– ¡No me dejes! -chilló.
Susan dio media vuelta, y el aire entre ellas se cargó de ira. Su mirada hizo callar a la chica. Luego extendió el brazo y, tras respirar hondo otra vez, empujó la trampilla para cerrarla, y la habitación se sumió en una negrura absoluta. Se giró con cuidado en el descansillo y volvió a poner la mano libre en la pared. Contó los peldaños mientras descendía hacia la oscuridad, y contó de nuevo los pasos mientras cruzaba la sala. El hedor de la adolescente la ayudó a encontrarla. Kimberly Lewis soltó un gemido, un sollozo de terror y a la vez de alivio al percatarse de que Susan había regresado a su lado.
Susan se acuclilló junto a la chica encadenada.
Se colocó con la espalda contra la pared, de cara al centro de la habitación. Al sopesar la metralleta en su mano, cayó en la cuenta de que no cumpliría su función esa noche. Estaba diseñada para disparar ráfagas de forma indiscriminada y matar todo aquello que estuviera a tiro. Comprendió que esto no le serviría de nada a menos que estuviera dispuesta a correr el riesgo de matar a su hermano junto con su padre y la mujer a quien llamaba esposa. En un principio le pareció un riesgo razonable, pero luego pensó que seguramente su hermano no lo asumiría si sus papeles se invirtieran. De modo que depositó esa eficaz máquina de matar en el suelo, a su lado, lo bastante cerca de ella para encontrarla si la necesitaba, y lo bastante cerca de las manos de Kimberly para brindarle una oportunidad de salvarse. Para reemplazarla, Susan desenfundó la pistola nueve milímetros de la sobaquera que llevaba bajo el chaleco. Hacía calor en la habitación, así que se quitó el gorro y sacudió la cabeza para soltarse el pelo. Kimberly se acurrucó lo más cerca de Susan que le permitían sus cadenas. La muchacha respiró agitadamente, aterrorizada por unos instantes, luego se relajó un poco, como reconfortada por la presencia de Susan. Esta le tocó el brazo, intentando calmar los nervios de las dos. Luego le quitó el seguro a la pistola, introdujo una bala en la recámara y apuntó al espacio negro que tenía delante, donde calculaba que se encontraba la puerta. El arma le pesaba en las manos, como si de pronto el agotamiento se hubiera apoderado de ella. Apoyó los codos en las rodillas sin dejar de apuntar al frente con la pistola, y se quedó esperando, como un cazador en un escondite, a que llegara la presa, esforzándose por tener paciencia, por mantenerse firme, por estar preparada. Esperó estar haciendo lo correcto. No veía otra alternativa.
Jeffrey caminaba al paso de un hombre condenado a muerte.
Caril Ann Curtin iba justo detrás de él, apretándole el cañón silenciado de su pistola contra el pequeño hueco tras su oreja derecha, una presión que evitaba de forma muy eficaz que él intentara alguna tontería como girar de golpe e intentar forcejear. Cerraba la marcha su padre, como un sacerdote en una procesión, sólo que, en vez de una Biblia, llevaba en sus manos el cuchillo de caza. Caril Ann le daba un golpecito en el cráneo con la pistola cuando debía indicarle que cambiara de dirección.
La casa y su decoración parecían desenfocadas. Jeffrey notaba que estaba perdiendo por momentos el dominio de sus facultades debido al miedo por lo que estaba ocurriendo, y pugnó en su fuero interno por aferrarse al pensamiento racional.
Nada había sucedido como él esperaba.
Había previsto un enfrentamiento a solas entre él y su padre, pero eso no se había producido. Todo era turbio, confuso. No veía con claridad ningún sentimiento, emoción o propósito. Se sentía como un niño pequeño atemorizado en su primer día de clase, apartado a empujones de la seguridad de su casa y de todo aquello que había dado por sentado. Aspiró profundamente, buscando al adulto en su interior, luchando contra el niño.
Llegaron a las escaleras que conducían al sótano.
– Ahora toca bajar, hijo -dijo Curtin.
