Array Array - Los aires dificiles
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¿Qué tal estamos? ¿Cómo sigue Sebastiana?
¿Y los hijos?
—Bien, bien, todos bien…
–musitaba él, avanzando su mano de dedos toscos, rasguñados, secos de escoria
de plomo, en la dirección que señalaba el guante afilado y ligero, como sin carne
dentro, que ella le tendía desde la manga de su abrigo–. Muchas gracias.
Arcadio Gómez Gómez nunca llevaba abrigo. En invierno, cuando hacía mucho
frío, se ponía un jersey verde oscuro de lana gorda, tejido a mano y muy bien
remendado en un par de sitios con un nudo tan diminuto que no se advertía a
simple vista, debajo de una especie de capote que conservaba un aire vagamente
militar a pesar de sus botones de pasta negra y del aspecto frágil de un tejido
delgado, tieso, recubierto por una pátina blanquecina que parecía una lámina de
cartón translúcido. En los días de lluvia, Arcadio se levantaba las solapas, dejando
a la vista dos pequeños fragmentos de una tela distinta, con pelo, más corriente.
Una vez, su hija se atrevió a preguntarle de dónde había sacado ese abrigo tan
raro y él no quiso contestar al principio.
—No es tan raro –le aclaró después, cuando ella ya no esperaba ninguna
respuesta–. Lo que pasa es que tu madre lo descosió y le dio la vuelta. Esto era el
forro.
—¡Ah! –aceptó la niña–. ¿Y por qué hizo eso?
—Porque sí.
No hablaba mucho, pero encontraba otras maneras de expresarse.
Los domingos, cuando doña Sara le dejaba a solas con su hija, siemprela
levantaba en vilo para mirarla un momento de frente y abrazarla después, con
todas sus fuerzas y una dosis justa de delicadeza. La rodeaba con los brazos
extendidos hasta tocar con la punta de los dedos los costados de su propia ropa,
y la apretaba como si pudiera absorberla, llevarla dentro de él, mezclarse con ella
en un solo cuerpo, poniendo mucho cuidado en no hacerle daño. Luego, cuando
la niña cruzaba las piernas alrededor de su cintura para lograr una cierta
estabilidad, posaba la cara en su cabeza y la llamaba en voz muy baja, Sari, esa
abreviatura que a su madrina le sacaba de quicio y a ella también le parecía
feísima hasta que volvía a escucharla en aquella voz ronca y caliente que rezaba en el borde de su oreja, Sari, dos sílabas que luego, cuando fuera ya una mujer normal, una adulta como tantas otras, no podría recordar sin un nudo en la garganta. Entonces no. Entonces se limitaba a mirar al fondo de aquellos ojos acuáticos que respondían a la luz con reflejos distintos, y a veces eran pardos, y a veces castaños, y siempre lejanamente verdosos, un temblor que habría encontrado un duplicado perfecto en el fondo de sus propios ojos si no fuera por la huella polvorienta de dos series de arrugas repetidas y simétricas como cicatrices, que arrancaban de la comisura de los párpados para enlazar, más allá de los pómulos, con las que surcaban en paralelo sus mejillas. En aquel rostro apagado, que apenas contrastaba con el pelo rizado y ceniciento –dos cabellos blancos por cada cabello negro–, que enmarcaba su frente, sólo la boca, unos labios gruesos y carnosos que ella no había tenido la suerte de heredar, conservaba la memoria de su verdadera edad. Arcadio Gómez Gómez no había cumplido todavía cuarenta años en 1947, cuando nació su hija pequeña, la quinta, a la que le hubiera gustado llamar Adela, como se había llamado su propia madre.Sin embargo, esa niña que se llamó Sara, igual que su madrina, siempre creería ir al encuentro de un viejo cada domingo por la mañana. Él la cogía de la mano con firmeza y la apretaba en los cruces contra su palma áspera hasta que llegaban a la boca del metro.
Allí, hasta que cumplió por lo menos nueve años, volvía a cogerla en brazos para bajar las escaleras.
