John Hawks - El Río Oscuro

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En una sociedad futurista sometida a la dictadura de la tecnología, dos hermanos se enfrentarán a la muerte. Gabriel y Michael Corrigan acaban de saber que su padre, a quien creían muerto desde hacía años, está vivo. Ambos hermanos pueden viajar a través del tiempo y el espacio, y los dos buscan a su padre, pero se encuentran en bandos opuestos: Gabriel pretende conocer la verdad de su vida y protegerle de sus enemigos, está del lado de las fuerzas del bien; Michael se ha unido a los «tabulas», servidores de una tecnología todopoderosa que somete en secreto a los ciudadanos, y la razón de su búsqueda es que ve a su padre como una amenaza para su propio poder.
La carrera entre estos dos hermanos por encontrarlo será intensa y muy peligrosa. Viajarán desde los subsuelos de Nueva York y Londres y las ruinas que hay bajo las ciudades de Roma y Berlín hasta una región remota de África, donde se rumorea que se encuentra uno de los más grandes tesoros de toda la historia.

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Boone alzó la vista y miró a sus nuevos jefes.

– Hace efecto en un par de segundos. Está muerto.

– Un repentino ataque al corazón -dijo la señorita Brewster-. Es una pena. El general Kennard Nash ha sido un fiel servidor de esta nación. Sus amigos lo echarán de menos.

Los dos mercenarios rumanos seguían sujetando a Nash por los brazos, como si fuera volver a la vida de golpe y saltar por la ventana.

– Vuelvan a la embarcación y esperen -les ordenó Boone-. Aquí ya no son necesarios.

– Sí, señor. -Able se ajustó la cortaba y salió junto con su compañero.

– ¿Cuándo llamará a la policía? -preguntó Michael.

– Dentro de cinco o diez minutos.

– ¿Y cuánto tardarán en llegar a la isla?

– Un par de horas. No quedará ni rastro del veneno.

– Túmbelo en el suelo y desgárrele la camisa -ordenó Michael-. Que parezca que intentamos salvarlo.

– Sí, señor.

– Creo que me apetece un trago de whisky -dijo la señorita Brewster. Ella y Michael se levantaron y caminaron hasta la puerta lateral que conducía a la biblioteca-. Ah, señor Boone, una cosa más…

– Usted dirá, señora.

– Necesitamos mayor nivel de eficiencia en nuestras misiones. El general Nash no lo entendió. Espero que usted sí.

– Lo entiendo -repuso Boone.

Cuando se quedó a solas con el cadáver, apartó la silla, empujó el cuerpo hacia un lado, y este cayó al suelo con un golpe sordo. Se puso de rodillas y abrió de un tirón la camisa azul del general. Un botón de nácar salió volando.

Primero llamaría a la policía y luego se lavaría las manos. Quería agua caliente, jabón fuerte y toallas de papel. Se acercó a la ventana y contempló la bahía de San Lorenzo, más allá de los árboles. La tormenta y las nubes teñían el agua de un color gris oscuro. Las olas agitaban la superficie del río que corría hacia el mar.

Capítulo 42

Maya atravesó una oscuridad tan absoluta que tuvo la impresión de que su cuerpo desaparecía. El tiempo siguió fluyendo, pero ella carecía de un punto de referencia y no tenía manera de calcular si aquel instante duraba solo unos segundos o varios años. Ella existía como una chispa de conciencia, una sucesión de pensamientos unidos por el deseo de encontrar a Gabriel.

Abrió la boca y se le llenó de agua. No tenía idea de dónde se encontraba, pero se hallaba rodeada de agua y no parecía haber un camino hacia la superficie. Agitó los brazos y las piernas desesperadamente al tiempo que intentaba controlar el pánico. Mientras su cuerpo reclamaba oxígeno, dejó que el aire de sus pulmones la llevara hacia arriba. Cuando estuvo segura de que ascendía, nadó con todas sus fuerzas hasta que emergió entre las olas. Tomó una bocanada de aire y flotó de espaldas mientras contemplaba un cielo de un color gris amarillento. El agua que la rodeaba era negra, estaba salpicada de manchas de espuma y olía al ácido de las baterías. La piel y los ojos empezaron a picarle. Vio que se hallaba en medio de un río y que la corriente la empujaba hacia un lado. Estiró el cuello todo lo que pudo y distinguió la orilla. En la distancia se divisaban edificios y puntos de luz anaranjados que parecían llamas.

