Peter Høeg - La señorita Smila y su especial percepción de la nieve

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La señorita Smila y su especial percepción de la nieve: краткое содержание, описание и аннотация

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Un día, poco antes de Navidad, la señorita Smila de regreso a su casa encuentra muerto en la nieve a su vecino y amigo, el pequeño Isaías. La versión oficial es que debió de resbalar y caerse. Pero Smila, que le cuidaba a veces y sentía especial ternura por él, sospecha que no es así. Los dos pertenecen a la pequeña comunidad de esquimales groelandeses que viven en Copenhague. Y Smila es, además, experta en las propiedades físicas del hielo. La investigación que lleva a cabo en privado acerca de la muerte de Isaías la conduce a la misteriosa muerte del padre de éste en una expedición secreta a Groenlandia, misión encomendada por una poderosa empresa danesa involucrada en una extraña conspiración que se remonta a la segunda guerra mundial.

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En lo más hondo de mi ser, sé que el querer comprender lleva a la ceguera; que el deseo de entender lleva implícito una brutalidad que borra aquello que anhela la razón. Únicamente la experiencia es sensible. Pero, en tal caso, tal vez yo sea débil y brutal al mismo tiempo. Nunca he podido dejar de intentarlo.

Benja parece haberlo recibido todo. Conocí a sus padres en una ocasión. Son esbeltos, delicados, tocan el piano y hablan varios idiomas. Y cada verano, cuando la escuela del Teatro Real cerraba sus puertas y ellos viajaban al sur, a su casa en la Costa Esmeralda, solían llevar consigo al mejor profesor de ballet francés para que éste tiranizara a Benja cada mañana en la terraza, entre las palmeras, porque así lo había querido ella misma.

Es de suponer que una persona que nunca ha sufrido ni le ha faltado nada que valiera la pena mencionar, se tranquilizaría, acabando por reposar en sí misma. Durante una larga temporada creo que también la estuve juzgando equivocadamente. Cuando se paseaba por los salones delante de Moritz y de mí, sólo con unas braguitas pequeñas, cubriendo las lámparas con pañuelos rojos de seda porque la luz la deslumbraba e irritaba los ojos; y cuando le proponía una serie interminable de citas a Moritz y las volvía a cancelar porque, decía, que ese día necesitaba ver a gente de su edad; entonces yo estaba convencida de que se trataba de un juego entre ambos. Que ella, sobre una ola misteriosa de seguridad en sí misma, ponía a prueba su juventud, su belleza y su capacidad de atracción ante Moritz, que era casi cincuenta años mayor.

Un día fui testigo de cómo le exigía a Moritz que cambiara los muebles de sitio para que ella pudiera disponer del espacio suficiente para bailar. Contra lo esperado, él se negó.

En un primer momento, ella no podía creérselo. Su bello rostro y sus ojos oblicuos en forma de almendra y su frente recta bajo los tirabuzones brillaban ebrios de victoria. Pero luego entendió que él no pensaba dar su brazo a torcer, que no sucumbiría bajo sus deseos. Tal vez fue la primera vez que esto ocurría en su relación. Primero, palideció de ira contenida y, después, su rostro se resquebrajó. Sus ojos se llenaron de desesperación; vacíos, abandonados; su boca se selló en un llanto ahogado, infantil y desesperado que, sin embargo, no quería fluir.

Entonces vi que ella lo amaba. Que, debajo de la coquetería suplicante, había un amor semejante a una operación militar capaz de soportar cualquier cosa y que libraría cualquier batalla blindada que fuera necesario librar, exigiéndolo todo a cambio. Fue entonces cuando también pensé, que, tal vez, siempre me odiaría. Y que ella tenía la batalla perdida de antemano. En algún lugar recóndito de Moritz se esconde un paisaje al que ella nunca podrá acceder. La tierra de sus sentimientos hacia mi madre.

O tal vez esté equivocada. En este momento, ahora mismo, me viene a la mente que ella, a pesar de todo, ha salido vencedora. Si así fuera, yo sería la primera en reconocer que se ha esforzado, que no se ha quedado de brazos cruzados. Que no se ha limitado a seguir meneando su pequeño tutú. Nada de limitarse a enviar miradas lánguidas y enamoradizas desde el escenario al patio de butacas donde suele sentarse Moritz, esperando que surjan efecto a la larga. Nada de confiar en sus influencias en casa y en el seno de la familia. Si, hasta ahora, no lo sabía, ahora lo sé. En Benja hay energía bruta.

Estoy en medio de la nieve, junto al muro de la casa, mirando a través de la ventana de la despensa. Allí, Benja está sirviendo un vaso de leche. La encantadora, flexible Benja. Y se lo ofrece a un hombre que ahora aparece en mi campo visual. Es la Uña.

