Adriana Trigiani - Valentine, Valentine

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Valentine, la segunda de las tres hermanas de una familia de origen italiano afincada en Nueva York, nunca ha sido considerada ni la más guapa, ni tampoco la más lista. Ella es, simplemente, lagraciosa. A sus treinta y tres años todos la presionan para que se case y funde una familia tradicional, pero Valentine se siente realizada con su vida, en la que la pasión que comparte con su fascinante abuela por la confección de zapatos de novia ocupa el primer lugar.

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Cuando nos aproximamos a los muelles disminuyo la velocidad y entrego el timón a Gianluca. Cuando lo suelto y libero mi mano, casi caigo, pero él me sostiene con un brazo y coge el timón con el otro.

Al llegar él lanza una cuerda a un chico que trabaja en el muelle, que coloca la soga alrededor de un pilote, para asegurar la lancha. Gianluca se baja primero y luego me levanta en brazos hasta el muelle. Caminamos hacia la parada de taxis y Gianluca me ayuda a subir al coche. No hablamos mientras el conductor coge las vueltas y los giros del camino al mismo tiempo que sube hacia la piazza y llega al Quisisana.

Tenemos ante nosotros una larga noche y me pregunto adonde nos llevará este paseo. Una vez, en la tienda, June me contó la historia de un hombre casado con el que tuvo una aventura, y contaba que una vez que lo había besado empezó a sentirse culpable, así que ¿por qué no andar el camino que faltaba? Miro a Gianluca, que observa las colinas de Capri y el mar azul. Tiene un gesto de satisfacción en la cara. Cuando llegamos a la cima, Gianluca se baja del taxi conmigo.

– Te dejo -me dice, dándome la mano.

– Es tan temprano… -Sueno decepcionada. Lo estoy.

– Lo sé, pero debes pasar tu última noche contigo misma. Feliz cumpleaños. -Sonríe y se inclina, luego me besa en la mejilla. Debo parecer confundida, porque él alza las dos cejas con un gesto que dice: «No lo tiremos por ahí otra vez». Pone en mi mano un pequeño paquete atado con rafia. Levanto la vista para darle las gracias y ya se ha marchado.

Camino sola de vuelta al hotel. Me detengo en el vestíbulo del Quisisana y echo un vistazo, imaginando lo mucho que echaré de menos esta enorme entrada cuando me haya ido. Decido que, en cuanto llegue, mandaré rehacer nuestra deslucida entrada de Perry Street. Necesitamos pintura, nueva iluminación y una alfombra. Otra cosa que he aprendido en Italia…: las entradas importan.

Cuando salgo del ascensor, en el ático, miro la pintura encima del sofá de dos plazas por última vez. Cada uno de los días que he entrado y salido del hotel, he esperado aquí el ascensor y observado esta pintura. Durante días me ha parecido un misterio. Ahora entiendo qué representan todos estos cuadros de Mondrian…: son ventanas, cientos de ventanas. Para mí, este viaje ha significado mirar fuera de ellas y, por supuesto, lo he hecho. Me siento en el sofá debajo de la pintura que he llegado a amar y abro el paquete de Gianluca.

Mis manos tiemblan un poco mientras desato la cinta y desenvuelvo el papel. Abro la tapa de la caja y saco una herramienta de zapatero, un nuevo martillo, il trincetto. Gianluca ha mandado grabar mis iniciales en el mango.

Abro la puerta del dormitorio y hay una urna grande y antigua encima de la mesa baja que rebosa de rosas color rojo sangre y ramas de limas tiernas, amarillas y brillantes. El aire se llena con el olor dulce de las rosas, las limas acidas y la tierra fértil. Cierro los ojos e inhalo con lentitud.

Luego cojo la tarjeta que está sobre la mesa. «Ese Gianluca…», pienso mientras abro la tarjeta. Por eso salió corriendo. Me quería sorprender con las flores. Abro el sobre y saco una sola tarjeta.

Feliz cumpleaños, cariño, te amo. Vuelve a casa conmigo. Roman

De todas las grandes lecciones que he aprendido en Italia, la más importante es que debes viajar ligero. Empujar nuestra montaña de equipaje a través de las tres regiones de la campiña italiana me ha convertido en minimalista. Estoy así de cerca de volverme monja y renunciar a todas mis posesiones mundanas. La abuela, sin embargo, no. Se apega a estas maletas, las llena con cuidado y conoce el contenido de cada bolsa Ziploc y de cada bulto. La gente mayor necesita esas cosas, les dan seguridad (eso dice la abuela).

