Array Array - Atlas de geografía humana

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—Pero eso no es de llorar… —protestó.

—A veces sí —insistí, y él se detuvo a reflexionar antes de asentir con la cabeza.

—Vale.

Entonces se levantó y se fue.

Yo me quedé pensando si existirían palabras para explicar a un niño de nueve años que, a pesar de lo que me enseñaron cuando tenía su edad, ni todos los hombres son iguales, ni todos van siempre detrás de lo mismo, y que yo lo sabía bien porque uno de ellos me acababa de rechazar precisamente ese día en que estaba tan guapa como una de esas chicas que salen en la tele.

Quizás los humildes ingredientes de aquel tosco razonamiento de urgencia puedan explicar mejor lo que sucedió que los propios hechos. porque el golpe más duro, el matiz más difícil de aceptar en toda la caótica trayectoria que Nacho Huertas llegó a proyectar en mi vida fue precisamente ése, la naturaleza ilógica, imprevisible, de su rechazo, una clave capaz de sostenerme con idéntico vigor en la obsesión y en el desconcierto, una copa más amarga que la hiel que llegó a contener nunca, porque en su fondo todavía sedimentan los posos de todos los fracasos que lograron hundirme antes.

Y sé bien que no hay excusa que valga, pero también estoy casi segura de que nadie, en mis circunstancias—género, edad, nacionalidad, y la moraleja de los cuentos que me contaron de pequeña—, habría encontrado la manera de encajar sin daño un desprecio semejante, sobre todo porque entonces, cuando Nacho se encarnó por primera vez en su propia ausencia grabada en la cinta del contestador, yo sólo pensaba en él como en el hombre que había querido ser en Suiza, un amante ocasional, un figurante oportuno, un recurso eficaz contra el implacable proceso de solidificación de la capa de aburrimiento que barnizaba mi vida, y tal vez, si aquel jueves hubiera contestado al teléfono, todo se habría quedado en eso, y eso en nada, porque no existe riesgo más mortal para un deseo que su ejecución inmediata, un axioma tan reversible como una gabardina de buena calidad, porque no existe incentivo mayor para un deseo que su inmediata frustración, ni frustración mayor que aquella cuyos motivos no se comprenden. Si se tratara de amor, todo habría sido distinto pero, al cabo, aquello sólo era sexo, y al rechazarme, Nacho no había rechazado otra cosa que mi cuerpo o, definiendo con mayor precisión, eso que ningún hombre rechaza jamás, un polvo fácil. Paradójicamente, eso era lo peor, porque algo más que estupor, un sonrojo emparentado con la vergüenza estricta, primaria, de las adolescentes que asisten a una fiesta para permanecer durante horas sentadas en la misma silla sin que nadie las saque a bailar, se sumaba a la decepción para provocar un abatimiento completo. Y había más. Nunca me había sentido tan poca cosa, pero mi propia nimiedad palidecía ante una novedad más cruel. Supongo que a todo el mundo le pasa, antes o después, y que deben de existir miles de razones capaces de sustentar un descubrimiento tan atroz, pero yo le debo, además, a Nacho Huertas el primer indicio de mi propia vejez, porque es difícil recordar que los jóvenes también sufren por despecho cuando te rechazan al borde de los treinta y cinco aunque te gastes la mitad de tu sueldo en cremas. Y quizás esto no hable muy bien de mí, pero lo cierto es que enterré a la irresistible cantante pop que fui una vez con un dolor inmenso, una aterradora sensación de vacío. Después, me propuse despedir bruscamente cualquier duelo, y comencé a reconstruir mis pedazos con el poco amor que me quedaba hacia mí misma y toda la

paciencia que me pude imponer. Lo habría conseguido antes de lo que esperaba si una mañana cualquiera, más de tres meses después de aquel primer fracaso, cuando ya había logrado extirpar el eco de su voz de mi cabeza —esa docena escasa de palabras grabadas que resonaron como una maldición entre mis sienes durante muchas semanas—, no hubiera recibido un sobre acolchado de papel marrón, sin ningún remite, mi nombre escrito con letras de molde bajo una pegatina impresa en dos colores —FOTOGRAFÍAS ¡NO DOBLAR!—, entre la correspondencia que Adela posó sobre mi mesa con la indiferencia de todos los días.

