Isabel Allende - LOS CUENTOS DE EVA LUNA
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dientes. Por fin el árabe logró entenderle que quería ver a Tomás Vargas y mandó a buscarlo a la taberna. Lo esperó en la puerta y apenas lo tuvo por delante lo cogió por un brazo y lo encaró con la forastera, sin darle tiempo de reponerse del susto.
— La joven dice que el bebé es tuyo–dijo Riad Halabí con ese tono suave que usaba cuando estaba indignado.
— Eso no se puede probar, turco. Siempre se sabe quién es la madre, pero del padre nunca hay seguridad–replicó el otro confundido, pero con ánimo suficiente para esbozar un guiño de picardía que nadie apreció.
Esta vez la mujer se echó a llorar con entusiasmo, mascullando que no habría viajado de tan lejos si no supiera quién era el padre. Riad Halabí le dijo a Vargas que si no le daba vergüenza, tenía edad para ser abuelo de la muchacha, y si pensaba que otra vez el pueblo iba a sacar la cara por sus pecados estaba en un error, qué se había imaginado, pero cuando el llanto de la joven fue en aumento, agregó lo que todos sabían que diría.
— Está bien, niña, cálmate. Puedes quedarte en mi casa por un tiempo, al menos hasta el nacimiento de la criatura.
Concha Díaz comenzó a sollozar más fuerte y manifestó que no viviría en ninguna parte, sólo con Tomás Vargas, porque para eso había venido. El aire se detuvo en el almacén, se hizo un silencio muy largo, sólo se oían los ventiladores en el techo y el moquilleo de la mujer, sin que nadie se atreviera a decirle que el viejo era casado y tenía seis chiquillos. Por fin Vargas cogió el bulto de la viajera y la ayudó a ponerse de pie.
— Muy bien, Conchita, si eso es lo que quieres, no hay más que hablar. Nos vamos para mi casa ahora mismo–dijo.
Así fue como al volver de su trabajo Antonia Sierra encontró a otra mujer descansando en su hamaca y por primera vez el orgullo no le alcanzó para disimular sus sentimientos. Sus insultos rodaron por la calle principal y el eco llegó hasta la plaza y se metió en todas las casas, anunciando que Concha Díaz era una rata inmunda y que Antonia Sierra le haría la vida imposible hasta devolverla al arroyo de donde nunca debió salir, que si creía que sus hijos iban a vivir bajo el mismo techo con una rabipelada se llevaría una sorpresa, porque ella no era ninguna palurda, y a su marido más le valía andarse con cuidado, porque ella había aguantado mucho sufrimiento y mucha decepción, todo en nombre de sus hijos, pobres inocentes, pero ya estaba bueno, ahora todos iban a ver quién era Antonia Sierra. La rabieta le duró una semana, al cabo de la cual los gritos se tornaron en un continuo murmullo y perdió el último vestigio de su belleza, ya no le quedaba ni la manera de caminar, se arrastraba como una perra apaleada. Los vecinos intentaron explicarle que todo ese lío no era culpa de Concha, sino de Vargas, pero ella no estaba dispuesta a escuchar consejos de templanza o de justicia.
La vida en el rancho de esa familia nunca había sido agradable, pero con la llegada de la concubina se convirtió en un tormento sin tregua. Antonia pasaba las noches acurrucada en la cama de sus hijos, escupiendo maldiciones, mientras al lado roncaba su marido abrazado a la muchacha. Apenas asomaba el sol Antonia debía levantarse, preparar el café y amasar las arepas, mandar a los chiquillos a la escuela, cuidar el huerto, cocinar para los policías, lavar y planchar. Se ocupaba de todas esas tareas como una autómata, mientras del alma le destilaba un rosario de amarguras. Como se negaba a darle comida a su marido, Concha se encargó de hacerlo cuando la otra salía, para no encontrarse con ella ante el fogón de la cocina. Era tanto el odio de Antonia Sierra, que algunos en el pueblo creyeron que acabaría matando a su rival y fueron a pedirle a Riad Halabí y a la Maestra Inés que intervinieran antes de que fuera tarde.