«Descenso al infierno», pensó Jeffrey.
Caril Ann le dio unos golpecitos firmes en la cabeza con el arma.
– Hay un cuento muy conocido, Jeffrey -prosiguió Curtin mientras bajaban por las escaleras-. La dama o el tigre. ¿Qué hay detrás de la puerta? ¿Muerte instantánea o placer instantáneo? ¿Y sabes que ese cuento tiene una continuación? Se titula El disipador de las dudas. Eso es lo que mi maravillosa esposa debería ser para ti. La disipadora de las dudas. Porque la indecisión se castiga con severidad en este mundo. La gente que no aprovecha las oportunidades queda atrás rápidamente.
Llegaron al sótano. Era un cuarto de juegos terminado y amueblado con un estilo moderno. Había un televisor de pantalla grande en una pared, y un cómodo sofá de piel enfrente, a pocos metros, desde donde verlo. Su padre se detuvo para recoger un mando a distancia de una mesa de centro. Lo apuntó al aparato, pulsó un botón, y la pantalla se llenó de rayas grises y blancas causadas por el ruido atmosférico.
– Vídeos caseros -dijo su padre.
Apretó otro botón, y apareció una grabación descolorida. Seguramente su padre había quitado el sonido del televisor, pues no se oía nada, lo que confería a las imágenes un aspecto aún más pavoroso. Jeffrey vio en la pantalla a una joven desnuda, colgada por las muñecas de unas anillas en la pared. Le imploraba a quien estaba manejando la cámara, con el rostro bañado en lágrimas y demudado de terror. El objetivo se acercó a sus ojos, que denotaban que se encontraba al límite de sus fuerzas por el agotamiento, el miedo y la desesperación. Jeffrey se atragantó al reconocer el rostro aún vivo de la última víctima, un rostro que sólo había visto en un cadáver. Su padre pulsó otro botón, y la imagen se congeló en la pantalla que ocupaba casi toda la pared.
– Todavía parece distante, ¿verdad? -preguntó su padre, con cierta rapidez que revelaba el placer que sentía-. Lejano e imposible. Irreal, aunque ambos sabemos que una vez fue muy real y muy intenso. Hiperrealista, tal vez.
Su padre apretó el mando otra vez, y la imagen desapareció.
Caril Ann le apretó el cañón de la pistola contra la cabeza para empujarlo por el cuarto de juegos hacia la puerta que daba a lo que Jeffrey sabía que era la sala de música.
Curtin sonrió.
– A partir de este momento, todas las decisiones, todas las elecciones, estarán en tus manos. Posees toda la información. Has recibido todas las lecciones. Sabes todo lo que necesitas saber sobre el asesinato excepto una cosa. Qué se siente al matar a alguien.
Curtin se colocó a un lado de la puerta y pulsó un interruptor. Acto seguido, introdujo la llave en la cerradura y le dio la vuelta. Como el ayudante de un cirujano, extendió el brazo, asió la mano derecha de Jeffrey y le puso en ella el mango del cuchillo de caza. Ahora que iba modestamente armado, Caril Ann hundió la punta de la pistola en su carne. Curtin se volvió hacia Jeffrey con una amplia sonrisa, disfrutando lo indecible con el sufrimiento que estaba provocando. Su rostro estaba radiante con la pasión del momento, y Jeffrey se dio cuenta de que años atrás su madre lo había salvado, pero él, como un niño insensato que se niega a creer en lo que todo el mundo considera que es bueno, nunca había acabado de entender que era libre, que estaba a salvo, y una combinación de terquedad, mala suerte e indecisión lo había retrotraído al momento en que, con nueve años de edad, volvió la mirada atrás hacia el hombre que ahora se encontraba a su lado. No habría debido mirar atrás, ni una sola vez en esos veinticinco años. En cambio, en toda su vida no había hecho otra cosa que mirar atrás y, al fin, lo que tenía detrás había acabado por darle alcance, y ahora estaba planeando arruinarle el futuro.
Deseaba plantarle cara, pero no sabía cómo.
Читать дальше