Más tarde, cuando empecé a perseguir los esquivos favores del destino, cortejando una realidad no sólo más amable, sino también más coherente consigo misma que el intrincado laberinto que dibujaban mis días, intenté convencerme muchas veces de que aquel sobre había sido la primera señal, la advertencia más temprana, porque no tenía remite, ningún detalle especial, y sin embargo, y a pesar de que recibo envíos de fotógrafos todos los días, mi corazón pareció reconocerlo, tan desenfrenadamente rompió a latir dentro de mi pecho, y mis dedos quisieron abrirlo antes que ninguna otra carta para sostener después mi propia sonrisa congelada, una mirada tan luminosa como el recuerdo del mejor verano ante la estampa convencionalmente invernal de una hilera de casitas de cuento. Seguí adelante para encontrarme de nuevo en una plaza, y después junto al pretil de un puente, el lago al fondo, y sentada a la mesa de un café, al lado de la ventana y, por fin, con él, delante de la puerta de un teatro, apoyados en una estatua, en un parque. Recordaba a los improvisados autores de casi todas aquellas fotos, el botones del hotel, un camarero de uno de los bares de la plaza principal de la ciudad, un turista italiano que nos encontramos por casualidad, iba reconociendo cada imagen, calculando el día en que fue tomada, la hora y la intensidad del frío que había soportado en cada pose cuando, de repente, justo detrás del retrato más inocente, un soleado primer plano de mi cabeza recortándose en el fondo de un cielo inesperadamente azul, contemplé una fotografía tan asombrosa que el mazo entero se me cayó de las manos, desparramándose sobre mi falda. En una penumbra tan equilibrada como si fuera obra de una minuciosa iluminación de estudio, una mujer desnuda dormía boca abajo en una cama deshecha. Este último detalle me hizo dudar, porque yo soy incapaz de adormecerme siquiera con el vientre aL descubierto y siempre, hasta en las más irrespirables noches de agosto, me las arreglo para taparme a medias con una sábana, pero él debía de haberme despojado de ella con dedos sigilosos, porque en la segunda foto de la serie, un plano mucho más corto, reconocí mi rostro sin ninguna duda. En la tercera, la cámara estaba situada exactamente a mis espaldas, y sólo se distinguía una melena revuelta en el extremo de un cuerpo mucho más hermoso que el que yo habría jurado poseer. Tal vez por eso, o por la oscura emoción que crecía como un sabor repentino y dulcísimo dentro de mi garganta, mis labios empezaron a temblar, y una lágrima densa y redonda se detuvo un instante entre las pestañas de mi ojo derecho. Su rastro ya se había secado cuando encontré una nota autoadhesiva escrita a mano sobre la última foto del paquete, un puro anuncio de Kodak, Nacho y yo riéndonos juntos al lado de un puesto de flores donde tuvimos que comprar un ramo de dalias enanas para convencer a la florista, una mujer extrañamente sombría, muy antipática, de que pulsara el botón de la cámara. Me alegro de que hayas llegado hasta aquí, leí, tengo muchas ganas de verte, llámame, y debajo su nombre de pila sin rúbrica alguna, Nacho.

Aquella vez sí contestó al teléfono, y aunque yo ya había decidido ahorrarme la aplazada humillación de pedirle explicaciones, insistió en justificar su primera espantada con la más elaborada de las disculpas, un encargo repentino, un larguísimo viaje, nervios de último momento, siempre había tenido intención de avisarme pero lo había ido dejando para el final y justo entonces se le olvidó, para volver a acordarse de mí sólo a bordo de un Jumbo que volaba a Ecuador vía Miami. Luego, me dio vergüenza llamarte, dijo por fin, en un tono tan aparentemente sincero, tan desprovisto de cualquier artificio, que disolvió todos mis buenos propósitos, el cansancio que sentí ante la posibilidad de empezar de nuevo una historia que ya había dado por enterrada, la disciplina con la que acepté el plazo de tres días que me había impuesto antes de marcar de nuevo aquel número odioso, la infinita cautela con la que volví a pronunciar su nombre, todo se deshizo en un

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