Isabel Allende - LOS CUENTOS DE EVA LUNA

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Ella era la única mujer joven en toda la extensión de esa tierra, aparte de la dama inglesa, quien sólo cruzaba el cerco de las rosas para matar liebres a escopetazos y en esas ocasiones apenas se alcanzaba a vislumbrar el velo de su sombrero en medio de una polvareda de infierno y un clamor de perros perdigueros. Hermelinda, en cambio, era una hembra cercana y precisa, con una atrevida mezcla de sangre en las venas y muy buena disposición para festejar. Había escogido ese oficio de consuelo por pura y simple vocación, le gustaban casi todos los hombres en general y muchos en particular. Entre ellos reinaba como una abeja emperatriz. Amaba en ellos el olor del trabajo y del deseo, la voz ronca, la barba de dos días, el cuerpo vigoroso y al mismo tiempo tan vulnerable en sus manos, la índole combativa y el corazón ingenuo. Conocía la ilusoria fortaleza y la debilidad extrema de sus clientes, pero de ninguna de esas condiciones se aprovechaba, por el contrario, de ambas se compadecía. En su brava naturaleza había trazos de ternura maternal y a menudo la noche la encontraba cosiendo parches en una camisa, cocinando una gallina para algún trabajador enfermo o escribiendo cartas de amor para novias remotas. Hacía su fortuna sobre un colchón relleno con lana cruda, bajo un techo de cinc agujereado, que producía música de flautas y oboes cuando lo atravesaba el viento. Tenía las carnes firmes y la piel sin mácula, se reía con gusto y le sobraban agallas, mucho más de lo que una oveja aterrorizada o una pobre foca sin cuero podían ofrecer. En cada abrazo, por breve que fuera, ella se revelaba como una amiga entusiasta y traviesa. La fama de sus sólidas piernas de jinete y sus pechos invulnerables al uso había recorrido seiscientos kilómetros de provincia agreste y sus enamorados viajaban de lejos para pasar un rato en su compañía. Los viernes llegaban galopando desaforados desde extremos tan apartados, que las bestias, cubiertas de espuma, caían desmayadas. Los patrones ingleses prohibían el consumo de alcohol, pero Hermelinda se las arreglaba para destilar un aguardiente clandestino con el que mejoraba el ánimo y arruinaba el hígado de sus huéspedes, y que también servía para encender sus lámparas a la hora de la

diversión. Las apuestas comenzaban después de la tercera ronda de licor, cuando resultaba imposible concentrar la vista o agudizar el entendimiento.

Hermelinda había descubierto la manera de obtener beneficios seguros sin hacer trampas. Aparte de los naipes y los dados, los hombres disponían de varios juegos y siempre el premio único era su persona. Los perdedores le entregaban su dinero y quienes ganaban también se lo daban, pero obtenían el derecho de disfrutar un rato muy breve en su compañía, sin subterfugios ni preliminares, no porque a ella le faltara buena voluntad, sino porque no disponía de tiempo para dar a todos una atención más esmerada. Los participantes en la Gallina ciega se quitaban los pantalones, pero conservaban los chalecos, los gorros y las botas forradas en piel de cordero, para defenderse del frío antártico que silbaba entre los tablones. Ella les vendaba los ojos y comenzaba la persecución. A veces se formaba tal alboroto que las risas y los jadeos cruzaban la noche más allá de las rosas y llegaban a oídos de los ingleses, quienes permanecían impasibles, fingiendo que se trataba sólo del capricho del viento en la pampa, mientras continuaban bebiendo con parsimonia su última taza de té de Ceylán antes de irse a la cama. El primero que le ponía la mano encima a Hermelinda lanzaba un cacareo exultante y bendecía su buena suerte, mientras la aprisionaba en sus brazos. El Columpio era otro de los juegos. La mujer se sentaba sobre una tabla colgada del techo por dos cuerdas. Desafiando las miradas apremiantes de los hombres, flexionaba las piernas y todos podían ver que nada llevaba bajo sus enaguas amarillas. Los jugadores ordenados en fila, tenían una sola oportunidad de embestirla y quien lograba su objetivo se veía atrapado entre los muslos de la bella, en un revuelo de enaguas, balanceado, remecido hasta los huesos y finalmente elevado al cielo. Pero muy pocos lo conseguían y la mayoría rodaba por el suelo entre las carcajadas de los demás.

