Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana y Alexander: краткое содержание, описание и аннотация

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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Capítulo 35

Oranienburgo (Alemania), 1943

Cuando bajaron definitivamente del tren, Alexander no sabía en qué mes estaban. Hacía tiempo que lo habían separado de Ouspenski y lo habían encadenado a un teniente bajito, rubio y simpático llamado Maxim Misnoi, que hablaba poco y dormía mucho. Ouspenski, con la mandíbula rota, había seguido viajando en otro vagón.

Durante el viaje en tren, Maxim Misnoi le había contado su vida. Se había incorporado al frente como voluntario en 1941 y en el 42 aún no le habían dado ninguna pistola para la cartuchera. Los alemanes lo habían apresado en cuatro ocasiones, y él se había fugado tres veces. Había salido de Buchenwald cuando los norteamericanos liberaron el campo, pero por su lealtad al Ejército Rojo se había trasladado al Elba para apoyar a sus compatriotas en la batalla de Berlín. Su heroísmo le había valido una Estrella Roja. En Berlín, los rusos lo habían acusado de traición y lo habían condenado a quince años de cárcel, pero Misnoi era demasiado bondadoso para enfurecerse.

Cuando bajaron del tren, los obligaron a formar dos filas y caminar dos kilómetros por un camino flanqueado de árboles, hasta que dejaron atrás un edificio amarillo y terminaron frente a un portón flanqueado por una imponente torre de vigilancia. En la torre había un reloj, y a uno y otro lado de la esfera había dos centinelas armados con ametralladoras.

– ¿Buchenwald? -preguntó Alexander.

– No -respondió Misnoi.

– ¿Auschwitz?

– No, no.

En el portón, unas letras metálicas formaban la frase: «Arbeit MachtFrei».

– ¿Qué querrá decir? -preguntó el soldado que los seguía en la hilera.

– «¡Vosotros, los que entráis, abandonad toda esperanza!» -contestó Alexander.

– No -lo corrigió Misnoi-. Es: «El trabajo os hará libres»

– Lo que yo decía…

Misnoi se echó a reír.

– Es un campo de Clase Uno, para prisioneros políticos. Sachsenhausen, probablemente. En Buchenwald había otro letrero; allá encerraban a los autores de delitos más graves.

– ¿Como usted?

– Sí, como yo. -Misnoi sonrió complacido-. En Buchenwald decía «Jeden das Seine», «A cada uno lo suyo».

– ¡Los alemanes, siempre tan inspirados…! -exclamó Alexander.

El comandante del campo, un hombre gordo y repulsivo que respondía al nombre de Brestov y era incapaz de hablar sin escupir, les confirmó que estaban en Sachsenhausen. El recinto se había construido en la misma época que Buchenwald, se había usado como campo de trabajo y de exterminio y había albergado a homosexuales condenados a trabajar en la fábrica de ladrillos situada fuera de la verja, a militares soviéticos y a algunos prisioneros judíos. Prácticamente todos los soviéticos que habían ingresado en Sachsenhausen habían terminado enterrados allá. Cuando pasó a estar controlado por la URSS, Sachsenhausen fue rebautizado como «campo especial número 7», lo cual significaba que había por lo menos otros seis similares.

Una vez entraron, Alexander observó que la mayoría de los prisioneros que deambulaban entre los barracones y el comedor o la lavandería o que trabajaban en la zona de talleres no mostraban la actitud humillada de los rusos sino el porte altivo de los arios.

No se equivocaba, ya que casi todos los ocupantes del campo eran alemanes. Alexander y sus compañeros fueron a parar al anexo especial que los nazis habían añadido en su momento para alojar a los militares aliados. La denominada «zona 2.» constaba de veinte bloques de ladrillo y se situaba en la esquina más alejada del portón de entrada, fuera del área principal, que tenía forma de triangulo equilátero y contenía cuarenta barracones.

Tras su conversión en campo especial número 7, Sachsenhausen había mantenido esta división en dos áreas diferenciadas: la de nominada «zona 1», el recinto principal, se empleaba para la «prisión preventiva» de civiles y soldados alemanes, mientras que el anexo se reservaba para alojar a los oficiales nazis juzgados por delitos contra la Unión Soviética.

