Array Array - Atlas de geografía humana

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En cualquier caso, cuando se sentó a mi lado, ya había descubierto que él también tenía los ojos verdes, aunque empañados por un velo acuoso, grisáceo, y una nariz que habría sido bonita antes de que la sanguinolenta hinchazón de las aletas, ahora una esponja rugosa y dilatada, los poros tan abiertos como los de una fresa, hubiera anulado el nítido perfil del tabique, digno del más severo emperador romano, un rasgo que aún destacaba, sin embargo, por ser la única arista visible en un rostro informe de puro abotargado, que se prolongaba en una papada discreta, pero muy llamativa en un hombre tan delgado como él. Predispuesta como estaba a salvarle de mi propia arbitrariedad a cualquier precio, encontré en el conjunto, pese a todo, cierto aire de nobleza, como el que distingue a las ruinas clásicas menos visitadas, esos montones de piedras sueltas, irreconocibles ya, sobre los

que se yerguen, absurdas, solas, pero auténticas, dos columnas desmochadas que desafían el desprecio de los turistas con una especie de enloquecida arrogancia.

Él, que ignoraba por fuerza el proceso que le había convertido en sujeto de tan meticulosa observación, se sentó de nuevo a mi lado, bebió un trago considerable de su copa de coñac, la depositó sobre la mesa con el pulso todavía tembloroso, y me miró, como preguntándome qué iba a pasar a continuación.

—Ha–a sido una suerte encontrarte aquí —rompí el hielo con el acento de templada cortesía que mejor se ajustaba a la bola que iba a soltarle inmediatamente después—, porque he quedado con una a–amiga, ¿sabes?, y no ha aparecido…

—Ya, yo tampoco contaba con encontrarme a nadie de la editorial, porque he venido a la presentación de los carteles de San Isidro.

—¡ Ah! —exclamé, sólo por hacer tiempo, aunque no se me ocurrió gran cosa qué decir—. Pero pa–ara eso falta mucho, ¿no?

—Bueno, no tanto… —me miró—. Un mes y medio. Hay que cerrar las corridas con mucha antelación, ya te digo…

—Claro —asentí, y resignada a la uniforme laguna en la que se resumía mi cultura taurina, cambié de tema sin sospechar que un elogio tan trivial como el que escogí casi al azar para burlar al silencio, iba a abrirme las puertas de una historia que no olvidaría jamás—. Va–as muy elegante…, y llevas una corbata preciosa.

—Sí… —admitió él, bajando la cabeza como si necesitara estudiarse un instante para recordar cómo iba vestido—. El traje me lo ha regalado un colega mío de toda la vida, ¿sabes? Su viejo era utillero de la plaza de Vista Alegre, no sé si te acordarás, una que había en Carabanchel, que le echaron el cierre hace muchos años… —me interrogó con una mirada a la que respondí negando con la cabeza, y siguió hablando—. Bueno, pues, ya te digo, el caso es que le conozco desde chavalín y, buah, no veas lo que hemos pasado los dos… Lo más grande. íbamos juntos a todas partes, hasta le acompañé un montón de veces a tentar vacas, ¿sabes?, cuando tenía permiso del dueño y hasta cuando no lo tenía, porque se le metió en la mollera lo de ser torero, oyes, la verdad es que le tenía al toro una afición que no veas, y eso que ya se veía de largo que él no… Porque es que eso se nota, no sé, lo notaba hasta yo, siendo tan crío como él, que no tenía trapío, ese toque especial de los que van para figura, pero él, dale que te pego, ya te digo… Llegó a debutar, ¿sabes?, como novillero sin picadores, Chulito de Vista Alegre, se quería llamar, pero entre su padre y el mío le quitaron esa idea de la cabeza y al final lo cambió por Chicuelo, Chicuelo de Vista Alegre, que suena mucho mejor. Su primera novillada fue en San Sebastián de los Reyes, yo estuve allí y, buah, no veas, la verdad es que al pobre le tocaron dos chotas que sabían más que Lepe, yo creo que hasta las habrían soltado ya en algún encierro de esos que hacen en los pueblos de la sierra… Total, que el pobre hizo lo que pudo y… ruina total, te lo puedes figurar, pero el infeliz salió hasta contento, no he estado mal, ¿verdad?, me decía, ¿a que no he estado mal…? Tres novilladas más le salieron, antes de que le convenciéramos de que recogiera los trastos para siempre. Bueno, pues, lo que es la vida, cuando parecía que el Antoñito iba para abajo, porque al dejar de torear se quedó sin ganas de nada, oyes, pues se le ocurrió montar un videoclub, uno de los primeros, allí, en los Carabancheles, y le fue de puta madre, ya te digo, no te lo puedes ni figurar, y entonces un día se llegó a la Escuela de Tauromaquia esa que ha montado la Comunidad, habló con un par de chavales, se convirtió en su apoderado, con la guita que ganó montó un mesón en Marqués de Vadillo, le volvió a ir de puta madre y ahora…, buah, no veas, está el tío en grande, pero en grandeza máxima, oyes, tiene dinero para quemar una vaca, el tío. Total, que como le gusta ir hecho un figurín, y no tiene tiempo de ponerse toda la ropa que se compra, pues, de vez en cuando me cae un ternito. Éste lo heredé casi nuevo, porque está echando barriga, el Antonio, aunque hace unos meses se metió a socio de un gimnasio, se lió a hacer pesas y adelgazó un montón. Entonces se compró este traje, pero como se cansa enseguida de todo, que es lo que les pasa a los ricos, que acaban hartos de todo, pues, ya te digo, lo dejó, volvió a engordar, me lo pasó, y yo tan contento… Me pagó hasta el arreglo, porque la

