Isabel Allende - LOS CUENTOS DE EVA LUNA
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agobiante, como una gran piedra cargada a la espalda. En los años siguientes, los indios que no murieron en la esclavitud o bajo los diversos suplicios destinados a implantar otros dioses, o víctimas de enfermedades desconocidas, se dispersaron selva adentro y poco a poco perdieron hasta el nombre de su pueblo. Siempre ocultos, como sombras entre el follaje, se mantuvieron por siglos hablando en susurros y movilizándose de noche. Llegaron a ser tan diestros en el arte del disimulo, que no los registró la historia y hoy día no hay pruebas de su paso por la vida. Los libros no los mencionan, pero los campesinos de la región dicen que los han escuchado en el bosque y cada vez que empieza a crecerle la barriga a una joven soltera y no pueden señalar al seductor, le atribuyen el niño al espíritu de un indio concupiscente. La gente del lugar se enorgullece de llevar algunas gotas de sangre de aquellos seres invisibles, en medio del torrente mezclado de pirata inglés, de soldado español, de esclavo africano, de aventurero en busca de El Dorado y después de cuanto inmigrante atinó a llegar por esos lados con su alforja al hombro y la cabeza llena de ilusiones.
Europa consumía más café, cacao y bananas de lo que podíamos producir, pero toda esa demanda no nos trajo bonanza, seguimos siendo tan pobres como siempre. La situación dio un vuelco cuando un negro de la costa clavó un pico en el suelo para hacer un pozo y le saltó un chorro de petróleo a la cara. Hacia el final de la Primera Guerra Mundial se había propagado la idea de que éste era un país próspero, aunque casi todos sus habitantes todavía arrastraban los pies en el barro. En verdad el oro sólo llenaba las arcas del Benefactor y de su séquito, pero cabía la esperanza de que algún día rebasaría algo para el pueblo. Se cumplían dos décadas de democracia totalitaria, como llamaba el Presidente Vitalicio a su gobierno, durante los cuales todo asomo de subversión había sido aplastado, para su mayor gloria. En la capital se veían síntomas de progreso, coches a motor, cinematógrafos, heladerías, un hipódromo y un teatro donde se presentaban espectáculos traídos de Nueva York o de París. Cada día atracaban en el puerto decenas de barcos que se llevaban el petróleo y otros que traían novedades, pero el resto del territorio continuaba sumido en una modorra de siglos.
Un día la gente de San Jerónimo despertó de la siesta con los tremendos martillazos que presidieron la llegada del ferrocarril. Los rieles unirían la capital con ese villorrio, escogido por El Benefactor para construir su Palacio de Verano, al estilo de los monarcas europeos, a pesar de que nadie sabía distinguir el verano del invierno, todo el año transcurría en la húmeda y quemante respiración de la naturaleza. La única razón para levantar allí aquella obra monumental era que un naturalista belga afirmó que si el mito del Paraíso terrenal tenía algún fundamento, debió hallarse en ese lugar, donde el paisaje era de una belleza portentosa. Según sus observaciones el bosque albergaba más de mil variedades de pájaros multicolores y toda suerte de orquídeas silvestres, desde las Brassias, tan grandes como un sombrero, hasta las diminutas Pleurothallis, visibles sólo bajo una lupa.
La idea del palacio partió de unos constructores italianos, quienes se presentaron ante Su Excelencia con los planos de una abigarrada villa de mármol, un laberinto de innumerables columnas, anchos corredores, escaleras curvas, arcos, bóvedas y
capiteles, salones, cocinas, dormitorios y más de treinta baños decorados con llaves de oro y plata. El ferrocarril era la primera etapa de la obra, indispensable para transportar hasta ese apartado rincón del mapa las toneladas de materiales y los cientos de obreros, más los capataces y artesanos traídos de Italia. La faena de levantar aquel rompecabezas duró cuatro años, alteró la flora y la fauna y tuvo un costo tan elevado como todos los barcos de guerra de la flota nacional, pero se pagó puntualmente con el oscuro aceite de la tierra, y el día del aniversario de la Gloriosa Toma del Poder cortaron la cinta que inauguraba el Palacio de Verano. Para esa ocasión la locomotora del tren fue decorada con los colores de la bandera y los *Vagones de carga fueron reemplazados por coches de pasajeros forrados en felpa y cuero inglés, donde viajaron los invitados en traje de gala, incluyendo algunos miembros de la más antigua aristocracia, que si bien detestaban a ese andino desalmado que había usurpado el gobierno, no osaron rechazar su invitación.
