Array Array - Atlas de geografía humana
Здесь есть возможность читать онлайн «Array Array - Atlas de geografía humana» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на русском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:Atlas de geografía humana
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 60
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
Atlas de geografía humana: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Atlas de geografía humana»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
Atlas de geografía humana — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Atlas de geografía humana», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
Si Romero no hubiera estado tan seguro de sus posibilidades para convertir a mi padre en millonario y a sí mismo, antes que en yerno, en su apéndice imprescindible —esa flexible, astuta y contundente mano derecha de la que ningún millonario apreciable puede carecer—, quizás la herencia del tío Arsenio no habría dado tanto de sí, pero el «consejero jurídico del finado», como se llamaba a sí mismo al principio, puso cerco al domicilio familiar y fue implacable, hasta el punto de que, durante años enteros, el único heredero auténtico que hubo en todo este asunto fue él, que heredó un cliente por asedio. Y aunque no logró convencerle de las ventajas que, a largo plazo, acabaría reportándole la liquidación inmediata de los derechos reales que le permitirían entrar en posesión de las tierras, sí consiguió persuadirle, y con él a mi madre, y a mis tres hermanos, de que habían encontrado al único zahorí capaz de señalar la dirección en 1 a que, a no pasar muchos años, iba a llover más dinero del que cabe en la piscina del tío Güito. Y todos se volvieron medio locos.
Yo seguí el proceso desde París, con mucho más detalle del que podría deducirse de una distancia que mi familia había salvado con inaudita agilidad durante cerca de un lustro, porque en los buenos tiempos que sucedieron a mi esplendoroso debut corno mujer adulta, mientras mi marido irradiaba un halo deslumbrante capaz de protegerme y de dirigirme a la vez, como la varita de un hada madrina, no había encontrado la manera de quitármelos de encima. En los días dorados en los que cada cosa era un estreno, mi madre llamaba por teléfono a todas horas y, entre llamada y llamada, me escribía unas cartas larguísimas que pretendían revelar cuan hondamente le preocupaba mi situación, pero en la práctica me informaban, más bien, de hasta qué punto se aburría por las tardes. Muchas de ellas no las encontré en el buzón, sino en la maleta de cualquiera de mis hermanos, que no dejaban pasar un puente sin aprovechar la oportunidad de ocupar la habitación de invitados de mi casa, un recurso que acabó por explotar incluso mi propio padre para recuperarse de las batallas más sangrientas de su perpetua guerra conyugal, siempre que su mujer no hubiera llamado primero. Amanda —primera hija, primera nieta, primera sobrina— bastaba para justificar formalmente aquella periódica invasión, que sin embargo cesó de repente, en parte por cansancio de
los visitantes, supongo, pero también porque la misión de planificar con cuidado lo que se prometían como un futuro opulento les absorbió por completo, y desde entonces se dedicaron sobre todo a mirar pisos en venta. Mientras tanto, yo me enfrentaba a solas con una metamorfosis más lenta pero no más sutil, la campaña de camuflaje que Félix opuso como principal y misérrima táctica al paulatino desgaste de su futuro como pintor. Entonces, cuando su edad le fue eliminando por sí sola de las quinielas de grandes promesas sin que su obra le acabara de asegurar del todo una plaza indiscutible en la lista de los maestros consagrados, él, que nunca antes había recurrido a vivir como se supone que la gente espera que viva un pintor, intentó imponerse al destino adoptando modos de genio de manual, una estúpida combinación de vida desordenada —dormir de día, trabajar de noche, desayunar a la hora de merendar, cenar tortilla de patatas recubierta de caviar barato—, promiscuidad sexual —llegó a tener una amante fija disfrazada de discípula invitada que prácticamente vivía con nosotros, una joven estudiante de Bellas Artes de origen vietnamita a la que él llamaba Minnie, como la novia de Mickey
Mouse, y con la que una vez llegó a proponerme que nos acostáramos, un proyecto que debió abandonar enseguida, porque le contesté con una bofetada que le debió de asombrar hasta tal punto que no Logró devolvérmela ni siquiera de palabra—, y discurso sistemáticamente heterodoxo — conviene decir siempre algo muy original aunque sea una tontería—, que le sentaba fatal, por lo menos a mis ojos, que maduraron muy deprisa en poco tiempo ante la representación cotidiana de aquella tosca impostura.
