Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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Habría podido decirse eso, llegar a la conclusión de que tenía que ser así. ¡Era tan fácil!

Sin embargo, Alexander sabía que no hay nada fácil en la vida, no hay días fáciles ni elecciones fáciles ni salidas fáciles.

Sólo tenía una vida, era lo único que tenía. Y en junio de 1942., Alexander partió hacia Lazarevo, sosteniendo su vida en las manos.

La encontró en la ribera del Kama, preciosa y recuperada, no sólo con el fulgor de antaño sino con otro fulgor aún más claro y poderoso. Mirara hacia donde mirara, Tatiana siempre reflejaba la luz.

No tardaron en descender hasta la orilla del poderoso río Kama. Ella bajó con él, sin mirar atrás.

Tatiana nunca sabría lo que había significado su inocencia para él, el pecador impenitente que había visto y hecho tantas cosas poco santas. Pero Alexander lo sabía, lo sentía a través de ella, y sabia que si Tatiana había decidido entregarse a él en la tienda plantada en la orilla del Kama era porque él era el único hombre al que había deseado, el único al que había amado jamás.

Llevaba demasiado tiempo soñando con verla desnuda, hermosa y desnuda, preparada para aceptarlo.

La abrazó. Tenía miedo de hacerle daño. Hasta entonces nunca había estado con una muchacha virgen, ni siquiera sabía si debía hacer algo especial. Tatiana iba a bautizarlo con su cuerpo. Alexander dejaba de existir: el hombre que había sido hasta entonces iba a morir y a renacer en el interior de un corazón perfecto, de un alma perfecta que estaba dispuesta a entregarse como un regalo de Dios. Entregarse a él, por él.

Pensó que Tatiana no tenía a nadie en el mundo. A nadie, sólo a él. Igual que él.

Antes del ejército, Alexander tenía a sus padres, pero ya no podía contar con ellos.

Antes de la Unión Soviética tenía a sus abuelos y a una tía, pero tampoco podía contar con ellos.

Antes de la Unión Soviética tenía a Estados Unidos, pero tampoco podía contar ya con Estados Unidos.

En los últimos cinco años de su vida había estado con mujeres de las que ya no recordaba los nombres ni las caras, mujeres que para él no significaban más que un rato agradable en una noche de sábado. Con ellas establecía vínculos fugaces, que desaparecían en cuanto el momento terminaba. No había nada perdurable en el Ejército Rojo, ni en la Unión Soviética, ni en el interior de Alexander.

En los últimos cinco años de su vida había vivido rodeado de mujeres jóvenes que podían morir en cualquier momento, delante de él, mientras las protegía, mientras las salvaba, mientras las llevaba de vuelta a la base. Los vínculos que establecía con ellas eran reales pero transitorios. Alexander conocía mejor que nadie la fragilidad de la vida en la guerra soviética.

Sin embargo, Tatiana había perdurado más allá del hambre, se había abierto camino sobre la nieve del Volga y había conseguido llegar hasta su tienda para enseñarle que en la vida había una sola cosa permanente. En el tapiz de la existencia de Alexander había un único hilo que no podría romperse con la muerte, el dolor, la distancia, el tiempo, la guerra o el comunismo. «No hay nada capaz de romperlo -susurró Tatiana. Y con su aliento, su cuerpo y sus labios, añadió-; Mientras yo esté en el mundo, mientras respire, tú perdurarás, soldado.»

Y él tuvo fe. Y quedaron unidos ante Dios.

Alexander estaba sentado sobre la manta, con la espalda apoyada en el tronco de un abedul, y ella se había sentado a horcajadas sobre él y lo besaba con tanta pasión que no le dejaba tomar aliento.

– Para un momento, Tania -susurró Alexander.

Era su tercera mañana como marido y mujer. Se levantaron, se lavaron, bebieron y se acomodaron bajo las ramas del abedul.

– Shura, cariño, me parece increíble que seas mi marido. ¿A quién puedo llamar «mi marido»?

– A mí, por ejemplo.

– Shura, mi marido para toda la vida.

