– ¡Si supieras qué soñaba, Shura…! -exclama Tatiana. Se vuel ve y al verlo añade con voz llorosa-: ¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado?
Alexander se sienta en el borde de la cama y se lleva la mano a la nariz.
Tatiana salta por encima de él, corre en busca de una toalla, vuelve a subirse a la cama y se sienta apoyada contra la pared.
– ¡Corre, ven! -le dice, extendiendo la mano hacia él.
Reclina la cabeza de Alexander en su regazo y le coloca la toa lla sobre la nariz.
– De do agradezco -balbucea él-, pero no puedo guespirar.
Alexander se incorpora, escupe sangre y vuelve a reclinar la ca beza en el regazo de Tatiana, manteniendo la toalla un poco apar tada de la boca.
– Lo siento, cariño -susurra Tania-. No quería… ¡Es que no te puedes imaginar qué estaba soñando!
– Gue me habías pillado con odra mujed -dice Alexander.
– Peor -contesta Tatiana-. Estabas vivo pero no te movías, tumb ado frente a mí, y ellos me obligaban a comer pedazos de tu cuerpo…
– ¿Quiénes?
– No les veía la cara. Me sujetaban los brazos a la espalda, y uno te iba cortando pedazos de carne de un costado y me los metía en la boca.
– ¿Me estabas comiendo vivo? -pregunta Alexander sorprendido, alzando los ojos hacia ella.
Tatiana traga saliva, y Alexander enarca las cejas.
– Aquí… -Tatiana le toca el torso, justo debajo de las costillas-te faltaba un trozo de carne.
– ¿Y cómo sabes que estaba vivo?
– Parpadeabas suplicándome que te ayudara… ¡Ay, Señor! -ex clama Tatiana, cerrando los ojos.
– ¿Y por eso has empezado a darme puñetazos?
Tatiana asiente y lo mira con los ojos empañados en lágrima.
– ¿Qué te he hecho? -susurra.
– Romperme la nariz, creo -dice Alexander sin darle importancia.
Tania se echa a llorar.
– Es broma -explica Alexander, extendiendo una mano hacia ella-. No te preocupes, Tatia. Sólo es un poco de sangre, se me pasará en un momento.
Alexander advierte la expresión compungida de Tatiana. En su mandíbula apretada, en la tensión de los huesos de la cara, quedan vestigios de la pesadilla.
– No pasa nada, Tania. Estoy bien -la tranquiliza.
Se vuelve hacia ella, besa uno de sus senos y apoya la mejilla en su pecho mientras Tatiana lo atrae hacia sí y le acaricia la nariz y el pelo.
– Estabas vivo y me obligaban a comer pedazos de tu cuerpo -susurra-. ¿Lo entiendes?
– Perfectamente -contesta Alexander-. Y mi sangre es la prueba.
Tania le da un beso en lo alto de la cabeza.
– Voy a lavarme la cara -dice Alexander cuando la hemorragia se detiene-. Mañana lavaremos las sábanas.
– Espera, no te vayas. Voy a buscar algo para limpiarte. Tenemos agua en la cabaña. ¿Puedes tumbarte? ¿Quieres que te ayude. Ven, dame la mano.
– Sólo es un poco de sangre. No me estoy muriendo, Tania -res ponde él.
Le da la mano, baja de la cama y se sienta en la base de la chi menea elevada.
– Mañana estarás todo magullado. -Tatiana empapa una toalli ta en agua, se sienta a su lado y le lava con delicadeza la cara y el cuell o-. Soy un peligro, mira lo que te he hecho… -murmura.
– La verdad es que nunca te había visto así. Estabas hecha una furia y no he podido evitar que me dieras un buen puñetazo. Me recordabas a algunos soldados que he visto en la guerra, que de pron to adquirían la fuerza de diez hombres.
– Lo siento… Bueno, ya estás limpio. Ahora no sueñes tú con migo, ¿ eh, Shura?
- ¿ Que no sueñe que te como mientras estás tumbada frente a mí, por ejemplo? -pregunta Alexander con una sonrisa-. ¡Sería una pesadilla espantosa!
– Ni eso ni nada. ¿Te ayudo a subir a la cama?
– No hace falta.
Tatiana sale un momento de la cabaña y regresa con la toalla empapada en las frías aguas del Kama.
– Toma, ponte esto para que la nariz no te quede tan magullada.
Alexander se tumba boca arriba y se cubre la cara con la toalla mojada.
– Así no podré dormir -dice con la voz amortiguada por la tela.
– ¿Y quién quiere dormir? -oye decir a Tatiana, que se arrodilla entre sus piernas. Alexander emite un gemido ahogado-. ¿Qué pue do hacer para compensarte? -oye decir a Tatiana.
– No se me ocurre nada…
– ¿No…?
Tatiana ronronea mientras sus dedos finos acarician a Alexan der y su boca le envía su cálido aliento. Él está dentro de su boca, con la toalla empapada y fría cubriéndole la cara.
El tren se detuvo en una pequeña estación medio en ruinas y los prisioneros tuvieron que bajar y colocarse en varias filas. Alexander llevaba puestas unas botas que no podían ser suyas porque le iban muy pequeñas. Aguardaron adormilados en medio de la noche, bajo la trémula luz de una única farola. Un soldado abrió un sobre, sacó un papel y leyó con voz pomposa los delitos de los que se acusaba a los setenta hombres formados frente a él.
– Oh, no… -murmuró Ouspenski.
Alexander se mantuvo erguido e impasible, deseando poder tumbarse otra vez en la litera del vagón. Ya nada podía sorprenderlo.
– No se preocupe, Nikolai -dijo.
– ¡Cállense! -gritó el soldado que había leído el documento-. Son culpables de traicionar a nuestra nación construyendo barracones, limpiando armas y cocinando para el enemigo durante su estancia en los campos de prisioneros de guerra. La ley castiga duramente la traición. En virtud del artículo 58, apartado I-B, quedan sentenciados a pasar un período no inferior a quince años en diferentes campos de castigo de la Zona II, terminando la condena en el de Kolima. Para empezar, se encargarán de alimentar la máquina de este tren: encontrarán carbón y palas junto a las vías. La siguiente parada será un campo de trabajo situado en territorio alemán. ¡En marcha!
– ¡Oh, no! ¡No quiero ir a Kolima! -se lamentó Ouspenski-. Tiene que haber un error.
– ¡No he terminado! -vociferó el soldado-. ¡Belov y Ouspenski, acérquense!
Alexander y Ouspenski avanzaron unos pasos arrastrando las cadenas.
– Ustedes dos, además de dejarse capturar por el enemigo, hecho que se castiga automáticamente con quince años de cárcel, han llevado a cabo actividades de sabotaje y espionaje en tiempos de guerra. Queda usted privado de empleo y categoría, capitán Belov, y usted también, teniente Ouspenski. Queda usted condenado a veinticinco años, capitán Belov. Y usted también, teniente Ouspenski.
Alexander permaneció impasible, como si aquellas palabras no fueran con él.
– Hable con sus superiores, tiene que haber un error -insistió Ouspenski-. ¡No pueden condenarme a veinticinco años!
– ¡Las órdenes son claras!
El soldado agitó el papel en las narices de Ouspenski.
– No me ha entendido: me consta que es un error… -insistió Ouspenski, meneando la cabeza.
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