La abuela se aferra al carro del equipaje y yo empujo las bolsas por la aduana del aeropuerto John F. Kennedy. Hemos regresado a los Estados Unidos, lo cual significa que debo volver a la vida real otra vez y enfrentarme a mis responsabilidades. Empiezo con un compromiso con la salud de la abuela y con el bienestar general. Llamaré para pedirle hora con el doctor Sculco en el Hospital for Special Surgery. La abuela necesita rodillas nuevas y las conseguirá aunque sea la última cosa que haga.

Examino a la gente que aguarda a la salida. Familias, amigos y chóferes nos esperan, observándonos de los pies a la cabeza mientras buscamos rostros familiares alrededor.

Roman espera con mis padres. Mi madre lleva un traje fresco, de tirantes, rojo, que hace juego con sus gafas oscuras y agita una pequeña bandera italiana. Buen gesto. Mi padre está de pie junto a ella, agitando su mano humana.

Roman sobresale entre ellos, lleva unos téjanos y una camisa de vestir azul de Brooks Brother. Se le ve guapo. Siempre se ve así, eso endulza los holas y los adioses. Cuando nuestros ojos se encuentran por primera vez después de un mes, mi corazón corre a toda prisa. En verdad lo he echado de menos, y lo amo tanto como furiosa estaba con él. Me pica la nariz como si fuera a llorar.

Beso a mis padres y luego a Roman. Me coge entre sus brazos mientras mis padres y la abuela chismean sobre el viaje como si no notaran que él no me puede soltar. Será un trayecto en coche interesante. Roman me quita el carro del equipaje y lo empuja. Mis padres y la abuela nos siguen detrás. Le hablo a Roman de Costanzo y de todo lo que se ha perdido en Capri y franqueamos las puertas que llevan al aparcamiento.

– Cariño, nosotros nos llevamos las maletas. Ve con Roman -dice mi madre.

– Traigo el coche -dice Roman.

– Ah, dos coches, estupendo. Vale, llevaos mis maletas, no las quiero volver a ver.

Mi padre ayuda a Roman a cargar el maletero de su Olds Cudass Supreme con el equipaje quearrastré por la Toscana y el lejano sur. Cojo mi maleta de mano del carro y la sostengo entre mis brazos.

– Un objeto de valor -le digo a la abuela-. Los zapatos, quiero que se queden conmigo.

– Claro -dice ella.

Ellos se suben en el coche de mi padre, mientras Roman me abre la puerta del lado del pasajero de su coche. Entro en su coche y tiemblo, aun cuando estamos en junio. Recuerdo la primera noche de invierno que me senté en este coche y lo felices que éramos. Se sube y cierra la puerta. Se gira hacia mí y dice:

– Te he echado de menos.

– Yo también. Te he echado en falta.

– Estás preciosa -dice, y me besa.

– Es el sol de Capri. -Me encojo de hombros, eludiendo su cumplido, aunque parece sincero. Ya no sé qué creer. Cuando se trata de Roman, todo lo que sé con certeza es que las cosas cambian constantemente.

– ¿Quieres pasar la noche conmigo? -dice en voz baja.

– Claro -le digo.

Con mi respuesta rápida, Roman, como todos los hombres, se siente satisfecho, pues todo ha sido perdonado. Cree lo que le digo y ¿por qué no debería hacerlo? No quiero pensar excesivamente en nuestro encuentro y convertirlo en una discusión monstruosa acerca de nuestro futuro y nuestra relación. Tenemos años para eso, ¿o no? Cuando se trata del amor soy débil. No lucho por mí o por lo que quiero. Soy perfectamente feliz de fingir que hemos dejado atrás mi dolor, Italia y todo lo desagradable. Ahora estoy en casa y todo estará bien. Podemos retomarlo donde lo dejamos.

Roman me habla de la noche en que se hizo la reseña del restaurante y cómo sentían una gran presión. Cuando me dice que Frank Bruni, del Times, le ha dado tres estrellas, lo rodeo con los brazos. Actúo emocionada por él, incluso alocada, ysoy todo lo que necesita de mí: comprensiva, interesada y estoy completamente de su parte. Cuando me pregunta sobre Italia, le explico vaguedades, pero no cómo siento que he cambiado, de qué manera las personas que he conocido han influido en mí. Empiezo a hablarle del broche de la anciana, pero suena tonto, así que cambio de tema y volvemos a la conversación de él.

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