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Isabel Allende: LOS CUENTOS DE EVA LUNA

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Isabel Allende LOS CUENTOS DE EVA LUNA

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El Benefactor partió a la capital sin Marcia. Le dejó media docena de soldados para vigilar la propiedad y algunos empleados para su servicio, y le prometió que mantendría el camino en buenas condiciones, para que ella recibiera sus regalos, las provisiones, el correo y algunos periódicos. Aseguró que la visitaría a menudo, tanto como sus obligaciones de Jefe de Estado se lo permitieran, pero al despedirse ambos sabían que no volverían a encontrarse. La caravana del Benefactor se perdió tras los helechos y por un momento el silencio rodeó al Palacio de Verano. Marcia se sintió verdaderamente libre por primera vez en su existencia. Se quitó las horquillas que le sujetaban el pelo en un moño y sacudió la cabeza. Los guardias se desabrocharon las chaquetas y se despojaron de sus armas, mientras los empleados partían a colgar sus hamacas en los rincones más frescos.

Desde las sombras los indios habían observado a los visitantes durante esas dos semanas. Sin dejarse engañar por la piel clara y el estupendo cabello crespo de Marcia Lieberman, la reconocieron como una de ellos pero no se atrevieron a materializarse en su presencia porquee llevaban siglos en la clandestinidad. Después de la partida del anciano y su séquito, ellos volvieron sigilosos a ocupar el espacio donde habían existido por generaciones. Marcia intuyó que nunca estaba sola, por donde iba mil ojos la seguían, a su alrededor brotaba un murmullo constante, un aliento tibio, una pulsación rítmica, pero no tuvo temor, por el contrario, se sintió protegida por duendes amables. Se acostumbró a pequeñas perturbaciones; uno de sus vestidos desaparecía por varios días y de pronto amanecía en una cesta a los pies de la cama, alguien devoraba su cena poco antes que ella entrara al comedor, se robaban sus acuarelas y sus libros, sobre su mesa aparecían orquídeas recién cortadas, algunas tardes su bañera la esperaba con hojas de yerbabuena flotando en el agua fresca, se escuchaban las notas de los pianos en los salones vacíos, jadeos de amantes en los armarios, voces de niños en el entretecho. Los empleados no tenían explicación para estos trastornos y muy pronto ella dejó de hacerles preguntas porque imaginó que ellos también eran parte de esa benevolente conspiración. Una noche esperó agazapada con una linterna entre las cortinas, y al sentir un golpeteo de pies sobre el mármol encendió la luz. Le pareció ver unas siluetas desnudas, que por un instante le devolvieron una mirada mansa y enseguida se esfumaron. Los llamó en español, pero nadie le respondió. Comprendió que necesitaría inmensa paciencia para descubrir esos misterios, pero no le importó, porque tenía el resto de su vida por delante.

Algunos años después el país fue sacudido con la noticia de que la dictadura había terminado por una causa sorprendente: El Benefactor había muerto. A pesar de que ya era un anciano reducido sólo a huesos y pellejo y desde hacía meses estaba pudriéndose en su uniforme, en realidad muy pocos imaginaban que ese hombre fuera mortal. Nadie se acordaba del tiempo anterior a él, llevaba tantas décadas en el poder que el pueblo se acostumbró a considerarlo un mal inevitable, como el clima. Los ecos de¡ funeral demoraron un poco en llegar al Palacio de Verano. Para entonces casi todos los guardias y los sirvientes, cansados de esperar un relevo que nunca llegó, habían desertado de sus puestos. Marcia Lieberman escuchó las nuevas sin alterarse. En realidad tuvo que hacer un esfuerzo por recordar su pasado, lo que había más allá de la selva y a ese anciano con ojillos de halcón que había trastornado su destino. Se dio

cuenta de que con la muerte del tirano desaparecerían las razones para permanecer oculta, ahora podía regresar a la civilización, donde seguramente a nadie le importaba ya el escándolo de su rapto, pero desechó pronto esa idea, por–que no había nada fuera de esa región enmarañada que le interesara. Su vida transcurría apacible entre los indios, inmersa en esa naturaleza verde, apenas vestida con una túnica, el cabello corto, adornada con tatuajes y plumas. Era totalmente feliz.

