Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana y Alexander: краткое содержание, описание и аннотация

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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Pero no me salvé de Tatiana.

Tendré cincuenta y un años cuando me dejen salir.

Se sentía tan viejo, después de haber sido tan joven al lado de ella…

Alexander llevaba demasiadas horas en el bosque, solo con sus pensamientos. Lo envolvía un silencio fantasmal, pavoroso y gélido. Miró en derredor y oyó un ruido. No sabía qué era, pero le resultaba familiar. Contuvo el aliento. ¿Lo oiría otra vez?

¡Aja! A escasa distancia, sonó una leve risa. Alexander colocó un tronco sobre el soporte y alzó el hacha, pero no se movió.

Volvió a oír aquel sonido leve y trémulo, tan familiar que le dolieron los huesos. «Tatiana», susurró Alexander.

Tatiana se le acerca, pálida. Lleva un bañador a topos y le ha crecido el pelo. Se le acerca y se sienta sobre el tronco, no lo deja se guir cortando leña. Alexander enciende un cigarrillo y la observa en silencio. No sabe qué decirle.

– Alexander. -Es ella la que habla primero-. Estás vivo y has en vejecido. ¿Qué te ha pasado?

– ¿Qué aspecto tengo? -pregunta él.

– El de un hombre de cincuenta años.

– Tengo cincuenta años.

Tatiana sonríe.

– Tú tienes cincuenta y yo diecisiete. -Emite una risa melodiosa-. Qué injusta es la vida. ¡La, la, la…!

– ¿Te acuerdas de Lazarevo, Tania? ¿Recuerdas el verano del 42? -¿ Qué verano del 42 ? Fallecí en el 41 y tendré diecisiete años du rante toda la eternidad. ¿Te acuerdas de Dasha? ¡Ven, Dasha! ¡Mira a quién me acabo de encontrar!

– ¿Qué dices, Tania? Mírate: no estás muerta. Espera, no llames a Dasha.

– ¡Ven, Dasba! Claro que estoy muerta. Pensabas que mi her mana y yo podríamos sobrevivir al asedio de Leningrado? Era impo sible. Llegó la mañana en que ya no fui capaz de levantar el cubo de agua o de bajar a la calle a por las raciones de comida. Nos tumba mos las dos en la cama, se estaba bien, no podíamos movernos, nos tapamos con una manta, el fuego se apagó, se acabó el pan, ya no volvimos a levantarnos.

– Espera…

Tania le sonríe con sus dientes blancos, sus pecas, sus trenzas, sus pechos, con todos los detalles.

– ¿Por qué estás cortando leña, Alexander?

– ¿Y a mí qué me pasó, Tania? ¿Por qué no te ayudé?

– ¿Ayudarme cómo?

– Llevándote pan, dándote mis raciones de comida… ¿Por qué no te saqué de Leningrado?

– ¿Qué quieres decir? Después de septiembre, no volvimos a verte. ¿Adonde fuiste? Dijiste que te casarías con Dasha y desapareciste. Ella pensó que habías huido de ella.

– ¿De ella? -dice Alexander, desconcertado-. ¿No de ti?

– ¿De mí? -repite jovialmente Tania.

– ¿Qué me dices de nuestra conversación en San Isaac, qué me dices de Luga?

– ¿Por qué hablas de San Isaac o de Luga? ¿Dónde andas, Dasha? ¡Ven! ¡No vas a creer a quién me acabo de encontrar!

– ¿Por qué actúas como si no supieras de qué hablo, Tania? -in siste Alexander-. ¡Me vas a romper el corazón! Por favor, deja de fingir y dime una palabra de consuelo.

Tania deja de saltar de repente, sus trenzas dejan de bailar, se vuelve a mirar a Alexander.

– ¿Qué decías, Alex?

– ¿Cómo me has llamado?

– Alex.

– Nunca me llamaste así.

– ¿Qué quieres decir? Siempre te llamábamos Alex…

Alexander, para no volverse loco, lucha desesperadamente por despertarse e interrumpir el sueño. Pero no duerme: está despierto y tiene el hacha frente a él. Y Tatiana está dando saltitos sobre una sola pierna.

