Una tarde de domingo luminosa y fría, Tatiana, Vikki y Anthony salieron a dar uno de sus acostumbrados paseos por el mercadillo de la Segunda Avenida. Vikki hablaba de cosas triviales y Tatiana la escuchaba sin prestarle mucha atención mientras sujetaba a Anthony por los hombros porque el niño se había empeñado en empujar el cochecito contra los tobillos de los transeúntes. Vikki iba cargada con las bolsas y no perdía ocasión de quejarse de lo injusto que era el reparto de tareas.
– Y explícame por qué te has negado a quedar otra vez con Edward…
– No me he negado -explicó pacientemente Tatiana-. Le he dicho que necesito un poco de tiempo para hacerme a la idea. Seguimos viéndonos a la hora de la comida.
– ¡La comida! ¡No es lo mismo quedar a comer que a cenar! Es obvio que le has dado calabazas.
– No le he dado calabazas, sólo le he dicho que no vaya tan deprisa.
Vikki ya había decidido pasar a otro tema:
– Ya sé que pensabas hacer bocadillos de beicon para cenar, Tanía, pero quizá podríamos comer algo que no fuera pan con carne… ¿Qué te parecen unos espaguetis con albóndigas?
– ¿Y de qué están hechos los espaguetis?
– ¡Yo qué sé! Se cultivan en Portugal, como las aceitunas, y mi abuela los compra en una tienda especializada.
– No. Los espaguetis se hacen con harina.
– ¿Y qué?
– Y las albóndigas se hacen con carne.
– ¿Y qué?
Tatiana no dijo nada. Unos metros más adelante vio una figura alta y oprimió la mano de Anthony mientras entrecerraba los ojos y trataba de distinguirla entre la multitud. La Segunda Avenida estaba abarrotada de gente y Tatiana alzó la cara y se movió unos pasos a la derecha para ver mejor, intentando que Vikki anduviera más deprisa.
– ¿Y qué?
– Corre… -insistió Tatiana, tirando de ella-. Perdone, ¿me deja pasar. -empezó a decir a los transeúntes que se interponían en su camino.
– ¿A qué viene tanta prisa, Tania? Y no has contestado a mi pregunta.
– ¿Qué pregunta?
– «¿Y qué…?» Ésa era mi pregunta.
– Espaguetis con albóndigas es lo mismo que pan con beicon -explicó Tatiana-. Perdone… -dijo a la persona que andaba delante de ella, mientras obligaba a Anthony a correr más deprisa de lo que sus piernecitas le permitían-. Vamos, no os quedéis rezagados -añadió, dirigiéndose a su hijo y a Vikki.
Lo dijo sin mirarlos, como tampoco miraba a los transeúntes a los que trataba de apartar de su camino. Nadie parecía contento de que les golpeara los tobillos un cochecito empujado por una rusa enloquecida, aunque estuvieran en un barrio de rusos… sobre todo porque estaban en un barrio de rusos. Tatiana tuvo que escuchar algunos improperios muy desagradables en su lengua materna.
– ¡Date prisa, Vikki! -insistió. Cogió a Anthony en brazos, lanzó el cochecito hacia su amiga, que ya iba cargada con las bolsas, y añadió-: Tengo que…
No pudo contenerse más y echó a correr, sin terminar la frase. Bajó de la acera y avanzó a toda prisa junto al bordillo, intentando alcanzar a dos hombres que estaban a media manzana de distancia. Llegó a su altura con el corazón acelerado, extendió la mano hacia el antebrazo de uno de ellos e intentó pronunciar «(Alexander!». Pero ninguna palabra salió de su boca.
El hombre era muy alto y ancho de hombros. Tatiana no retiró la mano hasta que él se volvió y sonrió. Tatiana se sonrojó, apartó la mano y desvió la mirada, pero ya era tarde.
– ¿Qué quieres, bonita?
Tatiana dio un paso atrás y comenzó a balbucear palabras en ruso, incapaz de recordar ningún otro idioma. Al cabo de un momento recuperó un inglés rudimentario, que incluso a ella le sonó extraño:
– Siento mucho, pensaba tú otro…
– Puedo ser quien tú quieras, bonita. ¿Quién quieres que sea.
En ese momento los alcanzó Vikki, con el cochecito y las bolsas de la compra.
