Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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Sam alzó la cara y dirigió la mirada al final del pasillo.

– ¿Hay algún sitio donde podamos hablar?

Salieron a la calle y se sentaron en un banco, junto a los columpios donde solía jugar Anthony.

– Pensaba que me llamarías -repitió Sam.

– ¿Qué pasa? -dijo Tatiana-. ¿Todavía me buscan?

Sam negó con la cabeza. Tatiana se aferró al borde del banco, Por suerte el castañeteo de sus dientes podía achacarse al frío.

– ¿Tienes información? -preguntó en un susurro-. ¿Ha muerto?

– Sí tengo información. Alguien hizo una consulta sobre Alexander. Como siempre, su expediente fue a parar al departamento equivocado, en este caso la Delegación de Asuntos Internacionales, que lo envió a la Oficina de Población, Inmigración y Refugiados. Allí dijeron que el caso no entraba en sus competencias y lo enviaron a la oficina Ejecutiva de Inmigración, asociada al Departamento de Justicia. -Sam meneó la cabeza-. Alguien debería explicarles la diferencia entre «inmigración» y «emigración»…

– Sam… -fue todo lo que dijo Tatiana.

– Sí, perdona. Quería que entendieras cómo funciona la burocracia administrativa… ¡Pueden pasar milenios hasta que respondan algo! En fin, te cuento: un tal Paul Markey, soldado de la 273 División de Infantería, llamó este verano al Departamento de Estado para preguntar si un tal Alexander Barrington era ciudadano norteamericano.

Tatiana se echó a temblar y se aferró al banco con más fuerza. Estuvo un buen rato sin poder decir nada.

– Tania…

– ¿Quién es ese tal Markey, Sam?

La voz no parecía la de Tatiana.

– Paul Markey, nacido en Des Moines (Iowa), veintiún años. Estuvo tres años en las fuerzas armadas y luchó en Europa como soldado raso. La semana pasada llamé a su casa y hablé con su madre. -Sam bajó la cabeza-. Se licenció del ejército el verano pasado, y me imagino que fue entonces cuando presentó la consulta. Pero las noticias no son buenas: en octubre se quitó la vida.

Tatiana se quedó sin aliento y empezó a parpadear.

– No sé qué decir, Sam. En fin, lo siento por Paul Markey, pero… ¿quién era? ¿Dónde había estado?

– No puedo decirte mucho más, aparte de que hizo la consulta por vía telefónica al departamento.

– ¿Con quién habló?

– Con una compañera llamada Linda Clark.

– ¿Puedo hablar con ella?

– Ya lo he hecho yo. Fue ella quien me informó de la llamada de Markey.

Tatiana contuvo el aliento.

– Paul Markey le contó que el 16 de abril de 1945 entró con su regimiento en el castillo de Colditz (una fortaleza que los alemanes habían convertido en cárcel de oficiales) y vio que entre los cientos de prisioneros aliados había media docena de soviéticos. Uno de los soviéticos intentó hablar con él. En un inglés impecable, le dijo que se llamaba Alexander Barrington y que era estadounidense y le pidió que lo ayudara una vez hubiera comprobado que lo que le estaba diciendo era cierto.

Tatiana se llevó las manos a la cara y se echó a llorar. Sus hombros se estremecían y las lágrimas comenzaron a resbalar entre sus dedos. Sam le palmeó la espalda para consolarla.

– ¡Sabía que Alexander me había mentido! -susurró Tatiana algo más tranquila, al cabo de unos minutos-. ¡No tenía pruebas, pero lo presentía!

– ¿Y el certificado de defunción?

– Lo falsificó. -Tatiana ahogó un gemido de dolor-. Fue todo un montaje para animarme a huir de la Unión Soviética.

– ¿Y cómo fue a parar a Colditz?

– Ya te lo dije. Ingresó en un batallón disciplinario y salió de Rusia siguiendo al ejército soviético. Es obvio que terminó en ese lugar llamado Colditz.

– ¿No quieres saber qué más nos contó Markey?

– Claro -dijo Tatiana con un sollozo-. ¿Qué pasó con los prisioneros?

