Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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Como Tatiana, Pasha era capaz de ver el fondo de las personas. Alexander soltó un bufido. No le había hecho caso y ése era el resultado. Si no se lo había contado todo a Ouspenski, había sido para no poner en peligro su miserable vida.

– Les expliqué todo lo que sabía -continuó Ouspenski después de una pausa-. Les dije que lo había oído hablar en inglés con los británicos de Katowice y con los norteamericanos que entraron en Colditz, les conté que quería rendirse… ¿Por qué me echan veinticinco años?

– ¿No lo adivina?

– ¡No lo entiendo!

– ¡Porque sí! -chilló Alexander-. Vendió su alma por una libertad ilusoria. ¿Le extraña haber perdido las dos cosas? ¿Cree que en algún momento tuvieron la intención de cumplir su palabra, que se preocuparían por usted sólo porque les dio información que ya sabían? No han encontrado a mi mujer y nunca la encontrarán. Me asombra que sólo le hayan caído veinticinco años. -Alexander bajó la voz y concluyó-: Normalmente, la recompensa es eterna…

– ¡Todo se lo toma como una cuestión personal! Voy a ir a la puta cárcel y usted…

– ¡Llevamos dos meses encadenados, Nikolai! -exclamó Alexander-. ¡Durante casi tres años hemos estado comiendo de una misma escudilla y bebiendo de una misma cantimplora!

– Tenía que ser leal con mi país, y pensé que me protegerían… -se justificó Ouspenski con una voz débil-. Dijeron que usted terminaría muerto en cualquier caso, con mi colaboración o sin ella.

– ¿Y por qué me lo cuenta ahora?

– ¿Por qué no?

Ouspenski ya sólo hablaba en susurros.

– ¿Cuándo aprenderé? No quiero que me dirija la palabra nunca más, Ouspenski -declaró Alexander-. Si me habla, no le contestaré. Y si insiste tengo modos de obligarlo a cerrar el pico.

No era fácil saber hacia dónde se dirigían. Era una cálida noche de verano y en la brisa que se colaba por las rendijas del vagón flotaba el perfume del bosque. Alexander cerró los ojos, se froto el entrecejo y tuvo un súbito y vívido recuerdo de una toalla mojada sobre su nariz y de la boca de Tatiana sobre su cuerpo. Cuanto más avanzaba el tren, más intensa se volvía la sensación recordada, hasta que Alexander estuvo a punto de soltar un gemido porque le pareció que volvían a caer gotas de sangre sobre las sábanas blancas y que Tatiana tomaba su cara entre sus manos y la acercaba a sus pechos mientras murmuraba: «Me obligaban a comerte vivo, Shura».

Capítulo 34

Jeb, noviembre de 1945

Tatiana aceptó salir a cenar con Edward. Se vistió un poco mejor de lo habitual, con una falda azul y un jersey de lana beige, pero a pesar de la insistencia de Vikki no se maquilló ni se dejó el pelo suelto, sino que se lo peinó en una trenza muy larga. Se puso el abrigo y la bufanda, se sentó en el sofá y esperó a que vinieran a buscarla mientras hojeaba con su hijo un libro ilustrado.

– ¿Qué te da miedo? -le preguntó Vikki, recogiendo los periódicos amontonados sobre la mesa-. Estás acostumbrada a comer con él. Será lo mismo, sólo que una cena en lugar de un almuerzo.

– Y por la noche.

– Eso también.

Tatiana calló y fingió enfrascarse en el libro que hojeaba con Anthony.

Edward apareció con traje y corbata. Vikki le dijo que estaba muy elegante y Tatiana coincidió en la apreciación. Edward era alto, flaco y sosegado. Siempre quedaba bien, con traje y corbata o con la bata de médico. Tenía una mirada seria y tierna. Tatiana se sentía cómoda a su lado, pero al mismo tiempo muy incómoda.

Edward la llevó al Sardi, en la calle Cuarenta y cuatro. Tatiana tomó cóctel de gambas y un bistec, seguidos de tarta de chocolate y café.