Sin embargo, las cosas no sucedieron de esa manera. Al cabo de dos meses la barriga
de Concha parecía una calabaza, se le habían hinchado tanto las piernas que estaban a punto de reventársele las venas, y lloraba continuamente porque se sentía sola y asustada. Tomás Vargas se cansó de tanta lágrima y decidió ir a su casa sólo a dormir. Ya no fue necesario que las mujeres hicieran turnos para cocinar, Concha perdió el último incentivo para vestirse y se quedó echada en la hamaca mirando el techo, sin ánimo ni para colarse un café. Antonia la ignoró todo el primer día, pero en la noche le mandó un plato de sopa y un vaso de leche caliente con uno de los niños, para que no dijeran que ella dejaba morirse a nadie de hambre bajo su techo. La rutina se repitió y a los pocos días Concha se levantó para comer con los demás. Antonia fingía no verla, pero al menos dejó de lanzar insultos al aire cada vez que la otra pasaba cerca. Poco a poco la derrotó la lástima. Cuando vio que la muchacha estaba cada día más delgada, un pobre espantapájaros con un vientre descomunal y unas ojeras profundas, empezó a matar sus gallinas una por una para darle caldo, y apenas se le acabaron las aves hizo lo que nunca había hecho hasta entonces, fue a pedirle ayuda a Riad Halabí.
— Seis hijos he tenido y varios nacimientos malogrados, pero nunca he visto a nadie enfermarse tanto de preñez–explicó ruborizada-. Está en los huesos, turco, no alcanza a tragarse la comida y ya la está vomitando. No es que a mí me importe, no tengo nada que ver con eso, pero ¿qué le voy a decir a su madre si se me muere? No quiero que me vengan a pedir cuentas después.
Riad Halabí llevó a la enferma en su camioneta al hospital y Antonia los acompañó. Volvieron con una bolsa de píldoras de diferentes colores y un vestido nuevo para Concha, porque el suyo ya no le bajaba de la cintura. La desgracia de la otra mujer forzó a Antonia Sierra a revivir retazos de su juventud, de su primer embarazo y de las mismas violencias que ella soportó. Deseaba, a pesar suyo, que el futuro de Concha Díaz no fuera tan funesto como el propio. Ya no le tenía rabia, sino una callada compasión, y empezó a tratarla como a una hija descarriada, con una autoridad brusca que apenas lograba ocultar su ternura. La joven estaba aterrada al ver las perniciosas transformaciones en su cuerpo, esa deformidad que aumentaba sin control, esa vergüenza de andarse orinando de a poco y de caminar como un ganso, esa repulsión incontrolable y esas ganas de morirse. Algunos días despertaba muy enferma y no podía salir de la cama, entonces Antonia turnaba a los niños para cuidarla mientras ella
partía a cumplir con su trabajo a las carreras, para regresar temprano a atenderla; pero en otras ocasiones Concha amanecía más animosa y cuando Antonia volvía extenuada, se encontraba con la cena lista y la casa limpia. La muchacha le servía un café y se quedaba de pie a su lado, esperando que se lo bebiera, con una mirada líquida de animal agradecido.
El niño nació en el hospital de la ciudad, porque no quiso venir al mundo y tuvieron que abrir a Concha Díaz para sacárselo. Antonia se quedó con ella ocho días, durante los cuales la Maestra Inés se ocupó de sus chiquillos. Las dos mujeres regresaron en la camioneta del almacén y todo Agua Santa salió a darles la bienvenida. La madre venía sonriendo, mientras Antonia exhibía al recién nacido con una algazara de abuela, anunciando que sería bautizado Riad Vargas Díaz, en justo homenaje al turco, porque sin su ayuda la madre no hubiera llegado a tiempo a la maternidad y además fue él quien se hizo cargo de los gastos cuando el padre hizo oídos sordos y se fingió más borracho que de costumbre para no desenterrar su oro.
Antes de dos semanas Tomás Vargas quiso exigirle a Concha Díaz que volviera a su hamaca, a pesar de que la mujer todavía tenía un costurón fresco y un vendaje de guerra en el vientre, pero Antonia Sierra se le puso delante con los brazos en jarra, decidida por primera vez en su existencia a impedir que el viejo hiciera según su capricho. Su marido inició el ademán de quitarse el cinturón para derle los correazos habituales, pero ella no lo dejó terminar el gesto y se le fue encima con tal fiereza, que el hombre retrocedió, sorprendido. Esa vacilación lo perdió, porque ella supo entonces quién era el más fuerte. Entretanto Concha Díaz había dejado a su hijo en un rincón y enarbolaba una pesada vasija de barro, con el propósito evidente de reventársela en la cabeza. El hombre comprendió su desventaja y se fue del rancho lanzando blasfemias. Toda Agua Santa supo lo sucedido porque él mismo se lo contó a las muchachas del prostíbulo, quienes también dijeron que Vargas ya no funcionaba y que todos sus alardes de semental eran pura fanfarronería y ningún fundamento.
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