– ¿Qué me dices de Luga, Tania?

– Teníamos una dacha en Luga. Pensábamos que podríamos ins talarnos allá después de la guerra, pero no lo conseguimos.

– ¿Cómo me has reconocido? -pregunta Alexander-. ¿Cómo sa bes con quién estás hablando?

– ¿Qué quieres decir? -Su risa cantarina dibuja ondas en la su perficie del río-. Eres el novio de mi hermana.

– ¿ Y cómo nos conocimos tú y yo?

– Nos presentó ella. Llevaba semanas hablando de ti, y un día viniste a cenar.

– ¿Cuándo?

– No lo sé, en julio.

– ¿No fue el 22 de junio cuando nos conocimos? Era el primer día de la guerra y coincidimos en la parada del autobús, ¿no te acuerdas?

– ¿El 22 de junio? No, no fue entonces.

– ¿No estabas sentada en un banco, comiéndote un helado?

– Sí…

– ¿Y no se quedó mirándote un soldado (que era yo) desde el otro lado de la calle?

– No había ningún soldado -dice Tatiana con convicción-. La calle estaba desierta. Terminé el helado y cogí el autobús para ir a la avenida Nevski. Compré caviar en Elisei. Pero no duró mucho, no nos ayudó a pasar el invierno.

– ¿Y yo dónde estaba? -exclama Alexander.

– No lo sé -contesta Tatiana con una voz aguda, sin dejar de dar saltitos-. Yo no vi a nadie.

Alexander, muy pálido, la mira a los ojos. La expresión de Ta tiana no refleja cariño… sólo diversión.

– ¿Por qué no ayudé a tu hermana durante el asedio? -consigue pronunciar.

Tatiana baja la voz y responde en un susurro nervioso:

– No sé si será verdad, Alexander, pero Dimitri nos contó que habías huido tú solo a Estados Unidos. ¿Es cierto? ¿Nos abandonaste? -Tatiana se echa a reír-. ¡Qué maravilla, Estados Unidos! ¡Ven aquí, Dasha! -Se vuelve hacia Alexander-. Dasha y yo hablamos mucho de tu huida en los meses del invierno, estábamos tumbadas en la cama y decíamos: «Seguro que Alexander no pasa hambre ni frio. ¿Crees que en Estados Unidos encenderán la calefacción du rante la guerra? ¿Tendrán pan blanco?».

Hace rato que Alexander se ha dejado caer de rodillas sobre la nieve.

– Tania, Tania… -suplica con voz desesperada, alzando la vista hacia sus ojos.

– ¿Cómo me has llamado?

– Tatiasha, esposa mía… Tania, madre de mi hijo… ¿no te acuerdas de Lazarevo?

– ¿De qué? -dice Tatiana, frunciendo el ceño-. Qué raro estás, Alexander. ¿De qué me hablas? No soy tu esposa, nunca me he ca sado con nadie. -Suelta una risita y se encoge de hombros-. ¿Tu hijo? Sabes perfectamente que nunca he tenido novio. -Sus ojos parpadean-. Eso quedaba para mi querida hermana. Ven aquí, Dasha, mira a quién acabo de encontrar. Háblame de tu novio Alexander. ¿Cómo es?

Tatiana se aleja sin mirar atrás, y su risa se desvanece.

Alexander soltó el hacha, se puso en pie y echó a andar.

Lo capturaron en el bosque, lo devolvieron al campo y lo metieron en el calabozo. Cuando llevaba dos semanas encerrado, abrió los grilletes con un alfiler que había conseguido esconder en una bota. Volvieron a ponerle grilletes en las piernas y le quitaron las botas, pero Alexander abrió los grilletes con un trocito de metal que encontró en el suelo de la celda de aislamiento. Le dieron una paliza y lo dejaron veinticuatro horas colgado de los pies, cabeza abajo. Terminó con las muñecas dislocadas por los esfuerzos que hizo para mantenerse erguido.

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