Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana y Alexander: краткое содержание, описание и аннотация

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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– Muy bien, teniente -asintió Alexander-. Pero esto nos lleva a la segunda cosa que me ha sorprendido.

– ¿Y cuál es, señor?

– ¡Que en este puto batallón no tenemos ningún tanque!

– No es así, señor -contestó Ouspenski, sonriente-. Tenemos uno. Venga conmigo.

Cuando salieron de la tienda, Alexander vio que entre los árboles había un vehículo ligero de color verde, con el emblema de la Cruz Roja y el lema «¡Por Stalin!» pintados en uno de los lados. Era como los carros de combate que Tania fabricaba en la Kirov, pero un poco más pequeño: un T-34. Alexander dio unos pasos alrededor del tanque. Estaba algo castigado por la guerra, pero básicamente en buen estado. Las cadenas estaban intactas. Le gustó el número: 623. La torreta era grande, y el cañón más grande aún.

– ¡Cien milímetros! -exclamó Ouspenski.

– ¿Por qué coño está tan orgulloso? -le preguntó Alexander-. ¿Lo ha construido usted?

– No. Pero lo he robado yo.

Alexander no pudo reprimir una carcajada.

– ¿De dónde? -preguntó.

– Lo he rescatado de esa charca.

– ¿Estaba dentro del agua? ¿Se ha mojado la munición?

– No, no. Dentro del agua sólo estaban las ruedas y las cadenas Se encalló y ya no pudieron ponerlo en marcha.

– ¿Y cómo consiguió ponerlo en marcha usted?

– Yo no lo puse en marcha. Lo saqué del agua con la ayuda de treinta hombres, y luego Verenkov lo reparó. Ahora va como la seda.

– ¿De quién era?

– ¿Qué más da? ¿Del batallón anterior al nuestro?

– Aquí no ha habido ningún batallón antes del nuestro. ¿Aún no se ha dado cuenta de que somos los primeros en llegar a la línea de fuego?

– No sé, puede que estuvieran en el bosque y se retirasen. Había un cadáver flotando en la charca, quizás era el artillero.

– Un artillero no demasiado bueno -comentó Alexander.

– ¿No es fantástico?

– Sí, es estupendo. Pero nos lo quitarán. ¿Lleva mucha munición?

– Hasta los topes. Supongo que por eso encalló. En teoría sólo puede llevar 3.000 cartuchos de 7,62 milímetros y llevaba 6.000.

– ¿Alguno de cien milímetros?

– Sí, treinta. -Ouspenski sonrió-. Y quinientos de 11,63 milímetros para los morteros. También hay quince cohetes, y mire, una ametralladora pesada. Estamos bien servidos, capitán.

– Nos lo quitarán todo.

– Antes tendrán que enfrentarse a usted: será nuestro comandante de tanque -concluyó Ouspenski, llevándose la mano a la gorra.

– Es un placer que el teniente asigne tareas al capitán -observó Alexander.

Con Ouspenski de conductor, Telikov de artillero y Verenkov de cargador, Alexander defendió a sus hombres en las escaramuzas que se sucedieron a partir del verano de 1944 en los trescientos kilómetros que separaban Bielorrusia del este de Polonia. La lucha era encarnizada. Los alemanes no querían irse, cosa que a Alexander le parecía muy comprensible. Se calaba el casco y hacia avanzar al batallón a través del paisaje bielorruso sin dejarse detener por los lagos, los bosques, las muertes, las aldeas, las mujeres o el sueño. Alexander siguió avanzando hasta que las cadenas del tanque empezaban a soltarse, con un único objetivo en la cabeza: Alemania…