El Benefactor era hombre tosco, de costumbres campesinas, se bañaba en agua fría, dormía sobre un petate en el suelo con su pistolón al alcance de la mano y las botas puestas, se alimentaba de carne asada y maíz, sólo bebía agua y café. Su único lujo eran los cigarros de tabaco negro, todos los demás le parecían vicios de degenerados o maricones, incluyendo el alcohol, que miraba con malos ojos y rara vez ofrecía en su mesa. Sin embargo, con el tiempo tuvo que aceptar algunos refinamientos a su alrededor, porque comprendió la necesidad de impresionar a los diplomáticos y otros eminentes visitantes, no fueran ellos a darle en el extranjero fama de bárbaro. No tenía una esposa que influyera en su comportamiento espartano. Consideraba el amor como una debilidad peligrosa, estaba convencido de que todas las mujeres, excepto su propia madre, eran potencialmente perversas y lo más prudente era mantenerlas a cierta distancia. Decía que un hombre dormido en un abrazo amoroso resultaba tan vulnerable como un sietemesino, por lo mismo exigía que sus generales habitaran en los cuarteles, limitando su vida familiar a visitas esporádícas. Ninguna mujer había pasado una noche completa en su cama ni podía vanagloriarse de algo más que de un encuentro apresurado, ninguna le dejó huellas perdurables hasta que Marcia Lieberman apareció en su destino.
La fiesta de inauguración del Palacio de Verano fue un acontecimiento en los anales del
gobierno del Benefactor. Durante dos días y sus noches las orquestas se turnaron para tocar los ritmos de moda y los cocineros prepararon un banquete inacabable. Las mulatas más bellas del Caribe, ataviadas con espléndidos vestidos fabricados para la ocasión, bailaron en los salones con militares que jamás habían participado en batalla alguna, pero tenían el pecho cubierto de medallas. Hubo toda clase de diversiones: cantantes traídos de La Habana y Nueva Orleáns, bailadoras de flamenco, magos, juglares y trapecistas, partidas de naipes y dominó y hasta una cacería de conejos, que los sirvientes sacaron de sus jaulas para echarlos a correr, y que los huéspedes perseguían con galgos de raza, todo lo cual culminó cuando un gracioso mató a escopetazos los cisnes de cuello negro de la laguna. Algunos invitados cayeron rendidos sobre los muebles, borrachos de cumbias y licor, mientras otros se lanzaron vestidos a la piscina o se dispersaron en parejas por las habitaciones, El Benefactor no quiso conocer los detalles. Después de dar la bienvenida a sus huéspedes con un breve discurso e iniciar el baile del brazo de la dama de mayor Jerarquía, había regresado a la capital sin despedirse de nadie. Las fiestas lo ponían de mal humor. Al tercer día el tren hizo el viaje de vuelta llevándose a los comensales extenuados. El Palacio de Verano quedó en estado calamitoso, los baños parecían muladares, las cortinas chorreadas de orines, los muebles despanzurrados y las plantas agónicas en sus maceteros. Los empleados necesitaron una semana para limpiar los restos de aquel huracán.
El Palacio no volvió a ser escenario de bacanales. De tarde en tarde El Benefactor se hacía conducir allí para alejarse de las presiones de su cargo, pero su descanso no duraba más de tres o cuatro días por temor a que en su ausencia creciera la conspiración. El Gobierno requería de su permanente vigilancia para que el poder no se le escurriera entre las manos. En el enorme edificio sólo quedó el personal encargado de su manuntención. Cuando terminó el estrépito de las máquinas de la construcción y del paso del tren, y cuando se acalló el eco de la fiesta inaugural, el paisaje recuperó la calma y de nuevo florecieron las orquídeas y anidaron los pájaros. Los habitantes de San Jerónimo retomaron sus quehaceres habituales y casi lograron olvidar la presencia del Palacio de Verano. Entonces, lentamente, volvieron los indios invisibles a ocupar su territorio.
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