Adriana Trigiani - Valentine, Valentine

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Valentine, la segunda de las tres hermanas de una familia de origen italiano afincada en Nueva York, nunca ha sido considerada ni la más guapa, ni tampoco la más lista. Ella es, simplemente, lagraciosa. A sus treinta y tres años todos la presionan para que se case y funde una familia tradicional, pero Valentine se siente realizada con su vida, en la que la pasión que comparte con su fascinante abuela por la confección de zapatos de novia ocupa el primer lugar.

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Miro su cara y su glorioso cuello, sus manos y sus largas piernas, y me siento seducida. Pero no es una seducción causada por una variedad profunda; es una ilusión actualizada de la auténtica. Es la parte de mí que ama tener una relación. Me gusta la estabilidad de formar parte de una pareja. No importan nuestros problemas, estamos juntos y eso es suficiente. Más que suficiente. Roman Falconi podrá ser el Chuck Cohen del amor, una imitación, mientras busco la marca de alta costura, pero es mío.

Iré a su apartamento y probablemente haremos el amor, pero no significará lo que habría significado un mes o, incluso, una semana antes. En ese tiempo construíamos sobre cimientos sólidos, ahora la duda se ha filtrado y tengo que encontrar lo que vi al principio. Sólo espero que todos mis sentimientos se precipiten y vuelvan a ser como eran la primera vez que me besó. Quizás entonces nuestra relación pueda empezar de nuevo y sea capaz de entender la manera de estar en una relación con Roman (y con su restaurante).

– Algún día volveremos a Capri juntos -promete. Por fortuna, el tráfico en la Long Island Highway es denso y él debe concentrarse en el camino. En ese momento intento creer en él, pero de alguna manera sé que sólo lo dice porque piensa que así me mantiene con la atención puesta en el futuro, y lejos del presente, donde nuestros problemas están sanos y salvos.

– Sería genial -le digo. No es una mentira. Sería genial.

A la mañana siguiente me despierto en la cama de Roman cubierta por completo por la tibia colcha. He dormido profundamente, exhausta después de conducir hasta Roma y del vuelo de regreso a Nueva York. Exploro la habitación, veo mi bolso de viaje cerca de la puerta y mi maleta de mano con el Bella Rosa.

Me levanto y voy a la cocina de Roman. Hay una jarra de café y un bagel en la encimera, junto con una nota: «Me voy al trabajo. Estoy muy feliz de que estés en casa».

Me sirvo café. Me siento en su cocina y echo un vistazo al brillante y luminoso loft, y ya no me parece masculino y romántico, como me parecía antes de ir a Italia. A plena luz del día se ve inconcluso, desnudo, necesitado de cosas. Provisional.

14 La Cincuenta y Ocho y La Quinta

Hoy es la fecha límite para entregar los zapatos del concurso de escaparates de Bergdorf. Salgo de la estación de metro Columbus Circle con la caja de los Bella Rosa en brazos, como un bebé recién nacido. Hay que aceptarlo, ésta es mi versión de una carga valiosa. Algunas personas traen bebés al mundo, yo traigo zapatos.

En mi mochila cargo el dibujo del vestido de Rag & Bone. Por diversión hice una foto de los zapatos, los reduje a la escala y los puse en los pies de la modelo del dibujo del vestido de boda que nos envió Rhedd Lewis. También incluí mi dibujo de tinta y acuarela original de los zapatos, la fotografía que me inspiró (la abuela el día de su boda) y una fotografía de Costanzo y yo bajo el sol de Capri, para darle el mérito de ser el zapatero que fabricó el diseño.

Me abro paso a través de la puerta giratoria que hay a un lado de la entrada y cruzo la sección de bolsos hasta el ascensor. Miro a las dientas y quiero gritar «rezad por mí», pero caigo en la cuenta de que la única conexión espiritual en la experiencia de estas señoras es el zen que da una microdermoabrasión facial. No creo que enciendan velas a san Crispín para pedir orientación espiritual.