Aunque compartían el anexo con los oficiales alemanes, Alexander y sus compañeros tenían seis o siete barracones para ellos solos y estaban sometidos a diferentes horarios de recuento y de comida. Alexander se preguntó cuándo se difuminarían las diferencias y pasarían a ser considerados enemigos de la Unión Soviética como el resto de los ocupantes del campo.

El primer trabajo que les encomendaron fue vallar un terreno situado a la derecha de los barracones y destinado a sepultar a los futuros muertos del campo especial número 7. Alexander se admiró de la capacidad de previsión del NKGB, que acondicionaba el cementerio antes de que hubiera ninguna baja, y se preguntó dónde estarían enterrados los muertos de la etapa alemana, entre ellos el hijo de Stalin.

Mientras recorrían las instalaciones, les mostraron un pequeño recinto pegado a la valla principal y situado dentro del área industrial. En el interior había un foso de ejecución y al lado un crematorio. El guardián les explicó que era allá donde los asquerosos nazis ejecutaban a los prisioneros de guerra soviéticos, a los que obligaban a colocarse de pie junto a un poste para medirlos antes de dispararles en la nuca a través de un agujero de la pared.

– Les aseguro que ningún militar aliado ha visto este foso -declaró el guardián.

– ¿Por qué será? -preguntó Alexander, meneando la cabeza con expresión burlona.

El comentario le valió un golpe con la culata del fusil y un día de calabozo.

Alexander comenzó a trabajar en la zona de talleres, un recinto vallado donde los soviéticos se dedicaban a cortar troncos procedentes de los bosques de Oranienburgo. Al cabo de un tiempo se ofreció voluntario para talar árboles. A las siete y cuarto de la mañana, después del recuento, salía del campo con otros prisioneros y no regresaba hasta las seis menos cuarto de la tarde. Trabajaba sin descanso pero a cambio recibía más comida y podía salir al aire libre y estar a solas con sus pensamientos. A finales de septiembre, cuando empezó el frío, el arreglo ya no le pareció tan bueno. En octubre se moría por manejar un soplete o un martillo en alguno de los talleres, que al menos estaban caldeados. Pero tenía que seguir trabajando al aire libre, con las botas sujetas con cordeles y unos guantes agujereados (un fallo imperdonable en un guante). Afortunadamente, el continuo movimiento lo ayudaba a entrar en calor. Los diez guardianes que vigilaban a los veinte prisioneros iban bien abrigados, pero se pasaban las diez horas en el mismo sitio, dando saltitos sobre los pies helados. Verlos sufrir no era un gran consuelo.

El cementerio empezó a llenarse con la llegada del frío, y a Alexander le ordenaron cavar más tumbas. Los alemanes no lo estaban pasando bien en los campos dirigidos por los soviéticos. Habían resistido seis años de una guerra atroz, pero en el campo especial número 7 comenzaron a debilitarse. Cada vez había más gente, y cada vez había menos espacio libre. Los barracones ya estaban atestados y las literas que construían los prisioneros en la zona de talleres estaban cada vez más juntas.

El campo especial número 7, antes conocido como Sachsenhausen, no estaba administrado por el ejército soviético destacado en Berlín sino por la Dirección General de Campos de Trabajo, que recibía el nombre de Gulag.

El hecho de encontrarse en un presidio del Gulag resultaba insidiosamente descorazonador para Alexander y los cinco mil soviéticos que ocupaban el campo. Muchos de ellos ya habían sido prisioneros de guerra y sabían qué era la privación de libertad, pero mientras estuvieron en manos de los alemanes nunca habían tenido la sensación, ni siquiera en los inviernos más crudos, de que el encierro sería definitivo y fatal. Y es que por entonces todavía eran militares y no habían perdido la esperanza de la victoria, la huida o la liberación. En cambio, en la Alemania ocupada, la victoria ya se había producido, la liberación equivalía a una rendición y la huida era imposible. El momento, el lugar, la condena… eran el fin de toda esperanza, de toda fe, de todo.

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