– ¿Qué pasa, Tania? -preguntó, desconcertada.
Al ver a los dos hombres, se interrumpió y les sonrió.
El más alto dijo que se llamaba Jeb y que su amigo era Vincent.
Jeb tenía el pelo negro, pero eso era lo único que coincidía. Su cara era la cara de Jeb, no la del marido de Tatiana. Sin embargo, aquella tarde de sábado, mirando los ojos risueños y amistosos de Jeb, Tatiana sintió una punzada de deseo. Un soplo de deseo.
– ¿Por qué eres tan exagerada para todo? -preguntó Vikki cuando se alejaban-. Te pasas años sin hacer caso a ningún hombre y de pronto empujas a las señoras mayores con el cochecito para abordar a uno que pasa por la calle. ¿Qué te pasa?
Jeb llamó por teléfono al día siguiente.
– Te has vuelto loca? ¿Le diste nuestro número? -protestó Vikki.-. ¡No sabes de dónde viene!
– Sí sé que viene de Japón -explicó Tatiana-. Estaba en la Armada.
– No te entiendo. ¡No lo conoces de nada! Llevo dos años intentando que salgas con Edward…
– Vikki, no quiero que Edward sea una pareja de rebote. Es demasiado bueno para eso.
– Estoy segura de que Edward tiene algo que opinar al respecto… ¿Y quieres que Jeb sea tu pareja de rebote?
– No lo sé.
– No te conviene -dijo rotundamente Vikki-. No me gustó la forma en que te miraba. No entiendo que, de todos los hombres que hay en el mundo, elijas al único que no me gusta.
– Ya te caerá bien con el tiempo.
Pero Jeb no llegó a caerle bien a Vikki. Tatiana se sentía demasiado avergonzada para salir con él a solas, así que lo invitó a cenar a su casa.
– ¿Y qué harás de cena? ¿Huevos fritos con beicon? ¿Un sándwich de beicon, tomate y lechuga? ¿Col hervida con beicon?
– Col con beicon puede estar bien. Col con beicon y pan.
Jeb cenó con los tres. Vikki no se retiró a su habitación ni por un momento y Anthony estuvo levantado durante toda la cena. Al final, Jeb se marchó sin haber estado a solas con Tatiana.
– No me gustó la forma en que te miró la primera vez y aún me gusta menos ahora -declaró Vikki-. ¿No lo encuentras prepotente?
– ¿Qué?
– Te interrumpía cada vez que empezabas a hablar. Siempre con una sonrisa, el muy falso… Y no me digas que no te has fijado en el poco caso que le ha hecho a tu hijo.
– ¿Cómo quieres que no le hiciera caso? ¡Gracias a ti, Anthony ha estado debajo mesa toda la noche!
– ¿No crees que Anthony se merece a un hombre mejor que Jeb?
– Claro. Pero no veo hombre mejor. ¿Qué quieres que haga?
– Edward es mucho mejor que Jeb -opinó Vikki.
– ¿Y por qué no persigues tú a Edward? Está disponible.
– ¡No creas que no lo he intentado! -dijo Vikki-. Pero no soy yo la que le interesa…
Vikki tenía razón: Jeb era posesivo y prepotente. Pero Tatiana no podía evitar sentir el deseo de que sus fuertes y posesivos brazos la envolvieran.
Tatiana pensó en Alexander. Lo imaginó, y en su imaginación creó el tipo de infierno que sólo es capaz de crear la persona auténticamente masoquista: el hombre-mantis religiosa que se acerca a su pareja sabiendo que ella acabará con él, le cortará la cabeza y lo devorará. Y pese a todo se arrastra hacia ella con los ojos y el corazón cerrados, se arrastra hacia las puertas de la vida y de la muerte, dando gracias a Dios por estar vivo.
– Tania, ¿me perdonarás que muera?
– Te lo perdonaré todo.
Dos semanas antes de Navidad, una tarde en que Tatiana había ido a recoger a Anthony, Isabella la invitó a sentarse y le ofreció una taza de té.
– ¿Qué te pasa, Tania? -preguntó.
– Nada.
Isabella escrutó su rostro.
– Ojalá fuera más fácil tener fe -añadió Tatiana, mirándose las manos.
– ¿Fe en qué?
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