Array Array - Atlas de geografía humana
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Por eso me gustan los bares de los hoteles muy caros. Allí, los hombres que están solos suelen parecer cansados, pero nunca desesperados. Me gusta verlos circular entre las mesas, rastrear las huellas de un día agotador por las arrugas de una americana que apenas conserva en la tiesura de sus solapas el impecable apresto de las ocho de la mañana, anotar la pátina sudorosa y grasienta que demasiadas horas de lectura aplazada han acabado por imprimir en las esquinas de un periódico descompuesto ya, de tantas veces abierto y cerrado tan sólo en un instante, o medir el grado exacto de sinceridad de las sonrisas que cruzan con hombres tan parecidos a sí mismos que a veces tengo que pararme un momento a pensar a cuál de ellos estaba siguiendo yo con la mirada desde el principio. Sus colegas femeninas se cuidan más, pero de todas formas resulta fácil distinguirlas de las emperifolladas acompañantes de los trabajadores con corbata, que se suelen reunir con sus amantes o maridos —a menudo, la duda es un requisito puramente metódico— a la caída de la tarde, con el rostro a un tiempo radiante y relajado de quien acaba de rematar una siesta de cuatro horas con una sesión de compras en un centro comercial de lujo. Mi propia experiencia laboral me hace absolutamente implacable al menos en este punto: las detesto. En cambio, me conmueve registrar los esfuerzos de quienes, después de haber pasado diez horas trotando por la ciudad —de taxi en taxi, de reunión en reunión, de problema en problema—, se proponen acudir a la cita de la cena como unas señoras, más o menos lo que sus madres hubieran querido que fuesen a todas horas. Las ojeras y las bolsas se insinúan bajo el maquillaje en polvo por muy carísimo y de última generación que sea, los labios conservan intacta la tensión de la jornada a despecho de las mejores intenciones del rojo más fresco y más frutal, y la falta de sueño descuelga párpados y mejillas cuando toda la cara no presenta la uniforme hinchazón que delata los efectos de un éclat, esas ampollas de emergencia que prometen una tersura instantánea y consiguen casi siempre provocar en cualquier rostro una repentina inflamación que parece más bien síntoma de un colapso circulatorio. Y sin embargo, ninguno de estos indicios puede competir en eficacia con la señal que, como una indeleble marca de fábrica, identifica a una mujer trabajadora allí donde se encuentre, vinculándola en secreto con todos los restantes individuos de su especie repartidos por el mundo. El trabajo emancipa, esclaviza, eleva o degrada, pero siempre, e inexorablemente, dilata los tobillos de quien lo realiza. Los bares de los hoteles de lujo están repletos de mujeres que intentan descalzarse con disimulo, que colocan los pies de lado o los apoyan apenas sobre las plantas de los dedos para librarse del taladro de los tacones mientras están sentadas, que aprovechan el travesaño de las sillas para encajar sus zapatos en ellos, y que se atreven incluso, cuando ya no pueden más, a elevar las piernas para apoyar los talones en el canto de una columna, de un arcón, de cualquier mueble lateral y discreto. Yo las miro con cariño, pero se me parecen demasiado para convertirse en mis favoritas. Porque a pesar de que, en estos tiempos, los ejecutivos de cualquier género y categoría, con eventuales aportes de políticos y periodistas —cada vez más similares a los anteriores y más idénticos entre sí—, integren el capítulo principal de la clientela de los hoteles de lujo, los auténticos amos del mundo, los de verdad, los de toda la vida, todavía se dejan ver de vez en cuando.
