Isabel Allende - LOS CUENTOS DE EVA LUNA
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Y así, casi por descuido, Hortensia fue a parar al sótano del antiguo ingenio de azúcar de los Peralta, donde permaneció enterrada durante toda su vida. Era un recinto amplio, húmedo, oscuro, asfixiante en verano y frío en algunas noches de la temporada seca, amoblado con unos cuantos trastos y un jergón. Amadeo Peralta no se dio tiempo para acomodarla mejor, a pesar de que algunas veces acarició la fantasía de convertir a la muchacha en una concubina de cuentos orientales, envuelta en tules leves y rodeada de plumas de pavo real, cenefas de brocado, lámparas de
vidrios pintados, muebles dorados de patas torcidas y alfombras peludas donde él pudiera caminar descalzo. Tal vez lo habría hecho si ella le hubiera recordado sus promesas, pero Hortensia era como un pájaro nocturno, uno de esos guácharos ciegos que habitan al fondo de las cuevas, sólo necesitaba un poco de alimento y agua. El vestido amarillo se le pudrió en el cuerpo y acabó desnuda.
— Él me quiere, siempre me ha querido–declaró, cuando la rescataron los vecinos. En tantos años de encierro había perdido el uso de las palabras y la voz le salía a sacudones, como un ronquido de moribundo.
Las primeras semanas Amadeo pasó mucho tiempo en el sótano con ella, saciando un apetito que creyó inagotable. Temiendo que la descubrieran y celoso hasta de sus propios ojos, no quiso exponerla a la luz natural y sólo dejó entrar un rayo tenue a través de la claraboya de ventilación. En la oscuridad retozaron en el mayor desorden de los sentidos, con la piel ardiente y el corazón convertido en un cangrejo hambriento. Allí los olores y sabores adquirían una cualidad extrema. Al tocarse en las tinieblas lograban penetrar en la esencia del otro y sumergirse en las intenciones más secretas. En ese lugar sus voces resonaban con un eco repetido, las paredes les devolvían ampliados los murmullos y los besos. El sótano se convirtió en un frasco sellado donde se revolcaron como gemelos traviesos navegando en aguas amnióticas, dos criaturas turgentes y aturdidas. Por un tiempo se extraviaron en una intimidad absoluta que confundieron con el amor.
Cuando Hortensia se dormía, su amante salía a buscar algo de comer y antes de que ella despertara regresaba con renovados bríos a abrazarla de nuevo. Así debieron amarse hasta morir derrotados por el deseo, debieron devorarse el uno al otro o arder como una antorcha doble; pero nada de eso ocurrió. En cambio, sucedió lo más previsible y cotidiano, lo menos grandioso. Antes de un mes Amadeo Peralta se cansó de los juegos, que ya empezaban a repetirse, sintió la humedad royéndole las articulaciones y comenzó a pensar en todo lo que había al otro lado de aquel antro. Era hora de volver al mundo de los vivos y recuperar las riendas de su destino.
— Espérame aquí, niña. Voy afuera a hacerme muy rico. Te traeré regalos, vestidos y joyas de reina–le dijo al despedirse.
— Quiero hijos–dijo Hortensia. — Hijos no, pero tendrás muñecas. En los meses siguientes Peralta se olvidó de los vestidos, las joyas y las muñecas. Visitaba a Hortensia cada vez que se acordaba, no siempre para hace el amor, a veces sólo para oírla tocar alguna melodía antigua en el salterio, le gustaba verla inclinada sobre el instrumento pulsando las cuerdas. En ocasiones llevaba tanta prisa que no alcanzaba a cruzar ni una palabra con ella, le llenaba los cántaros de agua, le dejaba una bolsa de provisiones y partía. Cuando se olvidó de hacerlo por nueve días y la encontró moribunda, comprendió la necesidad de conseguir alguien que lo ayudara a cuidar a su prisionera, porque su familia, sus viajes, sus negocios y sus compromisos sociales lo mantenían muy ocupado. Una india hermética le sirvió para ese fin. Ella guardaba la llave del candado y entraba regularmente a limpiar el calabozo y raspar los líquenes que le crecían a Hortensia en el cuerpo como una flora delicada y pálida, casi invisible al ojo desnudo, olorosa a tierra removida y a cosa abandonada.