Cerró los ojos y nadó hacia la orilla. La correa de la funda de la espada le colgaba del cuello. Se detuvo para asustársela y que no se moviera y se dio cuenta de que estaba más lejos que antes de la orilla. La corriente era demasiado fuerte. Maya giraba como una barca a la deriva. Miró hacia donde se dirigía la corriente y vio a lo lejos un puente derruido. En lugar de luchar contra los elementos nadó hacia los arcos de piedra que emergían del agua. Sus movimientos y la fuerza del río la empujaron rápidamente contra uno de los pilares de piedra. Se agarró a él y permaneció allí un instante; luego, nadó hasta el siguiente. En aquel punto la corriente era menos fuerte, había poca profundidad y pudo caminar hasta la orilla. «No puedo quedarme aquí», se dijo, «estoy demasiado expuesta». Trepó hasta un bosquecillo de árboles muertos. Las hojas muertas crujieron bajo sus zapatos. Había varios árboles caídos, pero el resto se apoyaban unos en otros como silenciosos supervivientes.

A unos cien metros del río, se agachó e intentó adaptarse al nuevo entorno. El oscuro bosquecillo no era una fantasía ni un sueño. Podía extender la mano y tocar la hierba marchita, podía percibir el olor a quemado y escuchar un distante tronido. Todo su cuerpo intuía peligro. Pero había algo más: aquel era un mundo dominado por la furia y el deseo de destruir.

Se levantó y se movió con cautela entre los árboles. Encontró un sendero de gravilla y lo siguió hasta un banco de mármol blanco y una fuente de parque cubiertos de hojas muertas. Parecían tan fuera de lugar en medio de aquel bosque marchito que se preguntó si los habrían colocado allí para burlarse de quien los encontrara. La fuente hacía pensar en un agradable parque de cualquier ciudad europea, con ancianos leyendo el periódico y niñeras empujando cochecitos de bebé.

El sendero acababa en un edificio de ladrillo rojo con las ventanas hechas añicos y las puertas arrancadas de sus goznes. Maya se recolocó la espada para tenerla lista para el combate. Entró en el edificio, atravesó varias estancias vacías y se asomó a una ventana. Había cuatro hombres en la calle que discurría más allá de un parque abandonado. Iban calzados con botas y zapatos desparejados y vestían ropa de lo más variada. Todos llevaban armas de fabricación casera: cuchillos, palos y lanzas.

Cuando los hombres llegaron al otro extremo del parque, apareció un segundo grupo. Maya creyó que se enfrentarían, pero los dos grupos se saludaron y partieron en la misma dirección, alejándose del río. Maya decidió seguirlos. En vez de avanzar por las calles, atravesaba las casas en ruinas y se detenía de vez en cuando para asomarse por las destrozadas ventanas. La oscuridad ocultaba sus movimientos, y ella se mantenía alejada de las llamas que surgían de las tuberías de gas rotas. En su mayoría no eran más que pequeñas lenguas de fuego chisporroteantes, pero había algunas muy grandes que se retorcían como columnas llameantes. El fuego había ennegrecido las paredes. Olía a goma quemada.

Al final acabó perdiéndose en un semidestruido edificio de oficinas. Cuando consiguió hallar la salida a un callejón, vio que había un grupo de hombres al final de la calle, cerca de una llama de gas. Confiando en que nadie la viera, cruzó corriendo hasta un complejo de apartamentos; un agua grasienta corría por el suelo de cemento de los pasillos. Subió por la escalera hasta el segundo piso y se asomó por un boquete de la pared.

Unos doscientos hombres armados se habían reunido en el patio central de un edificio en forma de U en cuya fachada se veían grabados varios nombres, Platón. Aristóteles, Dante. Shakespeare. Maya se preguntó si aquello habría sido en su día un colegio, pero le resultaba difícil creer que en aquel lugar hubiera habido alguna vez un niño.

Un tipo rubio con el pelo trenzado y un hombre negro vestido con una bata blanca medio rota se hallaban de pie en unos taburetes, bajo una estructura de madera con forma de horca. Tenían las manos atadas a la espalda y una soga al cuello. La multitud se arremolinaba alrededor de los dos prisioneros, se reían de ellos y los pinchaban con sus cuchillos. De repente, alguien gritó una orden y otro grupo salió de la escuela. Lo encabezaba un hombre vestido con un traje azul. Tras él, un guardaespaldas empujaba una vieja silla de ruedas con un hombre joven atado la estructura. Gabriel. Había encontrado a su Viajero.

El hombre del traje azul trepó al techo de un automóvil abandonado y se irguió. Mantenía la mano izquierda en el bolsillo y resaltaba cada palabra que salía de su boca con gestos de la derecha.

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