Ellos, si son europeos, suelen hacer ostentación de una calculadísima sobriedad que se define nítidamente en la línea de sus trajes hechos a medida. Ellas adoran las perlas. Huyen de los peinados aparatosos como de la peste y, si son españolas, suelen recogerse el pelo, apenas cardado en la zona delantera, en un moño bajo, muy sencillo, desdeñando la melenita con mechas rubias de las burguesas con pretensiones. En general, llevan pocas joyas, pero siempre, en alguno de sus dedos, reluce un brillante ofensivo, de puro enorme, y aunque se resisten a hacer publicidad gratuita, contemplan ciertas proverbiales excepciones. Con las panteras de Cartier que pueblan sus inmaculadas solapas, sin ir más lejos, podría formarse una manada de tamaño regular. Por lo demás, cultivan de tal modo la elegancia en todos sus gestos que llegan a resultar aburridos. Los millonarios americanos, en cambio, saben dar espectáculo. Ellos, con toda la estridente vulgaridad que sugiere, aunque seguramente casi nunca sea cierto, que encontraron petróleo antesdeayer en el patio trasero de su casa, son las estrellas indiscutibles de esas noches de las que jamás hablo con
nadie. Y sin embargo, tampoco salgo de casa para mirarlos.
No me gusta lo que soy. No me gusta mi cara, ni mi cuerpo, ni mi historia, ni mi vida. Una vez, hace ya muchos años, la inexplicable deserción de Alejandra Escobar —una mujer de la que nunca he llegado a saber nada salvo su nombre, que había pagado por adelantado un viaje a Túnez, y que no se presentó en el correspondiente mostrador de Barajas a la hora acordada, pese a haber volado esa misma mañana de Sevilla a Madrid— me dio la oportunidad de irme de vacaciones con otro nombre, porque la guía del grupo, una belga medio tonta, se negó a comprender que alguien hubiera podido subirse a un avión en Sevilla, y luego, por más que en el apartado «destino» de su billete se leyera claramente «Túnez», hubiera decidido quedarse en Madrid. Se lo expliqué una vez y, quizás para disimular que su dominio del castellano distaba mucho del que prometían los folletos, asintió vigorosamente con la cabeza como si me hubiera entendido pero, aunque pasé el control de pasaportes con mi propio nombre, ella siguió llamándome Alejandra porque había tachado ya al pasajero María Luisa Robles Díaz de su lista, y no hubo manera de hacerla rectificar. Al llegar a Hammamet, casi lamentaba ya que aquel malentendido tuviera que deshacerse, porque en el autobús, mientras miraba de reojo a mis compañeros de trayecto para intentar hacerme una idea de la clase de amistades a la que podría aspirar en los siguientes quince días, se me había ocurrido que tal vez a Alejandra Escobar le fueran las cosas mejor que a mí, y que no estaría mal usar su nombre como amuleto. Cuando me di cuenta de que en aquella especie de campamento de lujo para adultos no me iban a pedir la documentación, porque dentro del recinto no había otra ley que la lista de nuestra guía belga, recogí, junto con las llaves de mi bungalow, una nueva identidad que asumí sin el menor resquicio de inquietud.
Alejandra Escobar me dio suerte, y por eso no me he atrevido a abandonarla todavía. Su nombre reposa en una esquina de mi memoria como un abrigo de pieles suave y lujoso, enfundado con mimo en los primeros días de mayo y colgado en el rincón más fresco del armario a la espera del regreso del invierno. Y cuando cualquier invierno acecha, igual que haría con ese abrigo que no he tenido nunca, lo rescato de la oscuridad, le quito el polvo con mucho cuidado, me lo pongo, y noto enseguida el bienestar de su compañía, una oleada de aire cálido y seco que me devuelve a un verano de días mejores. Entonces, Alejandra Escobar vuelve a salir de mi casa una noche sintiéndose tan segura de sí misma como María Luisa Robles Díaz no se ha sentido jamás, y escoge uno de los grandes hoteles del centro con la naturalidad de quien no ha llegado a conocer un mundo diferente, y taconea con aplomo, casi con gracia, al pasar junto al portero uniformado en dirección al imponente vestíbulo, y cuando la música de cámara se esponja ya dulcemente en sus oídos, se detiene un instante para mirar a su alrededor y, sin equivocarse nunca, elige la mejor mesa, discreta y con buenas vistas. Alejandra Escobar bebe whisky escocés con hielo y un poco de agua, y fuma de vez en cuando un cigarrillo rubio sin tragarse el humo, porque descubrió enseguida que dejar pasar el tiempo resulta más fácil con las manos ocupadas.
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