Array Array - Atlas de geografía humana

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—¿No?

—No. Y lo sabes de sobra. ¿Quieres otra copa?

Le enseñé mi vaso, lleno aún hasta la mitad, y 61 rellenó el suyo con mucha parsimonia.

—Si lo prefieres, puedo empezar por el final —dijo luego, y me miró a los ojos, que yo le negué enseguida, valorando a ciegas aquella oferta tan apacible en apariencia que parecía entrañar sin embargo alguna misteriosa clase de amenaza, y me hubiera gustado tener valor para aceptarla, aunque sólo fuera por acabar antes, por liquidar aquella escena que seguía sin gustarme nada, pero mi cabeza dijo que no, y cuando abrí los ojos de nuevo tuve la impresión de que él me agradecía la

negativa—. Bueno, pues estudié en los Escolapios, como sabes, saqué buenas notas, fui más o menos un buen hijo, más o menos un buen hermano, me enamoré platónicamente de Claudia Cardinale, como la mitad del mundo, empecé a hacerme pajas a los doce años y a los quince estrené un abrigo loden de color verde que acabó de convertirme en el pijo perfecto, de los pies, donde solía llevar unos mocasines de piel color vino, como decíamos entonces, a la cabeza, que me peinaba con medio tubo de brillantina, pese a lo cual, como también sabes, soy milagrosamente el único de mis hermanos que no se está quedando calvo. A lo mejor, la política, aparte de cambiarme la vida, me salvó la cabellera, porque a mitad de COU abandoné todos los fastos de este mundo, loden incluido, por amor a Cristo.

—Y al padre Ercilla —apunté, dando mi primera copa por concluida para empezar inmediatamente con la segunda, que me proporcionó un precario estado de bienestar que crecería al mismo ritmo que mi capacidad para divertirme con el primer episodio de aquel monólogo de incomprensibles propósitos.

—No —sonrió—, al padre Ercilla no le amé nunca. Le admiraba, solamente, pero le admiraba muchísimo, eso sí. Era mi profesor de Religión, y daba unas clases sorprendentes, fascinantes, recitando a Brecht de vez en cuando y hablando siempre de la injusticia, de la pobreza, de la desigualdad, y hasta de las iniquidades del capitalismo. Se convirtieron en mis clases favoritas. Me tiraba horas enteras pensando en lo que nos contaba y preparando mentalmente mis intervenciones, que llegaron a ser tan numerosas que mis amigos llegaron casi a cogerme manía. Entonces me enteré de que él se reunía con un grupo de alumnos con…, digamos inquietudes, fuera del horario de clase, algo así como la Legión de María pero en versión social… —mis labios, que se habían ido curvando solos hasta dibujar una sonrisa, dejaron escapar una breve risita—, no te rías, era todo muy serio. Había reuniones teóricas y expediciones de carácter práctico, que al principio casi me gustaban menos que las otras, porque me sentía muy perdido en aquellos barrios remotos, donde la gente vivía tan mal, era todo tan pobre que acababa deprimiéndome, las mujeres de la edad de mi madre parecían mis abuelas, siempre vestidas de negro, con aquellos pañuelos atados en la barbilla, y sus maridos me daban la impresión de no haber dejado nunca de trabajar en el campo, por más que supiera que eso era imposible, porque tenían la piel muy oscura, y arrugada, y las uñas sucias, y llevaban boina… Tú nunca viste gente así, por muy comunista que fuera tu padre.

—No —admití—, eso es verdad.

—Claro que, a cambio, también eres mucho más religiosa que yo, así que no necesitabas ver para creer, pero yo sí, yo tuve que ver muchos niños descalzos en invierno, y muchas chabolas sin agua y sin luz eléctrica, y muchos hombres que vivían escondiéndose de la policía, antes de acabar de creerme lo que estaba viendo. Luego todo empezó a resultarme más fácil. Les llevábamos lo que podíamos, dinero, ropa usada, hasta comida, y el padre Ercilla hablaba con ellos, se enteraba de lo que necesitaba cada familia, intentaba organizados, resolver los problemas que surgían. Era un tío cojonudo, en serio, eso lo sigo pensando todavía, pero era cura, y por supuesto también decía misa en un altar improvisado en una casa, o en plena calle cuando hacia buen tiempo, porque aquella gente no estaba ni siquiera asignada a una parroquia, así que muchas familias no nos recibían bien, y otras ni siquiera nos abrían la puerta. Uno de nuestros enemigos más feroces era un hombre de la edad de mi padre, más o menos, que se había quedado sin trabajo porque siempre estaba borracho, o estaba siempre borracho porque se había quedado sin trabajo, vete a saber, nunca logré averiguar cuál era la causa y cuál el efecto. Se llamaba Fausto y cuando nos veía, nos insultaba y hasta nos tiraba piedras. Tenía una hija un poco mayor que yo, una chica muy guapa, muy muy guapa, que se llamaba Lucía, un nombre rarísimo en aquel barrio donde todas las niñas se llamaban Socorro, Antonia, o Juanita, cosas así, que entonces me parecían como de pueblo. Pero no me fijé en ella por su nombre, la verdad, sino porque estaba buenísima, pero buenísima, en serio, y además parecía una mujer mayor, tenía diecinueve años pero siempre iba muy arreglada, muy pintada, con las uñas rojas, y el pelo largo, y medias negras, con tacones, unos zapatos muy gastados, muy feos, pero muy limpios. Era imposible no fijarse en ella, porque tenía unas piernas de puta madre, unas tetas

enormes y un culo acojonante, era todo cuerpo, y unos ojos negros, inmensos, que brillaban mucho, siempre… —entonces se detuvo para mirarme—. Esto no te lo sabes.