– Todos fueron liberados, excepto los soviéticos. Markey explicó que en la mañana del 17 de abril, un día después de que su regimiento hubiera entrado en el castillo, llegó un convoy en busca de los prisioneros soviéticos, incluido el hombre que le había pedido ayuda.

– ¿Adonde se los llevaron?

– Markey no lo sabía. A Linda Clark le dijo que después de licenciarse había decidido llamar al Departamento de Estado para satisfacer su curiosidad. En octubre, los de Asuntos Consulares telefonearon a su casa de Iowa para confirmar la existencia de un tal Alexander Barrington, que había nacido en Estados Unidos pero residía en la Unión Soviética desde 1930. Su madre me dijo que Markey se quitó la vida tres días después.

Tatiana se quedó sin habla.

– Pero ¿qué clase de liberación es ésa?-consiguió decir al final. ¿Por que no salieron también los prisioneros soviéticos? ¿Por qué Alexander seguía en Colditz un día después de la llegada de los norteamericanos?

Sam no respondió.

– Sam…

Tatiana se pasó una mano por la frente.

– ¿Qué?

– Era una pregunta retórica, pero tu silencio me hace sospechar que existe una respuesta…

Sam siguió sin decir nada.

– ¡Sam! ¿Por qué haces eso? Sam… ¿qué más?

Gulotta suspiró.

– Aunque no puedo confirmarlo ni desmentirlo, en el Departamento de Estado corre el rumor de que había órdenes de mantener a los soviéticos confinados en el castillo hasta que el Ejército Rojo fuera a buscarlos.

– ¿Por qué?

– No lo sé.

– ¿Y de dónde venía esa orden?

– De un nivel más alto de la jerarquía.

– ¿Qué nivel?

Sam estuvo unos segundos sin responder.

– El más alto -dijo al final.

Aquella noche, al llegar a casa, Tatiana anunció:

– Vamos a hacer un viajecito, Vikki.

Vikki se desplomó en el sofá.

– No, por favor… Cada vez que dices «viajecito», terminamos en la otra punta del mundo. ¿Adonde quieres ir esta vez?

– A Iowa. Pobre Edward, me temo que tendré que cancelar nuestra cita…

– ¿A lowa? ¡Ni hablar! Vete tú sola. Anthony y yo nos negamos a acompañarte. ¿Queda claro?

En el tren, Vikki señaló el paisaje que se extendía al otro lado de la ventanilla.

– Mira qué bonito, Anthony. ¿Sabes de qué son estos campos?

– Trigo y maíz… -dijo el niño.

Vikki miró a Tatiana, que fingía estar concentrada en la lectura de su libro.

– ¿Y cómo lo sabes, Anthony?

– Me lo ha explicado mami: son campos de trigo y de maíz

– Ah.

Tatiana sonrió.

Entre los trigales y los maizales apareció la ciudad de Des Moines. Era enero y en Iowa hacía un tiempo gélido.

– No me imaginaba que haría tanto frío -declaró Vikki-. Como hablan tanto de la sequía provocada por las tormentas de arena… ¿Cómo pueden tener sequía con este tiempo?

– Las tormentas de arena no son en invierno, Vikki -explicó Tatiana, abrochándose el abrigo-. Ven, vamos a por un taxi.

– Tú y tus taxis… La mujer a la que vas a ver, ¿nos está esperando?

– Le escribí.

– ¿Y te contestó?

– No exactamente.

– ¿No exactamente? ¿Cómo es eso? ¡O te contestó o no!

– Estoy segura de que pensaba hacerlo, pero hemos venido tan pronto que no le he dado tiempo.

– ¡Aja! ¡De manera que piensas aparecer por sorpresa en casa de una viuda que acaba de perder a su hijo!

La granja de la familia Markey estaba en las afueras de Des Moines. La nieve se había acumulado contra las paredes del granero, que parecía no haberse usado en mucho tiempo. Vikki y Tatiana llamaron a la puerta de la casa y en el umbral apareció una mujer pálida y demacrada que pese a todo se esforzó en sonreír.

– ¿Es usted Tatiana? Pasen, pasen. Las estaba esperando. Soy Mary Markey. ¿Éste es su hijo? ¡Hola, guapo, ven conmigo! -Tendió una mano al niño y añadió-: Acabo de hacer magdalenas de maíz. ¿Te gustan, Anthony?

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