Cuando salgo del ascensor en la octava planta no me encuentro con la tranquila área de espera que recordaba de nuestra reunión anterior, hace unos meses. Está abarrotada, llena de gente estridente, como el andén del metro de la calle Cuarenta y Dos, excepto porque nadie espera el tren. Esperan a Rhedd Lewis. Parece que las principales marcas de zapatos están representadas de maneras vistosas y llamativas. Donald Pliner trae unos zapatos de boda que cuelgan de un tablero de mesa de palma; un mensajero de Christian Louboutin lleva una bandeja con galletas, encima de la cual hay un zapato de boda lleno de caramelo; una amazona de carne y hueso de 1,80, vestida de novia, lleva unos zapatos que parecen de Prada. Un publicista carga una enorme ampliación de un zapato de boda de Giuseppe Zanotti con una frase en francés escalonada a lo largo del póster. La firma de Alicia Flynn Cotter ha convertido a pequeña escala un carro de perritos calientes en un coche de bodas del que cuelgan artificiosamente unos zapatos de charol. Es el manicomio. Me abro paso entre mis competidores hasta la recepcionista y le digo:

– Rhedd Lewis, por favor.

– ¿Trae un zapato? -me pregunta mientras teclea.

– ¿Podría hablar con la asistente de Rhedd?

Sin despegar los ojos de la pantalla me dice:

– Acaba de salir a buscar a Craig Fisse y yo sólo soy una trabajadora temporal. Puede dejar su participación en el montón.

Mi corazón se hunde al mirar el montón: cajas de zapatos, algunas de mensajería, otras entregadas en mano, arrojadas en una esquina como despojos de camino a la basura. No puedo dejar el Bella Rosa ahí, no puedo.

La asistente de Rhedd aparece en el umbral. Sonríe nerviosa y mira a la muchedumbre. Me coloco frente a ella. De repente me siento como la niña de la Santa Agonía que nunca será elegida en el juego «Tú la llevas» durante el recreo. Pero ya he llegado demasiado lejos para ahora ser tímida.

– ¿Te acuerdas de mí? -le digo.

No se acuerda.

– Soy Valentine Roncalli, de la compañía de zapatos Angelini. Aquí está nuestra participación.

Pongo la caja frente a ella. No me muevo hasta que ella, instintivamente, la coge. Pliega la caja de zapatos y el sobre con la información adicional debajo de su brazo como si fuera el diario del día de ayer.

– Estupendo, gracias -dice, mientras ve pasar a la modelo con el vestido.

– Bueno, gracias a vosotras por la oportunidad… -empiezo, pero el estrépito aumenta en la habitación cuando el mensajero y las otras atracciones descubren que la mujer con la que estoy hablando es la asistente de Rhedd. Es claramente el momento que habían estado esperando. Se apresuran y avanzan en grupo y comienzan a gritar para llamar su atención. Me abro paso entre ellos y vuelvo al ascensor.

Una vez fuera, en la calle Cincuenta y Ocho, me apoyo en el edificio. Había imaginado este momento de una forma muy diferente. Pensé que le entregaría los zapatos a Rhedd y que abriría la caja y se desmayaría; la imaginé reunida con sus ayudantes en la sala de conferencias y una asistente modesta, pero dotada, se pondría de pie y diría: «Debemos darle una oportunidad al desamparado», y haría llorar a Rhedd Lewis y al final conseguiría que entrara en razón y que eligiera a la compañía Angelini y no a los pretenciosos diseñadores. He creado muchos escenarios en mi cabeza y ahora imagino a nuestros zapatos en una pila en el suelo, entre el resto de los envíos. Me imagino que se pierden, imagino que perdemos. Nos imagino a nosotras, perdiendo.

Camino con paso veloz hasta el metro. Mi cara emana calor por la turbación. Dejadme que os diga que no hay peor sensación de pequeñez que ser eclipsado por los rascacielos del centro de Manhattan cuando te han echado de Bergdorf Goodman como a un zapato viejo. ¿Qué pensarán de la fotografía de la abuela con su recargado vestido de novia o de esa tonta fotografía de Costanzo y yo frente a su tienda de zapatos? No exageré la sutil artesanía italiana en mi presentación, fui franca y sincera, pero eso, en la calle Catorce de Manhattan, significa espurio. ¿Por qué había de importarles saber que formo parte de una tradición de cien años de antigüedad? Igual que los perritos calientes de Nathan y las cremalleras Durcon. Merezco perder.

Pero ¿los zapatos? Se merecen una oportunidad. Por un instante pienso en volver al almacén, subir al ascensor, atravesar la multitud, la recepcionista y la asistente e ir directamente a la oficina de Rhedd Lewis a explicarle con exactitud y con un discurso apasionado por qué deben ganar los indefensos. En vez de hacerlo, saco mi tarjeta del metro de la mochila y bajo las escaleras para ir a casa, a la compañía de zapatos Angelini.

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