– Mmm…

Sus manos acariciaban los muslos de Tatiana.

– ¿Sabes qué significa eso? Has jurado que durante el resto de tu vida sólo harás el amor conmigo.

– Me gusta la perspectiva.

– ¿Sabes? He leído que en algunas culturas africanas podría quedarme con tu hígado en señal de amor.

Tatiana ahogó una risita.

– Quédate con mi hígado, Tatia, pero ya no te serviré de mucho. Tal vez deberías hacerme el amor primero.

– Espera, Shura.

– No. Quítate el vestido. Quítatelo todo.

Ella obedeció.

– Y ahora, siéntate encima de mí.

– Pero tú estás vestido.

– Ya lo sé. Siéntate encima de mí.

Alexander la miró con auténtica avidez. Tatiana tenía un cuerpo bello, y Alexander podía verlo entero. Tania, compacta, menuda, suave, dulce desde la clavícula hasta las plantas de los pies, estaba hecha a la medida de su deseo. Su joven esposa tenía todo lo que le gustaba del cuerpo femenino. Tenía una cintura estrecha y unas caderas finamente redondeadas, unos muslos delgados y unos senos turgentes de pezones perpetuamente erectos. Todo su cuerpo, desde el cabello suave y dorado hasta las plantas de los pies, tenía el don de la sedosidad. Alexander empezó a respirar entrecortadamente.

– Ven conmigo -dijo, abriendo los brazos.

Tatiana se sentó a horcajadas sobre él.

– ¿Así?

– Fantástico -respondió Alexander, acariciando el espléndido cuerpo de Tatiana.

Gimió al sentir el tacto de su piel. Tatiana se irguió un poco más para que él pudiera besarle los pechos. Alexander le puso las manos en las caderas y cerró los ojos.

– Tania, ¿sabías que en Etiopia las recién casadas que quieren estar más guapas para sus maridos se hacen cortes en el pecho y les echan ceniza para que se formen cicatrices?

Tatiana volvió a sentarse, lo miró a los ojos y contestó:

– ¿A ti eso te parecería atractivo?

– No especialmente. -Alexander sonrió-. Lo que encuentro interesante es la idea del sacrificio.

– Quieres sacrificio… Yo te diré qué es sacrificio. Creo que es también en Etiopía -añadió- donde las mujeres se rasuran todo el cuerpo.

– Mmm…

– ¿Eso te parece interesante?

Alexander la había estrechado contra su cuerpo y había empezado a lamerle los labios.

– No puedo decir que no me gustaría…

– ¡Shura!

– ¿Qué pasa? ¿No sabes que en algunas culturas africanas, las mujeres no pueden hablar con sus maridos si ellos no les dirigen antes la palabra?

– Sí. Y en otras, el marido y su primo pueden compartir el lecho nupcial con la mujer si ella así lo desea. ¿Qué te parece eso? -sin esperar respuesta, añadió-: Y en otras, yo tendría que ir completamente cubierta por una… ¿cómo se llama eso?

– Una caja negra -respondió Alexander con una sonrisa.

– No, el nombre verdadero.

– Un burka.

– ¡Ah, sí! Un burka. Tendría que pasarme la vida cubierta con un burka de la cabeza a los pies, pero el día de nuestra boda tendríamos que descubrir mi cara entre los dos y el que colocara antes la mano sobre la tela sería quien mandaría en el matrimonio. -Tatiana se echó a reír con una risa contagiosa-. ¿Qué tradición prefieres, marido mío?

Alexander le rodeó el trasero con las manos. Se quedó un momento sin poder hablar, mientras ella seguía besándolo implacablemente.

– En primer lugar -dijo al final Alexander, con voz ronca de deseo-, la hermana de mi padre no tuvo hijos, así que la tradición del primo queda descartada. Y sí, me gustaría que llevaras una caja negra para que nadie más pudiera mirarte. Y en cuanto a la tercera tradición, me cuesta imaginar que una renacuaja como tú pueda mandar en nada.

– No imagines tanto, soldado -dijo Tatiana con resolución

Sus labios lo devoraron.

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