Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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Los árboles se quedaron sin hojas, el sargento Melkov murió, llegó el frío, el decimocuarto invierno desde que la familia Barrington se había trasladado a la Unión Soviética, el segundo desde el que se había llevado a todos los familiares de Tatiana, y Alexander no cejó en su sangriento avance hacia la cima de la montaña. Recibió cientos de soldados más. En diciembre de 1943 logró expulsar a los alemanes de la ladera oriental de la montaña.

Desde lo alto del Pulkovo, mirando al norte, Alexander podía ver las escasas luces que aún brillaban en Leningrado. A menor distancia en un día claro, veía las columnas de humo de la Kirov, que seguía produciendo armas para la defensa de la ciudad. Con los prismáticos alcanzaba a ver el muro exterior, y podía verse a sí mismo con la gorra en la mano, esperando día tras día, semana tras semana, a que saliera Tatiana por las puertas de la fábrica.

Pero para eso no necesitaba subir a la cima del Pulkovo.

Alexander celebró la Nochevieja de 1943 sentado frente a una hoguera acompañado de sus tres tenientes, sus tres subtenientes y sus tres sargentos. Bebió vodka con Ouspenski. Todos veían con optimismo el futuro y pensaban que los alemanes no tardarían en irse de Rusia. Después de los acontecimientos del verano, de los hechos de Siniavino y de la batalla de Kursk, de la liberación de Kiev en noviembre y la de Crimea hacía tan sólo unas semanas, Alexander estaba convencido de que 1944 sería el último año con alemanes en suelo soviético. Su misión era avanzar hacia el oeste con el batallón disciplinario y enviar a los alemanes de vuelta a su tierra.

Ésta fue su decisión de Año Nuevo: avanzar hacia el oeste, donde estaba su única esperanza.

Se animó a beber otro vaso. Alguien que ya estaba borracho contó un chiste malo sobre Stalin. Otro lloró por su mujer. Alexander estaba casi seguro de que no había sido él. Intentaba mantener una fachada de dureza. Ouspenski brindó con él y se terminó la botella de vodka.

– ¿Por qué no nos dan permiso como a los demás soldados? -se quejó Ouspenski, bebido, deprimido y sentimental-. ¿Por qué no podemos pasar el Año Nuevo en casa?

– No sé si se ha dado cuenta, teniente, pero estamos en guerra. Mañana dormiremos hasta que se nos pase la resaca, y el martes volveremos a la batalla. Antes de un mes habremos roto el cerco de Leningrado. Habremos echado a los nazis y la ciudad se habrá salvado gracias a nuestros esfuerzos.

– Me importan una mierda los nazis. Lo que quiero es ver a mi mujer -exclamó Ouspenski-. Usted no tiene a donde ir… por eso piensa en expulsar a los alemanes.

– Sí tengo a donde ir -respondió pausadamente Alexander.

– ¿Tiene familia? -le preguntó Ouspenski, mirándolo con suspicacia.

– Por aquí no.

Por algún motivo, su respuesta sólo sirvió para poner aún más melancólico a Ouspenski.

– Mírelo por el lado bueno, Nikolai -dijo Alexander, animándose a llamarlo por el nombre de pila-. Ahora mismo no estamos rodeados por el enemigo, ¿no?

Ouspenski no dijo nada.

– Nos hemos acabado una botella de vodka en un par de horas -continuó Alexander-. Hemos podido comer jamón, arenque ahumado, encurtidos y hasta pan negro recién hecho. Hemos contado chistes, nos hemos reído, hemos fumado… Piense que podría ser mucho peor.

Alexander no quería que su mente se adentrase en sus propias cámaras de tortura.

– No sé usted, capitán, pero yo tengo una mujer y dos niños y no los veo desde hace diez meses. La última vez fue justo antes de caer herido. Mi mujer cree que estoy muerto. Estoy seguro de que no le llegan mis cartas, porque no me contesta.

Ouspenski hizo una pausa y se echó a temblar como una hoja.

Alexander no respondió.

«Yo tengo una mujer y un hijo y tampoco puedo verlos. ¿Qué ha sido de ella, qué ha sido del niño? ¿Habrán llegado a algún sitio? ¿Estarán a salvo? ¿Cómo puedo continuar viviendo sin saber si Tatiana está bien?

