Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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– Lo superaré… ¡Lárgate!

Cuando Jeb se hubo marchado, Tatiana cerró la puerta del piso con llave y puso la cadenilla de seguridad. Se lavó la cara y las manos y entró a ver a su hijo, al que encontró acurrucado en un rincón. Lo metió en la cama y lo arropó, pero fue incapaz de hablar. Le palmeó el hombro por encima de la colcha y salió del dormitorio.

A pesar del frío, Tatiana se sentó en el rellano de la escalera de incendios. Seis pisos más abajo sonó el ulular de una ambulancia que pasaba a toda velocidad por la calle Church.

«No puedo seguir viviendo así», pensó Tatiana.

«Me tumbaré en el trineo, cerraré los ojos y él me arrastrará por las calles nevadas hasta la casa de Quinto Soviet, pero cuando lleguemos no sentiré el tacto de su mano en mi mejilla.»

Tatiana miró la pistola que tenía en el regazo, con siete balas en la recámara, y pensó: «Sólo se necesita una fracción de segundo, una milésima de segundo, para que todo acabe. Así de fácil».

Cerró los ojos. «Qué alivio no tener que despertarse nunca mas. No tener que despertarse y pensar en él tendido sobre el hielo.»

«Qué alivio, no sentir este ahogo.

» No amar.

»No herir, ni desear, ni sentir pesar. Como si pesar no fuera solo mi derecho, mi prerrogativa, mi privilegio, sino también mi castigo. Acaricio mi pesar como antes lo acariciaba a él; mientras el pesar esté aquí, él está aquí; mientras siga fingiendo que vivo, puedo estar cerca de él. Lo he mantenido a raya durante casi tres años, guardado en la carreta de la desesperación. Ahora estoy desconsolada, dejadme en paz, dejadme contemplar mi pesar con toda mi pasión y todo mi ardor.

»Pensábamos que mi fuerza me permitiría superarlo, pensábamos que sería capaz de sobrevivir a todo esto.

»Pero nos equivocábamos.

»Al parecer, no consigo superar tu ausencia.

»Y sin embargo, es lo que más ansío…

»Qué alivio sentiría, qué placer, si no tuviera que vivir por los dos.» Tatiana alzó las manos y miró la pistola.

En la hora más negra de su vida, Tatiana oyó la voz de su hijo:

– ¡Mamá!

El niño, con los labios temblorosos, estaba de pie junto a la ventana abierta y miraba a su madre, que sostenía la pistola en sus manos.

– Vuelve a tu habitación, Anthony -dijo Tatiana.

– No. Ven a arroparme.

– Vete a la cama, voy enseguida.

– No, ven ahora.

El niño se echó a llorar.

Tatiana clavó la vista en la pistola. La dejó en el rellano de la es calera de incendios y entró en la casa.

Acostó a su hijo y lo arropó.

– Ahora vendrá Vikki -susurró.

– No -protestó Anthony-. No quiero que venga Vikki, quiero que te eches a mi lado.

– Anthony…

– Échate a mi lado, mamá…

Sin desvestirse, Tatiana se acomodó en la cama, moviendo con lentitud la cabeza magullada, y rodeó los hombros de su hijo con el brazo.

– Quédate a dormir aquí, mami -dijo Anthony.

Estuvieron varios minutos en silencio.

– Todo irá bien, hijo mío -dijo Tatiana al cabo de un rato-. Te lo prometo. Es una promesa de tu padre: todo irá bien.

– ¿Papá era comandante del Ejército Rojo? -preguntó Anthony en voz baja.

– Sí.

Una pausa.

– Él no habría fallado.

– Shh, Anthony…

Tatiana pensó en el futuro.

Seguiría viviendo a pesar del miedo. Peor aún: viviría a pesar de la muerte, amaría a pesar de él. «Valor, Tatiana. Valor, cariño. Valor mujer. Levántate, hazlo por mí, sigue adelante. Sigue adelante, cuida de tu hijo, y yo cuidaré de ti.»

Alexander, su ángel guardián, el dulcísimo ángel que flotaba sobre la acongojada Tatiana y susurraba: «Tania, ¿recuerdas lo que dijiste en la Ruta de la Vida, cuando tu hermana agonizante no podía dar un paso más y estaba a punto de desplomarse sobre la nieve? Le dijiste: "Vamos, Dasha, levántate, Alexander está intentando salvarte, demuéstrale que tu vida tiene sentido. Levántate, Dasha, y sigue avanzando hasta el camión".