La deserción masiva de padres y hermanos me precipitó en una versión específicamente íntima de una soledad que no había llegado a sentir del todo hasta entonces, mientras continuaba unida a Madrid por una suerte de invisible, invencible cordón umbilical que no me había consentido todavía una maniobra tan simple como dar una vuelta completa para mirar lo que ocurría a mi alrededor. Cuando por fin me atreví a intentarlo, comprobé con menos estupor del previsible que, aun escogiendo la dirección al azar, sólo podía ver detalles de un edificio que se estaba cayendo a trozos, y que sin embargo, y eso era peor y mucho más pasmoso, mi propia ruina no me resultaba un espectáculo tan desagradable. Al principio pensé en hablar seriamente con Félix, pero acabé por comprender que ninguna huida sería tan insensata como volver a empezar con un hombre que apenas lograba ya brillar en la memoria de una muchacha irreconocible en los perfiles de un ama de casa demasiado joven, con una niña demasiado pequeña, un marido demasiado egocéntrico, y un futuro demasiado largo para admitir soluciones eficaces. Todo eso lo sabía bien, y sin embargo, nada resultó fácil.
Durante un par de años, tras instalarme de nuevo en Madrid, tuve la sensación de que había transportado sin querer, desde mi vida anterior, una extraña capacidad para desintegrar cualquier cosa que tocara, porque la realidad seguía moviéndose sin parar, y todo cambiaba demasiado deprisa a mi alrededor. El paso del tiempo se encargó de demostrarme que aquel aparente vértigo no era más que un efecto óptico generado por mi propia inmovilidad, porque todo cambiaba y se movía sólo para encontrar un lugar definitivo, y antes o después, cada cosa logró acoplarse en un hueco más o menos ajustado a su medida, todo acabó encajando, todo, salvo mi vida.
Ése era el tema de conversación favorito de mi madre, y la gran amenaza que pendía sobre lo mejor de mi cena, el monstruoso caparazón rojizo relleno de una indefinible sustancia de aspecto semejante al cieno, en la que navegaban pequeños pedazos de esa materia rugosa de relieve casi cerebral y color muy vivo que se suele llamar coral y se eleva, en mi opinión, sobre todos los demás productos comestibles de este mundo hasta el rango de lo esencialmente delicioso. Eso me estaba jugando mientras mi madre, negándose a cualquier impulso de misericordia, volvía a la carga con lo de siempre.
—Es culpa vuestra, desde luego… —dejó caer mientras despojaba de su cáscara una pata de centollo con una delicadeza no por ensayadísima menos admirable—. No sé para qué os sirve ser tan listas, si después sois incapaces de comprender que estáis echando a los hombres a perder…
—No digas tonterías, mamá —opuse, sin grandes energías.
—Por supuesto que no, lo que digo es la pura verdad… Y lo tuyo es una verdadera pena, hija, porque… Tú todavía tienes una oportunidad, estoy segura.
—¿Una oportunidad de qué? —la clarividencia nunca ha formado parte del limitado patrimonio de mis habilidades, pero a aquellas alturas, mientras me despedía definitivamente de mi apetito, ya ni siquiera tenía sentido invocarla—. ¿Para qué, mamá?
El sonido de mi voz, apagado y opaco, apenas traducía una mínima porción del cansancio al que había sucumbido en un instante. Ella lo sabía, porque no entendía nada, pero era capaz de anticipar mis reacciones por pura repetición, tantas veces nos habíamos estancado en los mismos silencios.
—No voy a volver con Félix, mamá. —Hice una pequeña pausa y sonreí, como una garantía de que mi postura no tenía nada que ver con ella—. Olvídalo. No voy a volver nunca con él.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «Atlas de geografía humana»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Atlas de geografía humana» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «Atlas de geografía humana» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.