pero todavía teníamos por delante un año de trabajo en común, tal vez más, porque Ana lo llevaría consigo a donde ella fuera, y nadie sabía aún si Fran tenía la intención de disolver el equipo cuando el Atlas estuviera terminado. Aunque sólo fuera por eso, no me quedaba más remedio que comportarme de una manera coherente con mi estruendoso recibimiento, pero además, y sobre todo, a pesar de que lo único que deseaba era desaparecer, marcharme corriendo para que no me encontrara cuando volviera con una copa en la mano, sabía muy bien que él no había tenido la culpa de nada, y que me sentiría fatal a la mañana siguiente si optaba por este o por cualquier otro improvisado proyecto de fuga.
Lo cierto es que siempre me había caído bien. Me obligué a recordarlo mientras le veía cruzar el salón con una actitud muy distinta al temeroso encogimiento de antes. Ahora andaba erguido, los hombros tan firmes, tan crecidos en su firmeza que, de lejos, hasta parecía otro hombre, más alto que desgalichado, más delgado que raquítico, y con cierto aire ensimismado, esa melancólica mirada extraviada de los ojos alcohólicos, que prestaba a su nimiedad física la difícil dosis de espiritualidad que han perseguido sin resultados todos los actores que alguna vez se han atrevido a fracasar con Alonso Quijano. Estaba ya muy cerca cuando me pregunté si no estaría viendo visiones pero, por alguna razón que no acerté a explicarme aunque seguramente tenía que ver con los violentos altibajos que habían estrujado mi ánimo durante la última hora como si fuera una pelota de esparto, al fijarme en su rostro logré distinguir, con una claridad que parecía más bien clarividencia, los rasgos primitivos que aún latían, aunque muy débilmente, bajo la tosca careta tallada gota a gota por el coñac. Claro que, además, iba muy elegante. Acostumbrada a verle con sus eternos pantalones oscuros de color incierto, una mezclilla de lana opaca que, según la luz, parecía a veces gris, a veces marrón, y a veces negra, pero siempre tejida con la gelatinosa sustancia que aplica un brillo siniestro a las alas de los insectos, y una camisa de algodón crema tan usada que el tejido se había deshecho ya en el canto del cuello invariable prenda invernal que cambiaba en primavera por un par de camisas polo de marca anónima, una verde oscura, la otra burdeos, ambas finísimas y lavadas con tal saña que la piel se transparentaba casi con detalle en algunos claros repartidos tan caprichosamente como las calvas de un monte—, quizás me dejé impresionar más de la cuenta por la impecable línea de su traje de lino crudo, tan nuevo que sus arrugas estaban recién hechas, en lugar de acomodarse a los surcos abiertos por la tenacidad de las arrugas precedentes, un atuendo excesivamente veraniego para una noche de primavera, pero de tan buen gusto que hasta se le podía perdonar que no lo hubiera combinado con algo mejor que una camisa rosa, sobre la que apenas destacaba una corbata de tono amarillo pálido estampada con dibujos muy menudos, es decir, rigurosamente de moda.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «Atlas de geografía humana»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Atlas de geografía humana» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «Atlas de geografía humana» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.