— ¿No tuvo lástima de esa pobre mujer? — le preguntaron a la india cuando también a ella se la llevaron detenida, acusada de complicidad en el secuestro, pero ella no contestó y se limitó a mirar de frente con ojos impávidos y lanzar un escupitajo negro de tabaco.
No, no tuvo lástima porque creyó que la otra tenía vocación de esclava y por lo mismo era feliz siéndolo, o que era idiota de nacimiento y, como tantos en su condición, mejor estaba encerrada que expuesta a las burlas y peligros de la calle. Hortensia no contribuyó a cambiar la opinión que su carcelera tenía de ella, jamás manifestó alguna curiosidad por el mundo, no intentó salir a respirar aire limpio ni se quejó de nada. Tampoco parecía aburrida, su mente estaba detenida en algún momento de la infancia y la soledad terminó por perturbarla del todo. En realidad se fue convirtiendo en una criatura subterránea. En esa tumba se agudizaron sus sentidos y aprendió a ver lo
invisible, la rodearon alucinantes espíritus que la conducían de la mano por otros universos. Mientras su cuerpo permanecía encogido en un rincón, ella viajaba por el espacio sideral como una partícula mensajera, viviendo en un territorio oscuro, más allá de la razón. Si hubiera tenido un espejo para mirarse se habría aterrado de su propio aspecto, pero como no podía verse no percibió su deterioro, no supo de las escamas que le brotaron en la piel, de los gusanos de seda que anidaron en su largo cabello convertido en estopa, de las nubes plomizas que le cubrieron los ojos ya muertos de tanto atisbar en la penumbra. No sintió cómo le crecían las orejas para captar los sonidos externos, aun los más tenues y lejanos, como la risa de los niños en el recreo de la escuela, la campanilla del vendedor de helados, los pájaros en vuelo, el murmullo del río. Tampoco se dio cuenta de que sus piernas antes graciosas y firmes, se torcieron para acomodarse a la necesidad de estar quieta y de arrastrarse, ni que las uñas de los pies le crecieron como pezuñas de bestia, los huesos se le transformaron en tubos de vidrio, el vientre se le hundió y le salió una joroba. Sólo las manos mantuvieron su forma y tamaño, ocupadas siempre en el ejercicio del salterio, aunque ya sus dedos no recordaban las melodías aprendidas y en cambio le arrancaban al instrumento el llanto que no le salía del pecho. De lejos Hortensia parecía un triste mono de feria y de cerca inspiraba una lástima infinita. Ella no tenía conciencia alguna de esas malignas transformaciones, en su memoria guardaba intacta la imagen de sí misma, seguía siendo la misma muchacha que vio reflejada por última vez en el cristal de la ventana del automóvil de Amadeo Peralta, el día que la condujo a su guarida. Se creía tan bonita como siempre y continuó actuando como si lo fuera, de este modo el recuerdo de su belleza quedó agazapado en su interior y cualquiera que se le aproximara lo suficiente podía vislumbrarla bajo su aspecto externo de enano prehistórico.
Entretanto Amadeo Peralta, rico y temido, extendía por toda la región la red de su poder. Los domingos se sentaba a la cabecera de una larga mesa, con sus hijos y nietos varones, sus secuaces y cómplices, y con algunos invitados especiales, políticos y jefes militares a quienes trataba con una cordialidad ruidosa, no exenta de la altanería necesaria para que recordaran quién era el amo. A sus espaldas se rumoreaba de sus víctimas, de cuántos dejó en la ruina o hizo desaparecer, de los sobornos a las autoridades, de que la mitad de su fortuna provenía del contrabando; pero nadie estaba dispuesto a buscar pruebas. Decían también que Peralta mantenía a
una mujer prisionera en un sótano. Esta parte de su leyenda negra se repetía con mayor certeza que la de sus negocios ilegítimos, en verdad muchos lo sabían y con el tiempo se convirtió en un secreto a voces.
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