Una generación más tarde, cuando la democracia se había establecido en el país y de la larga historia de dictadores no quedaba sino un rastro en los libros escolares, alguien se acordó de la villa de mármol y propuso recuperarla para fundar una Academia de Arte. El Congreso de la República envió una comisión para redactar un informe, pero los automóviles se perdieron por el camino y cuando por fin llegaron a San Jerónimo, nadie supo decirles dónde estaba el Palacio de Verano. Trataron de seguir los rieles del ferrocarril, pero habían sido arrancados de los durmientes y la vegetación había borrado sus huellas. El Congreso envió entonces un destacamento de exploradores y un par de ingenieros militares que volaron sobre la zona en helicóptero, pero la vegetación era tan espesa que tampoco ellos pudieron dar con el lugar. Los rastros del Palacio se confundieron en la memoria de la gente y en los archivos municipales, la noción de su existencia se convirtió en un chisme de comadres, los informes fueron tragados por la burocracia y como la patria tenía problemas más urgentes, el proyecto de la Academia de Arte fue postergado.

Ahora han construido una carretera que une San Jerónimo con el resto del país. Dicen los viajeros que a veces, después de una tormenta, cuando el aire está húmedo y cargado de electricidad, surge de pronto junto al camino un blanco palacio de mármol, que por breves instantes permanece suspendido a cierta altura, como un espejismo, y luego desaparece sin ruido.

DE BARRO ESTAMOS HECHOS

Descubrieron la cabeza de la niña asomada en el lodazal, con los ojos abiertos, llamando sin voz. Tenía un nombre de Primera Comunión, Azucena. En aquel interminable cementerio, donde el olor de los muertos atraía a los buitres más remotos y donde los llantos de los huérfanos y los lamentos de los heridos llenaban el aire, esa muchacha obstinada en vivir se convirtió en el símbolo de la tragedia. Tanto transmitieron las cámaras la visión insoportable de su cabeza brotando del barro, como una negra calabaza, que nadie se quedó sin conocerla ni nombrarla. Y siempre que la vimos aparecer en la pantalla, atrás estaba Rolf Carlé, quien llegó al lugar atraído por la noticia, sin sospechar que allí encontraría un trozo de su pasado, perdido treinta años atrás.

Primero fue un sollozo subterráneo que remeció los campos de algodón, encrespándolos como una espumosa ola. Los geólogos habían instalado sus máquinas de medir con semanas de anticipación y ya sabían que la montaña había despertado otra vez. Desde hacía mucho pronosticaban que el calor de la erupción podía desprender los hielos eternos de las laderas del volcán, pero nadie hizo caso de esas advertencias, porque sonaban a cuento de viejas. Los pueblos del valle continuaron su existencia sordos a los quejidos de la tierra, hasta la noche de ese miércoles de noviembre aciago, cuando un largo rugido anunció el fin del mundo y las paredes de nieve se desprendieron, rodando en un alud de barro, piedras y agua que cayó sobre las aldeas, sepultándolas bajo metros insondables del vómito telúrico. Apenas lograron sacudirse la parálisis del primer espanto, los sobrevivientes comprobaron que las casas, las plazas, las iglesias, las blancas plantaciones de algodón, los sombríos bosques del café y los potreros de los toros sementales habían desaparecido. Mucho después, cuando llegaron los voluntarios y los soldados a rescatar a los vivos y sacar la cuenta de la magnitud del cataclismo, calcularon que bajo el lodo había más de veinte mil seres humanos y un número impreciso de bestias, pudriéndose en un caldo viscoso. También habían sido derrotados los bosques y los ríos y no quedaba a la vista sino un inmenso desierto de barro.

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