La taquillera estaba acostumbrada a verles pasar todas las semanas, pero de vez en cuando algún curioso se quedaba atrapado en la extraña pareja que componían y seguía sus pasos con la mirada, sin lograr adivinar qué vínculos unían a aquel hombre oscuro con la niña luminosa que caminaba a su lado. Sin embargo, esos destellos de extrañeza ajena, en los que Sara percibía un reflejo de su propia extrañeza, se iban deshilachando en cada parada, como el reflejo de la luz de neón se desvanecía sobre el cristal de las ventanillas cuando el tren volvía a ponerse en marcha, y al llegar a Sol, el vagón estaba ya tan abarrotado de personas que empujaban a la vez para salir a tiempo, que nadie miraba más allá de la punta de sus propios pies. Ése era el terreno de Arcadio, que maniobraba con habilidad, llevándola en volandas para depositarla sana y salva en el andén, sin que ella llegara a darse mucha cuenta de cómo había escapado a los codazos y los achuchones que hacían tambalearse a otros pasajeros. Al fin y al cabo, esa perpetua sensación de inmunidad le resultaba tan natural como las misteriosas excursiones de los domingos. Antes de aprender a andar, ya la habían enseñado a volar sobre el escarpado perfil de la realidad, sosteniendo los inmaculados picos de su ropa con la punta de los dedos.
La realidad la esperaba más allá del último escalón de la boca de metro de la Puerta del Sol pero, mientras pudo eludir su tenacidad, nunca acertó a reconocerla.
Caminaba de la mano de su padresin acabar de saber qué significaba esa palabra, aceptaba la concentrada ternura de sus gestos como un premio tibio y triste que
no era consciente de merecer, y todo lo demás compartía esa brumosa indefinición de lo que existe sólo a medias, como las letras de las canciones, o los niños retratados en fotografías antiguas, o las reglas de los juegos del patio del colegio. Avanzaba a través del desorden de aquellas calles retorcidas y sucias como si acabara de penetrar en el argumento de una película, y lo miraba todo con la liviana curiosidad de una transeúnte, una espectadora casual, predispuesta a olvidar deprisa cuanto veía. Aquel barrio abigarrado, denso como un nido de insectos, reventaba de movimiento y de color, pero ella fundía instintivamente todos los tonos en un sofocante y uniforme fondo sepia, como el polvo que se posaba en cada rincón, en las persianas de listones de madera que cabalgaban sobre la barandilla de los balcones, en los escaparates de las diminutas lecherías que apenas exhibían un par de botellas vacías y una cesta de huevos sobre un mármol rajado, en el suelo de baldosines rojos y blancos que se vislumbraba tras el umbral de las tabernas, y en las ropas de esos mutilados que pedían limosna en las aceras y a veces, cuando se daban cuenta de que les tenía miedo, la asustaban sólo para divertirse, tendiendo bruscamente hacia ella esa especie de tapones gigantescos que usaban para impulsarse cuando no tenían piernas o levantando un brazo de repente para señalarla con el muñón en el que acababa abruptamente, a la altura del codo. Su padre saludaba por su nombre de pila a los que conocía, y sonreía a los demás, pero ponía más atención en esquivar a algunas mujeres muy pintadas, que se reunían en grupos de dos o tres en ciertas esquinas que a Sara siempre le parecían distintas de aquellas en las que las había visto el domingo anterior.—Bueno, ya hemos llegado –Arcadio saludaba con estas palabras la fachada del palacio de Santa Cruz, cuya severa, vetusta belleza, era estrictamente incompatible con la pulida modernidad de la que provenía su hija, y ella prefería esperarle en la acera, mirando aquella mansión sombría de torres afiladas, más propias de la vivienda de una bruja, mientras él entraba en una tasca a recoger su garrafa de cristal, rellena con un litro de vino tinto–. Hala, vámonos a casa…
Arcadio Gómez Gómez y Sebastiana Morales Pereira vivían en la calle Concepción Jerónima, en un edificio que se caía a trozos, junto al Ministerio de Asuntos Exteriores. La fachada, del color indefinido de la suciedad y el abandono, mostraba sus heridas con la serena complacencia de un leproso, desconchones superficiales, con los rebordes resecos, desprendidos del fondo, y otros más profundos, que en algunos lugares revelaban una amalgama grisácea que una vez debió de ser yeso o desnudaban la pared hasta dejar a la vista su esqueleto de ladrillo. Junto a uno de los balcones del primer piso se distinguían aún las huellas de un tiroteo. Debajo estaba el portal, con su puerta de madera repintada de marrón y una cerradura tan antigua que se abría con una llave de hierro grande y oxidada, con el extremo en forma de trébol. Arcadio, que siempre la llevaba en el bolsillo, tenía que luchar un rato con ella antes de entrar en un pasillo oscuro y húmedo que iluminaba inmediatamente para su hija, tanteando en la pared hasta dar con el interruptor que encendía una bombilla suelta, moribunda de luz amarilla. La escalera estaba al fondo, con sus peldaños de madera desgastada,
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