verdad es que se estira, eso desde luego, cada vez que quedo con él, cuando traen la cuenta…, buah, no veas, me aparta con la mano y siempre dice, quita de ahí, que yo me hago empresa, eso dice, y luego lo paga todo, las cosas como son. Y yo me alegro de que le vaya tan bien, oyes, me alegro mucho por él, porque es el único chaval del barrio que ha levantado la cabeza de verdad, ya te digo, lo que se dice salir por la puerta grande… El peluco —y estiró el brazo para mostrarme un reloj dorado muy aparatoso— también me lo dio él. Parece de oro, pero no es, a tanto no llega, claro… La corbata no es suya, sin embargo. Ésta me la regaló mi chico. Bueno, ésta y las demás, porque casi todos los años me viene con un paquetito del Simago, el pobre. Regalo del Día del Padre, te lo puedes figurar…

—N–no tenía n–ni idea de que tuvieras un hijo —intervine, con asombro genuino y una punta de la curiosidad que iría creciendo minuto a minuto durante toda la noche, hasta convertirse en una irrefrenable necesidad de llegar hasta el final—. Yo creía que eras un soltero empedernido, igua–al que yo…

—Ojalá —me contestó, sin disimular la amargura que fermentaba en las vocales de aquella palabra—, ojalá me hubiera quedado soltero, como tú…

Hizo una pausa, se miró los zapatos, unos mocasines marrones viejísimos, descoloridos y a punto de reventar por las costuras, en los que tampoco yo había reparado hasta entonces, levantó la cabeza, me sonrió sin ganas y, cabeceando como si nada en el mundo tuviera remedio, prosiguió en un voluntarioso tono de normalidad.

—Pero no, chica, no. Nada de eso. Yo estuve casado, casadísimo, no te puedes figurar cuánto… Es que, ya te digo, no tengo remedio. Soy todo lo contrario del Antonio, pero todo lo contrario, oyes… A mí nadie me mandaba meterme en aquella ruina, pero nadie, porque yo tuve mucha suerte al principio, a mí me iban muy bien las cosas. Mi padre era fotógrafo taurino, ¿sabes?, igual que yo. Él me enseñó el oficio, y puso mucho cuidado en que no metiera la pata en los mismos hoyos donde él se había hundido. Yo siempre trabajé por mi cuenta. Vendía fotos sueltas y reportajes completos a agencias del mundo entero, nunca quise estar fijo en un periódico, como mi viejo, y enseguida pude contratarle, no te digo más. Puse estudio, y retraté a todas las figuras del escalafón, buah, no veas, pues no era nadie, yo, en aquella época… Luego me asocié con un primo mío y empezamos a hacer películas. Aquello empezó a parecer una empresa, pero grande, ya te digo, yo entraba a las Ventas cada tarde con seis o siete empleados, el operador, un par de chavales que le ayudaban, mis propios ayudantes, mi viejo, que iba con otra cámara, total… Lo del cine acabó de arreglarme el cuerpo, porque te hablo del principio de los setenta…, o por ahí, yo debía tener poco más de 20 años, y todavía no habían quitado el No–Do, así que les colocábamos la mayoría de las películas que hacíamos, como cambiaban todas las semanas, pues, buah, no veas, durante la temporada nos lo llevábamos manso, pero manso, ya te digo, sacábamos guita de sobra para pasar el invierno, no te digo más… Fíjate que durante un par de años, el 74 y el 75, creo, porque Franco se murió por entonces, hasta fuimos a América, Méjico, Colombia, Venezuela, y no compensaba, así de claro, yo se lo dije a mi viejo, oyes, para lo que nos llevamos de aquí, mejor nos quedamos en casa. Luego se acabó el chollo del No–Do, pero yo seguí estando en grande, porque le vendía muchas películas a la televisión y empecé a tener muchos clientes entre los aficionados, esos tíos forrados de pasta que van con sus señoras a la barrera, siguiendo a un torero de plaza en plaza… Les cogí el tranquillo enseguida, ¿sabes?, y siempre, antes de que empezara la faena, les filmaba un momento, ellos gordos y con un puro en la mano, ellas cargadas de joyas y con un clavel en la solapa, y cuando salían las mulillas, un poco más de lo mismo y, buah, no veas, es que se volvían locos, me compraban lo que les quisiera vender. Y mientras tanto seguía con las fotos, claro, que era lo mío, así que, ya te digo, me iba de puta madre… Pregúntale a Ana y verás.

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