Array Array - Atlas de geografía humana
Здесь есть возможность читать онлайн «Array Array - Atlas de geografía humana» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на русском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:Atlas de geografía humana
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 60
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
Atlas de geografía humana: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Atlas de geografía humana»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
Atlas de geografía humana — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Atlas de geografía humana», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
Sé que no debería hacerlo. Sé que es una estupidez, y a veces pienso que hasta algo peor, un vicio dañino, un juego peligroso. Pero no me gusta lo que soy, no me gusta mi cara, ni mi cuerpo, ni mi historia, ni mi vida, y Alejandra es como un hada madrina, mi único recurso, la única salida por donde escapar, aunque sea durante un par de horas, de la rutina tediosa y exasperantemente lenta de los días de plomo, que tardan una eternidad en reunirse con los que se fundieron antes en el mar plano de metal que es mi memoria. Y mientras estoy sentada ante una mesa discreta del bar de un hotel de lujo, contemplando a toda esa gente que parece vivir una vida de verdad, mientras registro sus gestos, sus hábitos, esos pequeños ritos sin importancia que por un instante llegan a envolverme a mí también, contagiándome de su propia velocidad, de su propio y frenético ritmo, ya no soy una mujer sola que sale sola por no quedarse en casa, sin más propósito aparente que la confección de un exhaustivo catálogo de la clientela de los bares de Madrid, sino una criatura muy distinta, Alejandra Escobar, una mujer de mundo que mira el reloj cada pocos minutos porque ha quedado con alguien que incomprensiblemente no va a aparecer, o apoya durante un instante las yemas del pulgar y el índice de su mano derecha sobre las comisuras de sus párpados cerrados, para informar a
quien la esté mirando de que es una ejecutiva con muchas responsabilidades que disfruta de una copa a solas para relajarse tras un día de trabajo agotador.
Aunque rara vez tenga ocasión de contársela a alguien, Alejandra siempre arrastra una intensa historia personal. Algunas noches está soltera y otras casada, pero también ha estado separada, e incluso viuda, y tiene un hijo único, o un par de hijas, o ha renunciado a la descendencia en pos de una brillantísima trayectoria profesional. Los detalles están siempre en función de mi humor, de la racha que esté atravesando cuando decido resucitarla, porque no siempre me salva del hastío o de la tristeza. A veces recurro a ella por puro aburrimiento, cuando ya ni siquiera me apetece conectarme a Internet. Es tan inagotable, tan poderosa, que ha sobrevivido a todos mis cambios de fortuna. La arrolladora irrupción de la informática en mi vida, sin ir más lejos, la consagró definitivamente.
Por supuesto, cuando Ramón me tendió por sorpresa aquel billete de avión, nunca jamás había asistido a ninguna convención de la empresa. Las teclistas de fotocomposición apenas teníamos una vaga noción de aquellas multitudinarias reuniones, concebidas en teoría para poner en contacto a los editores, que allí mostraban los proyectos en los que habían trabajado durante el último año, con los distribuidores, que tendrían que promocionar y vender esos mismos productos durante el año siguiente, y que, en la práctica, se habían convertido en una complejísima representación de la propia vida de todos ellos, como una especie de termómetro simbólico, pero infalible, que medía sin compasión el grado de éxito y de fracaso de cada aspirante a un presupuesto propio. En los primeros días de septiembre, los pasillos se poblaban de rostros cenicientos, cejas demasiado rotundas, que parecían pintadas con carboncillo, sobre ojos alarmantemente hundidos, y mejillas tan demacradas como si estuvieran condenadas a devorarse a sí mismas, un espejo de la desolación que, de tanto en tanto, se oscurecía por completo al cruzarse ante cualquier despacho con algún despiadado portador de la luz más cegadora, el rostro sonrosado y terso, las mejillas ruborosas, y una sonrisa espontánea, maravillada de sí misma, todo el improvisado candor de una infancia recuperada de golpe, por obra y gracia del consejo de administración. Ambas categorías de notables, los príncipes depuestos y los por deponer, tan íntimamente imbricados como la voz y su eco, se alternaban durante algún tiempo sin conciencia alguna de estar representando un espectáculo fascinante para los trabajadores corrientes, los que no aspirábamos a la menor migaja de poder pero, a cambio, durante un par de semanas al año, teníamos el privilegio de divertirnos en el trabajo más que en el cine, A resguardo de cualquier tormenta, tan por encima de los ejecutivos convocados en la campaña anterior pero con los que no se contaba en el año en curso, como de quienes, habiendo estado ausentes doce meses antes, habían sido invitados a participar esta vez, estaban los imprescindibles, participantes de todas las convenciones pasadas y futuras, como Fran y sus hermanos. El irresistible progreso de la autoedición obró el milagro de situarnos a Ramón y a mí misma en este último grupo durante algún tiempo, mientras los jefes supremos aprendían a superar un miedo innato, reverencial, por cualquier máquina que no fuera una fotocopiadora a pesar de parecerlo, y que hizo de nosotros algo parecido a los hechiceros de una tribu primitiva antes de devolvernos, al extinguirse, a nuestra previa y confortable condición de técnicos que no toman decisiones sobre la línea editorial.