Después de un incómodo silencio inicial, estuvo toda la cena haciendo preguntas a Edward y escuchando sus respuestas. Le preguntó por la carrera de medicina y de cirugía y por los heridos y los enfermos, por los hospitales en los que había trabajado, por los motivos que lo habían llevado a escoger su profesión y por lo que pensaba de ella en la actualidad. Le preguntó en qué lugares de Estados Unidos había estado y cuál de todos le gustaba más. Lo miró a los ojos y rió en los momentos precisos en que había que mirarse a los ojos y reír.

Y en algún punto comprendido entre el momento de pedir que les envolvieran la tarta de chocolate para llevársela a casa y el momento de recibir la cuenta, Tatiana, que a ratos asentía y a ratos escuchaba con la cabeza ladeada, vio una imagen a todo color de ella misma sentada con Edward frente a una mesa similar a la del restaurante, sólo que era una mesa antigua y alargada y a su lado se sentaban sus hijas ya crecidas.

Tatiana se levantó de un salto y preguntó la hora al camarero.

– ¿Las diez? ¡Dios mío, qué tarde se ha hecho! ¡Tengo que volver con Anthony! Ha sido una velada muy agradable gracias.

Edward, desconcertado, la acompañó a su casa en un taxi.

Tatiana se pasó todo el viaje mirando por la ventanilla.

– ¿Qué te ha pasado? -le preguntó Edward a la altura de la calle Veintitrés-. Supongo que me he puesto un poco pesado, hablando solamente de mí.

– ¡No, qué va! -respondió Tatiana-. Me fascinaba tu historia. Ya sabes que me gusta saberlo todo.

– La próxima vez hablaremos de ti.

– Soy muy aburrida -declaró Tatiana-. No tengo nada que contarte.

– Ahora que ya llevas unos años por aquí, ¿puedes decir qué te gusta más de Estados Unidos?

– La gente -contestó Tatiana sin pensarlo dos veces.

Edward se echó a reír.

– Pero Tania, ¡sólo conoces inmigrantes!

Tatiana asintió.

– Son los auténticos estadounidenses. Están aquí por los motivos adecuados… Nueva York es una ciudad maravillosa.

– ¿Y qué otras cosas te gustan?

– El beicon… es delicioso -respondió Tatiana-. Y supongo que me gusta poder disfrutar de comodidades. Todo lo que crean o fabrican los estadounidenses sirve para que la vida sea un poco más fácil. La música es bonita, la ropa es cómoda, las mantas no pican, la leche y el pan se pueden comprar en la tienda de la esquinal, los zapatos son de mi talla, las butacas son mullidas… Se vive bien. -Estaban en la calle Catorce. Tatiana miró por la ventanilla y añadió en voz baja-: Hay tantas cosas que uno da por supuestas…

El taxi frenó junto al portal de su casa. -Bueno…

– Tania-dijo Edward con una voz emocionada, tendiendo la mano hacia ella.

– Gracias por una velada tan agradable -dijo Tania, acercándose y dándole un beso en la mejilla.

Salió apresuradamente del taxi.

– ¡Hasta el lunes! -gritó Edward, pero ella ya había entrado en el edificio después de que Diego, el rumano, le abriera la puerta con un gesto respetuoso.

Tania, Tania.

Le oigo gritar mi nombre.

Me vuelvo y allí está, vivo y gritando mí nombre.

Tania, Tania.

Me vuelvo, no tengo más remedio que volverme, y allí está él, con el uniforme de campaña y el fusil colgado del hombro, corrien do hacia mí, sin aliento.

Tan joven aún…

¿Por qué oigo su voz con tanta claridad?

¿Por qué resuena su voz en mi cabeza?

Y en mi pecho.

Y en mis brazos y en mis dedos, y en mi corazón que apenas late ,y en el soplo helado de mi aliento.

¿Por qué su grito es tan ensordecedor? Por la noche todo está tranquilo. Pero por el día, entre la multitud…

Camino lentamente, me siento muy quieta, y le oigo gritar mi nombre.

Tania, Tania… ¿Por qué oigo su voz?

¿No dijo una vez que una noche oiría el viento estelar. Si lo oyes, seré yo llamándote, susurró. Llamándote desde Lazarevo. ¿Por qué está GRITANDO ahora? ¡Aquí estoy, Shura! No hace falta que grites mi nombre .No me voy a ningún lado. Tania, Tania…

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