Llego por la calle Strand, desde la estación de Klampenborg, y es un verdadero milagro que lo haya visto porque he tenido un día muy pesado. Esta mañana no he podido soportarlo más, me he levantado y me he recogido el pelo y mi vendaje, un simple bálsamo para la llaga debajo de un gorro de esquí. Me he puesto unas gafas de sol y un abrigo de lodden y he cogido el tren hasta la Estación Central y, desde allí, he llamado al mecánico, pero nadie contesta.

Entonces he paseado por los muelles, desde el muelle Told hasta Langelinje, con el fin de ordenar mis ideas. Cerca del puerto Norte, hago una serie de compras y encargo el envío de una caja al domicilio de Moritz. Luego, hago una llamada desde una cabina telefónica. Una llamada que sé que constituye una acción decisiva en mi vida.

Sin embargo, por alguna extraña razón, significa muy poco para mí. Bajo determinadas circunstancias, las decisiones importantes, incluso fatales, las cuestiones de vida o muerte, caen en la vida de cada uno con una ligereza y una indiferencia casi apáticas. Mientras que las pequeñas cosas, insignificantes, como, por ejemplo, la manera en que nos aferramos a aquello que, de todos modos, ha terminado, nos resultan decisivas. Lo que, para mí, resulta importante en este día es volver a ver el puente de Knippel, que he cruzado con él en coche, y La Incisión Blanca, donde he dormido con él, y la Sociedad Criolita, y la calle de Skudehavn, por donde hemos paseado cogidos de la mano. Desde la cabina de la estación del puerto Norte, vuelvo a llamarle. Me contesta un hombre. Pero no es él. Es una voz serena y controlada, anónima.

– ¿Sí?

Aprieto el auricular contra la oreja. Entonces cuelgo. Consulto el listín telefónico. No encuentro su taller de coches. Tomo un taxi hasta la plaza de Toftegaard y bajo andando por la avenida de Vigerslev. No hay ningún taller. Desde una cabina, llamo al colegio profesional. El hombre que me atiende es amable y paciente. Sin embargo me dice que nunca ha estado registrado ningún taller de coches en la avenida de Vigerslev.

Hasta este momento no me doy cuenta de lo expuestas que están las cabinas telefónicas. Llamar desde una es como exponerse una misma a ser reconocida inmediatamente.

En el listín de teléfonos constan dos direcciones del Centro para la Investigación y el Desarrollo. Una en el Instituto de August Krogh y otra en la Escuela Superior Técnica de Dinamarca, en Lundtoftesletten. Supongo que la biblioteca y el secretariado se encontrarán en la segunda dirección.

Tomo un taxi hasta la calle de Kampmann, hasta el Registro Mercantil Central. La sonrisa del muchacho, su corbata y su ingenuidad son las mismas.

– Me alegra volver a verte -me dice.

Le muestro el recorte de periódico.

– Tú sueles leer periódicos extranjeros. ¿Te acuerdas de esto?

– El suicidio -dice-. Todo el mundo se acuerda. La secretaria del consulado saltó desde un tejado. El tipo al que detuvieron había estado intentando convencerla de que no lo hiciera. El asunto planteó cuestiones de principio en cuanto a la indefensión de los daneses en el extranjero.

– ¿No recordarás, por casualidad, el nombre de la secretaria?

Se le llenan los ojos de lágrimas.

– Estudié derecho internacional en el mismo curso que ella. Una chica espléndida. Se llamaba Ravn. Natalia Ravn. Ingresó en el Ministerio de Justicia. Se rumoreaba, entre bastidores, que ella podría llegar a ser la primera Directora General de la Policía.

– Ya no hay nada secreto -digo en parte para mis adentros-. Si ocurre algo en Groenlandia, ese algo está relacionado con otra cosa que ocurrió en Singapur.

Me contempla sin comprender y con ojos tristones.

– No has venido a verme a mí -me dice-. Viniste por esto.

– No vale la pena conocerme -digo, y mientras lo digo estoy convencida de que es así.

– Me recuerda a ti. Misteriosa. Tampoco era una mujer que pudieras imaginarte tras un escritorio. No llegué a entender nunca que, de repente, acabara como secretaria en Singapur. Depende de otro Ministerio.

Tomo el tren hasta la estación de Lyngby y, desde allí, un autobús. De alguna manera, me recuerda la época en que tienes diecisiete años. Crees que la desesperación te detendrá por completo, te paralizará, pero, no es así. Se incrusta en algún lugar oscuro de tu interior, obligando al resto del sistema a que funcione, a que realice tareas prácticas que, tal vez, no sean importantes, pero que, a pesar de todo, te mantienen ocupada; que te aseguran que, de alguna manera, sigues estando viva.

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