»No puedo.

»No puedo seguir viviendo sin saber si ella está bien.»

No temerás los terrores de la noche… ni la flecha que vuela de día…

Ouspenski abrió otra botella de vodka y tomó directamente un trago.

– ¡A la mierda todo! -exclamó-. La vida es muy dura.

Alexander le arrebató la botella de las manos y bebió un trago él también.

– ¿Comparada con qué? -preguntó.

Dio una calada al cigarrillo, dejando que el humo acre pasara a través del nudo que le oprimía la garganta.

– Vamos a emborracharnos, Tania.

– ¿Por qué?

– Para fumar, para beber, para celebrar tu cumpleaños y nuestra boda para divertirnos -contesta Alexander, encogiéndose de hombros.

– Tonto… Mi cumpleaños fue hace una semana y ya lo celebramos. -Tatiana sonríe-. Hiciste helado, ¿no te acuerdas?

Alexander la levanta hasta que sus pies no tocan el suelo.

Ella lo rodea con sus brazos.

– De acuerdo, tomaré un poquito de vodka.

– Un poquito no. Una cantidad inconmensurable. ¡Alcemos los vasos…!

En el claro del bosque, junto al fuego, Alexander sirve dos va sos de vodka. Ella está arrodillada sobre la manta, mirándolo expec tante. Él se arrodilla delante de ella.

– …Y brindemos por nuestra maravillosa vida.

Tatiana alza el vaso.

– De acuerdo, Alexander. Brindemos por nuestra maravillosa vida.

Capítulo 19

Nueva York, junio de 1944

La habitación es totalmente blanca. Los visillos blancos apenas se mueven. La ventana está cerrada y no hay corriente. No entra el aire rosado y luminoso del exterior.

Estoy sentada en el suelo de mi habitación blanca. La puerta marrón claro está cerrada. La aldaba metálica está en su sitio. Las bisagras están oxidadas y crujen al girar.

Abrir y cerrar.

Sostengo frente a mí la mochila negra, y dentro de la mochila, él está vivo. Su gorra beige, su fotografía en blanco y negro, con sus dientes tan blancos y sus ojos de color caramelo.

Estoy sentada en el suelo de baldosas grises, y fuera, a menos de una hora de aquí, está el monte Bear. Y los árboles de la montaña se tiñen de bermellón y sepia a la luz cobriza del atardecer. Como sus ojos del color del cobre y sus labios del color del ocaso. En Central Park puedo jugar al béisbol con mi bate marrón. Como él cuando era niño… cuando era un Boy Scout.

Puedo hacer un nudo corredizo como él me enseñó.

Puedo subirme a un árbol.

Puedo balancearme a la luz de la luna.

Hundirme en el agua, bajo el cielo carmesí.

A través de la ventana, justo detrás del blanco, amarillo y rojo de la bandera norteamericana, más allá de la puerta dorada y los pabellones neogóticos de Ellis, resplandece la bahía de aguas turquesa que conduce al mar salobre y agitado, al océano rugiente y sollozante.

Mis colores van de la luna al sol, del óxido al cielo. Los océanos nos separan cuando nos sumergimos en la tormenta blanca de la que fue y será mi vida. La tormenta de cielo y de hielo y de niebla y de bruma. El hielo resquebrajado se cubre de sangre. Bajo el hielo estás tú, y también estoy yo. Estoy sentada sobre las baldosas grises, pasó los dedos por la tela negra de la mochila, por el cañón metálico de la pistola, por las hojas amarillentas de tu libro salvador, por los billetes de dólar nuevecitos y verdes, de los que aún quedan tantos.

Toco la fotografía en la que estamos tú y yo recién casados, volando el uno hacia el otro tras despegar las alas rojas del fuego prometeico.

Fuera ululan las sirenas, la pelota choca con el bate, llora el niño sangra el hielo grisáceo. Y yo sigo sentada sobre las baldosas, y delante tengo la mochila negra que contiene nuestra súbita esperanza. Eternamente sobre el suelo, la mochila del color de mi tristeza.

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