»Pues eso mismo es lo que yo te digo ahora: "Demuéstrame que tu vida tiene sentido. Levántate, Tania, y sigue avanzando hasta el camión".»

Tatiana no se apartó del lado de Anthony hasta que el niño se durmió. Era muy tarde y Vikki todavía no había vuelto a casa. Tatiana se levantó de la cama y guardó otra vez la pistola en la mochila. Sin mirar el interior, se quitó las alianzas que llevaba al cuello, las besó apresuradamente y las metió también en la mochila, para que descansaran junto al ejemplar de El jinete de bronce, junto a la gorra de Alexander, junto a la foto del momento en que le entregaban la medalla al valor por rescatar a Yuri Stepanov, junto a la medalla que le habían concedido por rescatar al doctor Matthew Sayers del lago helado, el emblema de Héroe de la Unión Soviética. Alianzas, medallas, fotos, libro, dinero, gorra. La foto de la boda.

En la mochila estaba todo eso, y Alexander también.

Y Tatiana.

Capítulo 37

Nueva York, enero de 1946

Año Nuevo. Tatiana, con un ojo hinchado, fue a Central Park a patinar sobre hielo con Vikki y con Anthony.

A la vuelta, cuando se acercaban a la parada de autobús de la calle Cincuenta y nueve, Vikki miró muy seria a Tatiana.

– ¿Qué pasa? -preguntó Tatiana.

Vikki no contestó.

– ¿Qué pasa?

– Hemos dejado atrás tres cabinas de teléfono.

– ¿Y?

– ¿No vas a pedirme que espere un momento con Anthony mientras tú haces la llamada habitual?

Tatiana dirigió la mirada al final de la Quinta Avenida.

– No -respondió-. ¿Crees que Edward aceptaría salir otra noche conmigo?

– ¡Estará encantado! -respondió Vikki, con una gran sonrisa.

Edward y Tatiana estaban sentados en el comedor del hospital universitario, frente a dos platos de sopa y dos sandwiches de atún. A Tatiana le encantaban los sandwiches de atún con lechuga, tomate y mayonesa. No había probado el atún hasta trasladarse a Estados Unidos. Y tampoco la lechuga.

– ¿Has tenido un ojo amoratado, Tania?

Tendría que haber tenido en cuenta que Edward era médico y no se le escapaba nada…

– Me caí. No te preocupes. -Tatiana extendió el brazo sobre la mesa y tomó la mano de Edward-. ¡Dicen que Mildred Pierce es una obra maestra! ¿Quieres que vayamos a verla?

– Claro. ¿Cuándo?

– ¿Qué te parece el viernes por la noche? Ven a buscarme al salir del trabajo. Podemos cenar en casa y luego ir al cine.

– ¿Quieres que vaya a tu casa por la noche? -preguntó cautelosamente Edward tras una pausa.

– Claro.

Edward lanzó una mirada a la mano de Tatiana apoyada en la suya y otra mirada a Tatiana.

– Aquí pasa algo… ¿Has sabido que sólo te quedan cinco días de vida?

– No -respondió Tatiana-. ¡He sabido que me quedan setenta años de vida…!

Al día siguiente, mientras Tatiana cumplimentaba los datos de un refugiado polaco, una compañera se le acercó y le dijo en un susurro:

– Ha venido un señor que pregunta por ti.

Tatiana no levantó la vista del impreso de solicitud de residencia.

– ¿Quiénes?

– No lo conozco. Dice que es del Departamento de Estado.

Tatiana alzó la vista de inmediato.

En el pasillo estaba esperándola Sam Gulotta.

– ¿Cómo estás, Tatiana? -la saludó Sam-. ¿Cómo fue la Nochevieja?

– Estoy bien, gracias, ¿y tú? -contestó Tatiana.

Incapaz de añadir nada más, se apoyó contra la pared para no dejar traslucir su nerviosismo.

– Pensaba que me llamarías -dijo Sam.

Tatiana se encogió de hombros con cautela. No quería que Sam la viera temblar.

– No quería molestarte más. Has tenido mucha paciencia conmigo en estos años…

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