Dejaron atrás campo tras campo y bosque tras bosque, sin miedo del barro, los pantanos, las minas o las tormentas. Plantaban las tiendas a la orilla de los ríos, encendían una hoguera y cocinaban lo que podían pescar en las escudillas de latón que compartían de dos en dos (Ouspenski se repartía la comida con Alexander), intentaban dormir y al día siguiente seguían avanzando hacia las balas enemigas. En el territorio ruso había tres frentes soviéticos combatiendo a los alemanes: el frente de Ucrania, al sur; el frente del centro, y el frente del norte, del que formaba parte Alexander y que estaba a las órdenes del general Rokossovski. Pero los soviéticos no sólo querían expulsar a los alemanes, sino también apoderarse de una parte de su territorio en represalia por los estragos que habían causado en Rusia en los últimos dos años y medio. Por eso había millones de soviéticos marchando dificultosamente a través de Lituania, Letonia, Bielorrusia y Polonia. Stalin quería entrar en Berlín antes del otoño. Alexander no lo veía posible, pero no sería porque él no se esforzara. Atravesaba un terreno minado tras otro, dejando los antiguos campos de patatas cubiertos por los cadáveres de sus hombres. Los supervivientes empuñaban el fusil y seguían avanzando. Su batallón contaba con un equipo de doce zapadores que se encargaban de localizar y desactivar las minas. Pero también fueron cayendo uno tras otro y Alexander tuvo que pedir que le enviaran más. Al final decidió enseñar a sus soldados a localizar las minas y desactivar las espoletas. Y cuando terminaban de atravesar un campo minado, entraban en un bosque y se encontraban con los alemanes esperándolos entre los árboles. Cinco batallones disciplinarios tenían que adentrarse los primeros en los bosques y cruzar los primeros los ríos y los marjales, abriendo el camino a las divisiones regulares. Y después venían otros bosques y otros campos.

Por suerte aún no había llegado el invierno, pero las noches eran frías y húmedas. Los soldados del batallón se salvaron del tifus porque podían lavarse en los ríos, que aún no se habían congelado.

El tifus significaba la muerte frente al pelotón de ejecución, ya que el ejército no podía permitirse una epidemia. Los soldados de los batallones disciplinarios eran los primeros en caer y también los primeros en ser sustituidos, dada la abundancia de presos políticos que podían morir por la Madre Rusia. Para levantar la moral de los batallones de castigo, Stalin decidió introducir un toque de distinción proporcionándoles uniformes nuevos… o no tan nuevos. En 1943 ordenó que todos los soldados de estos batallones, mandos incluidos usaran el uniforme del Ejército Imperial del zar, de tela gris con hombreras rojas y galones dorados, con el que morir en el fango, pues se revestía de dignidad, y tropezar con una mina se convertía en un gran honor. Hasta Ouspenski parecía respirar mejor con su único pulmón si iba vestido con el mismo uniforme que habría llevado puesto para dar su vida por el emperador.

Alexander había ordenado a sus soldados que se rasurasen para controlar los piojos. No tenían pelo en la cabeza ni en las axilas ni en ninguna parte de sus cuerpos. Después de combatir varios días seguidos, estaban un día entero afeitándose en el río.

A Alexander le costaba distinguirlos. Unos eran un poco más altos que la media, otros más bajos, los había con marcas de nacimiento y los había totalmente lisos, y algunos tenían la piel morena aunque la mayoría eran de piel clara y enrojecida por el sol. Muy pocos eran pecosos. Algunos tenían los ojos verdes, y otros, castaños, y uno, el cabo Yermenko, tenía un ojo verde y el otro castaño.

En la vida civil, lo que distinguía a unos hombres de otros era el pelo, tanto el de la cabeza como el del cuerpo. En la guerra, en cambio, el rasgo más distintivo de los soldados eran sus cicatrices de batalla. Cicatrices producidas por cortes de bayoneta, por impactos de bala, por fracturas abiertas, por el roce de un proyectil, por las quemaduras de la pólvora. Cicatrices en los brazos, en los hombros, a veces en las pantorrillas. Eran muy pocos los que sobrevivían con una cicatriz en el pecho, el abdomen o el cráneo.

Alexander reconocía al teniente Ouspenski por su respiración sibilante y por la cicatriz a la altura del pulmón derecho, y al sargento Telikov por su cuerpo largo y flaco y de piel muy blanca, y al sargento Verenkov por su cuerpo rechoncho que en otro tiempo estaba casi completamente cubierto de vello negro y ahora estaba casi completamente cubierto de una pelusilla oscura.

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