—No, porque nunca me lo has contado.

—No podía —y antes de que pudiera preguntarle por qué, él mismo me lo explicó—. Me porté con ella como un cabrón. No me interesaba que lo supieras.

Aproveché esta pausa para mirarle, para intentar imaginar su fragilidad, su desconcierto, aquel voluntarioso afán de ser otro, alguien mejor, distinto, que había funcionado como motor de una metamorfosis que yo conocía tan bien, tan minuciosamente la había escuchado mil veces de sus mismos labios, como para dudar ahora de la eficacia de mis propios oídos, y tuve ganas de echarme a reír, de interrumpirle con cualquier frase hecha, venga ya, no te tires el rollo, pero sentí una curiosidad instantánea por la historia que podía haber llegado a inspirar aquella extravagante confesión, tan abrupta, tan brutal, tan increíble, y además, no conseguí descifrar del todo la expresión del rostro de mi marido. Porque Martín me miraba también desde su cara angulosa, levemente irregular, el pelo uniformemente oscuro todavía, las cejas muy anchas, sus raros ojos pardos de color animal, ojos de gran felino, instalados en un lugar extraño, a medio camino entre la nostalgia y la ironía, entre la obligación y el placer de recordar, una inaudita secuencia de luces que no cambió ni un ápice cuando por fin se decidió a seguir hablando.

—Todas las chicas de aquel barrio zumbaban a nuestro alrededor como un enjambre de abejas furiosas, persiguiéndonos corno si estuvieran convencidas de que éramos su salvación. Eso era exactamente lo que debíamos parecerles, un montón de niños ricos, bien vestidos, con dinero y mucha mala conciencia, la universidad por delante, y por detrás, una familia capaz de financiar cualquier sueño de unas niñas que se habían criado sin nada, o mejor dicho, con el deseo desesperado de una diadema para el pelo, unos pendientes con perlas, un traje de Primera Comunión y cosas por el estilo, las más tontas de las que les sobraban a mis hermanas. Suena a panfleto barato, pero así era el mundo, y el padre Ercilla apenas tenía una idea remota del envilecimiento moral al que nos exponía con esa ambición suya de redimir a todos los pobres de Madrid. Porque era difícil resistirse, ¿sabes?, por mucho amor a Cristo que uno sintiera, por muy buena voluntad que uno pusiera, por muy consciente que uno llegara ser de la injusticia, de los males de la pobreza, de las virtudes de la caridad, es que no había manera de resistirse, o por lo menos yo no la encontré, ésa es la verdad. Al principio, ellas se conformaban con que las invitaras a merendar, un batido de chocolate y un curasán decían, y con eso se ponían como locas, porque no pasaban hambre en casa, pero nunca veían un bollo, ni bombones, ni pasteles, esa clase de lujos superfluos, y estaban hasta las tetas de comer cocido todos los días, como es natural… Por ahí empezábamos los chicos del cura, como nos llamaban, por ahí empecé yo, un batido de chocolate y un curasán, la primera chica a la que invité se llamaba Socorrito, por eso me he acordado antes de su nombre, pero era bastante fea, la pobre, no me gustaba nada, y ella debió de darse cuenta porque no quiso ir más allá… Entonces yo ya me había enterado de que algunos de mis compañeros de aventuras, no todos desde luego, porque la mayoría eran auténticos meapilas que se rifaban el privilegio de hacer de monaguillos en las misas del colegio, pero algunos, los más mayores y los más concienciados políticamente, los que ya habían empezado la carrera pero seguían en el grupo del padre Ercilla porque no habían encontrado todavía un sitio mejor donde militar, estaban medio liados con algunas de las chicas de aquel barrio. Los más beatos hacían circular historias confusas de pecados mortales, una vez habían pillado a Fulanito con la bragueta abierta besándose con la hija de la dueña del bar detrás de una tapia, otra vez habían visto a Menganito en la Gran Vía abrazando a otra de aquellas chicas, cosas así… En las reuniones teóricas que celebrábamos antes de ponernos en marcha, el padre nos soltaba unos discursos terribles, en los que afirmaba que no podía concebirse nada más vil que explotar a los necesitados, y nos prevenía contra la tentación de abusar de aquellas pobres muchachas que apenas tenían más patrimonio que su cuerpo. No sé a los demás, pero a mí, aquella última frase me ponía cachondo. Luego nos poníamos el abrigo y, ¡hala!, a hacer caridad. El pobre padre Ercilla no veía más allá de su propia santidad, y no estaba dispuesto a

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