La primera convención a la que asistí se celebró en Barcelona, ciudad que estará asociada para siempre en mi memoria con cierta clase de revelaciones que tienen menos que ver con el asombro que puedan llegar a provocar que con el escepticismo que siembran en quien las padece. Representante escasamente original de la primera generación de españoles abocada por fin a viajar con naturalidad por el extranjero —una condición muy incentivada por mis circunstancias de soltera con sueldo propio y carga familiar agobiante, mi madre, de la que escapaba apenas dos semanas al año en las que intentaba llegar lo más lejos posible—, apenas conocía la ciudad, en la que había estado de paso en tres ocasiones, dos de las cuales no me llevaron más allá de la zona de tránsito del aeropuerto. A los treinta y seis años, por tanto, después de haber llegado hasta Bali, y cuando ya conocía Londres tan bien que podía recorrerlo en metro sin consultar ningún plano, descubrí que Barcelona es, en primer lugar, una ciudad bastante pequeña, y además muy bonita, preciosa, pero con cierto aire de joyero de dama noble venida a menos, una conciencia de sí misma tan
exageradamente alerta de! menor daño que pueda traer consigo el paso del tiempo, que barniza el ajetreo de la vida cotidiana con un afán de solemnidad más cercano a la precariedad de cualquier recinto monumental de provincias que a la soberbia de las grandes ciudades de verdad, complicadas maquetas a escala del propio mundo donde el futuro tiene tanta prisa que nunca sobra tiempo para mirarse el ombligo, y es tan cierto que no tiene ningún sentido intentar amarrarlo con el garfio de las obras públicas. Hija del caos organizado y magnífico de un laberinto que encierra docenas de ciudades posibles, me sometí con instinto de turista al pintoresco narcisismo de mis anfitriones, y dejé escapar todas las exclamaciones admirativas de rigor mientras detectaba con creciente asombro cómo el histórico complejo de inferioridad de una madrileña de Chamberí, puede transformarse en una inesperada conciencia de distancia, un sentimiento muy semejante a la superioridad, en el inocente trayecto de un recorrido panorámico. Decidí guardar para mí las consecuencias de este descubrimiento, pero algún cabo suelto debió de aflorar a la superficie porque, ante la fachada de una vieja estación, yo, que jamás, en ningún otro momento de mi vida, me habría atrevido a desatar una polémica tan previsible, no pude reprimir los ecos de mi memoria, y recordé una vehemente y caducada sentencia, aquel apasionado juicio que nunca llegué a escuchar de los labios de mi abuelo Anselmo, aunque la mujer a la que abandonó muchos años antes de dejarla viuda solía citarlo, sin saltarse una coma, siempre que le interesaba probar que su marido no era más que un ateo, un bárbaro y un desgraciado. Antes de empezar a sospechar que nunca debió de merecerse esos adjetivos, yo había descubierto ya que tenía razón, pero nunca me atreví a discutirlo en voz alta con mi abuela Pilar. Sin embargo, aquella mañana, tan lejos de casa, afirmé con una convicción más profunda que la indecisión de mi lengua tartamuda que si yo hubiera sido el general Rojo también habría decretado sin dudar la muerte de Durruti, porque la defensa de Madrid era un prodigio, un puro encaje estratégico, tan sutil, tan milagrosamente equilibrado, que lo último que necesitábamos era un héroe solitario y enamorado de sí mismo, un gilipollas dispuesto a romper, él sólito y desde dentro, el cerco con el que no habían podido los nacionales en un asedio tan largo y tan intenso como el sacrificio de la población civil, y los fascistas quieren entrar en Madrid, pero Madrid será la tumba del fascismo, y no pasarán, amén. Aunque Ramón aplaudió mi discurso sin reservas, el distribuidor de la Costa Brava, que precisamente había introducido a Durruti en la conversación, me dirigió una mirada asesina de tal calibre que bastó para restaurar en un instante la innata flaqueza de mi espíritu y ya no volví a abrir la boca, ni para enderezar el rumbo de la verdad histórica ni para decir ninguna otra cosa, hasta que el autobús se detuvo en la puerta del hotel.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «Atlas de geografía humana»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Atlas de geografía humana» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «Atlas de geografía humana» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.