En el juego de El Sapo un hombre podía perder en quince minutos la paga del mes. Hermelinda dibujaba una raya de tiza en el suelo y a cuatro pasos de distancia trazaba un amplio círculo, dentro del cual se recostaba, con las rodillas abiertas' sus piernas doradas a la luz de las lámparas de aguardiente' Aparecía entonces el oscuro centro de su cuerpo, abierto como una fruta, como una alegre boca de sapo, mientras el aire del cuarto se volvía denso y caliente. Los jugadores se colocaban detrás de la marca de

tiza y lanzaban buscando el blanco. Algunos eran expertos tiradores, de pulso tan seguro que podían detener un animal despavorido en plena carrera lanzándole entre las patas dos boleadoras de piedra atadas por una cuerda, pero Hermelinda tenía una manera imperceptible de escamotear el cuerpo, de escabullirse para que en el último instante la moneda perdiera el rumbo. Las que aterrizaban dentro del círculo de tiza, pertenecían a la mujer. Si alguna entraba en la puerta, otorgaba a su dueño el tesoro del sultán, dos horas detrás de la cortina a solas con ella, en completo regocijo, para buscar consuelo por todas las penurias pasadas y soñar con los placeres del paraíso. Decían, quienes habían vivido esas dos horas preciosas, que Hermelinda conocía antiguos secretos amorosos y era capaz de conducir a un hombre hasta los umbrales de su propia muerte y traerlo de vuelta convertido en un sabio.

Hasta el día en que apareció Pablo, el asturiano, muy pocos habían ganado ese par de horas prodigiosas, aunque varios habían disfrutado algo similar, pero no por unos céntimos, sino por la mitad de su salario. Para entonces ella había acumulado una pequeña fortuna, pero la idea de retirarse a una vida más convencional no se le había ocurrido todavía, en verdad disfrutaba mucho de su trabajo y se sentía orgullosa de los chispazos felices que podía ofrecerle a los peones. Pablo era un hombre enjuto, de huesos de pollo y manos de infante, cuyo aspecto físico se contradecía con la tremenda tenacidad de su temperamento. Al lado de la opulenta y jovial Hermelinda, él parecía un mequetrefe enfurruñado, pero aquellos que al verlo llegar pensaron que podían reírse un rato a su costa, se llevaron una sorpresa desagradable. El pequeño forastero reaccionó como una víbora a la primera provocación, dispuesto a batirse con quien se le pusiera por delante, pero la trifulca se agotó antes de comenzar, porque la primera regla de Hermelinda era que bajo su techo no se peleaba. Una vez establecida su dignidad, Pablo se sosegó. Tenía una expresión decidida y algo fúnebre, hablaba poco y cuando lo hacía quedaba en evidencia su acento de España. Había salido de su patria escapando de la policía y vivía del contrabando a través de los desfiladeros de los Andes. Hasta entonces había sido un ermitaño hosco y pendenciero, que se burlaba del clima, las ovejas y los ingleses. No pertenecía en ningún lado y no reconocía amores ni deberes, pero ya no era tan joven y la soledad se le estaba instalando en los huesos. A veces despertaba al amanecer sobre el suelo helado, envuelto en su negra manta de Castilla y con la montura por almohada, sintiendo que todo el cuerpo le dolía. No era un dolor de músculos entumecidos, sino de tristezas acumuladas y de abandono.

Estaba harto de deambular como un lobo, pero tampoco estaba hecho para la mansedumbre doméstica. Llegó hasta esas tierras porque oyó el rumor de que al final del mundo había una mujer capaz de torcer la dirección del viento, y quiso verla con sus propios ojos. La enorme distancia y los riesgos del camino no lograron hacerlo desistir y cuando por fin se encontró en la bodega y tuvo a Hermelinda al alcance de la mano, vio que ella estaba fabricada de su mismo recio metal y decidió que después de un viaje tan largo no valía la pena seguir viviendo sin ella. Se instaló en un rincón del cuarto a observarla con cuidado y a calcular sus posibilidades.

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