Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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La vida se manifestaba en las cosas más pequeñas. En el marinero que aguardaba junto a la pasarela cuando Tatiana subía al transbordador por la mañana, le sonreía y le decía buenos días, le ofrecía una taza de café y un cigarrillo y pasaba la media hora de travesía sentado a su lado en el puente. En Benjamín, el jugador de la segunda base, que cuando intentaba agarrar una pelota perdida chocaba con Tatiana, caía sobre ella y tardaba un momento en levantarse. Suficiente para que Edward, que jugaba de receptor, se acercara y dijera: «Comportaos, esto es un partido de béisbol y no el Ricardo's». En Vikki, que le pintaba los labios antes de que se fuera a trabajar y la despedía con un beso en la mejilla, y en Tatiana, que se quitaba el carmín tan pronto como salía de la casa.

Se manifestaba en la única mañana en la que Tatiana no se quitó el carmín de los labios.

En la única noche de viernes en la que aceptó ir al Ricardo's.

La vida se manifestaba en el elegante agente de bolsa que tomó asiento cerca de Vikki y Tatiana en la cafetería de la esquina entre la calle Church y Wall Street y que se echó a reír al oír su conversación.

En el padre de familia al que Tatiana había ayudado a entrar en el país y que más tarde fue a verla a Ellis para ofrecerle como marido a su hijo mayor, que era albañil y tenía un buen sueldo. Fue acompañado de su hijo, que tenía dieciocho años y era alto, fuerte y sonriente y que miró a Tatiana con la dulce expresión de quien lleva largo tiempo enamorado. Los dos fueron a tomar algo a la cafetería y Tatiana le dijo que se sentía halagada pero que no no podía casarse con él.

La vida se manifestaba en el almuerzo que Tatiana compartía dos veces por semana con Edward.

Se manifestaba en los obreros que trabajaban en las calles del centro y en los empleados de la Con Edison y en el sonriente propietario del puesto de perritos calientes al que Tatiana compraba un perrito caliente y una Coca-Cola.

Tatiana se pasaba el día entero en los barcos, examinando a los refugiados que llegaban al puerto de Nueva York de la posguerra y acompañándolos al transbordador que los dejaría en Ellis o recibiéndolos en la propia isla. Por la tarde trabaja en el hospital de la Universidad de Nueva York y se fijaba en todos los rostros masculinos. Si él entraba en el país, pasaría por uno de esos dos lugares: Ellis o la Universidad de Nueva York. Sin embargo, la guerra había terminado cuatro meses atrás. Hasta el momento habían regresado tan sólo un millón de soldados, y 300.000 habían pasado por Nueva York. ¿A cuántos podía preguntar Tatiana si habían estado destinados en Europa y si habían conocido a algún oficial soviético en los campos de prisioneros, en especial a alguno que hablara inglés…? Tatiana se acercaba a todos los barcos que llegaban al puerto de Nueva York y escrutaba los miles de rostros de los fugitivos europeos. ¿Cuántas veces oyó hablar a los soldados norteamericanos de los horrores que habían visto en la Alemania nazi? ¿Cuántas historias le contaron sobre los sufrimientos de los prisioneros soviéticos en los campos alemanes? ¿Cuántos recuentos de bajas tuvo que escuchar? ¿Cuántas veces oyó nombrar los cientos de miles, los millones de muertos? El plasma o la penicilina no podían hacer nada por los soldados soviéticos, que morían de hambre en los campos alemanes. ¿Cuántas veces tendría que escuchar la misma historia una y otra vez?

Y por las noches iba a buscar a Anthony a casa de Isabella, cenaba allí y hablaba con Vikkí de libros y de películas y de moda. Y después se iban a su casa y acostaban a Anthony. Y después se sentaban en el sofá y leían o seguían charlando. Y al día siguiente todo empezaba de nuevo.

Y después empezaba otra semana.

Y otra.

Y otra.

Todos los meses, Tatiana y Anthony iban a hacer una visita a Esther y a Rosa. No tenían noticias.

Todos los meses llamaba a Sam Gulotta, que tampoco tenía noticias.

En Nueva York se edificaba a un ritmo muy superior al del resto del país. En Europa se llevaban a cabo intensas labores de reconstrucción. Las personas que llegaban a Ellis dejaron de ser refugiadas y volvieron a ser consideradas inmigrantes. El hospital de la Universidad He Nueva York ya no acogía a veteranos de guerra, a no ser que estuvieran convalecientes. Todas las semanas Tatiana iba a ver si había alguna carta en su apartado de correos, pero nadie le escribía. Contra todo lo que dictaba el sentido común, seguía esperándolo. Y los sábados por la noche salía a bailar, y los viernes por la noche iba al cine, y seguía preparando la cena, jugando al béisbol en Central Park y leyendo libros en inglés, y salía a pasear con Vikki y se ocupaba de Anthony, y entretanto clavaba la mirada en todas las espaldas y en todos los rostros masculinos con los que se cruzaba por la calle, esperando descubrir la espalda o el rostro de Alexander. Si él hubiera podido ir hacia ella, habría ido; pero no había sido así. Si hubiera encontrado el modo de escapar, se habría escapado; y no había sido así. Si estuviera vivo, Tatiana habría tenido noticias de él. Y no había tenido ninguna noticia.

– Esto es sólo el principio de tu vida, Tatiana -dice Alexander-. Después de trescientos millones de años, seguirás aquí.

– Sí-susurra Tatiana-. Pero no contigo.

Capítulo 33

La tierra natal, 194 5

Se detuvieron una, dos y hasta quince veces a lo largo del trayecto, sin que nadie les informara de adonde se dirigían. Cambiaron dos veces de tren, siempre en medio de la noche. Al oír el sonido de los grilletes contra el metal de las vías y del estribo, Alexander tuvo la impresión de estar alucinando. No pensaba más que en volver a tumbarse en la litera y cerrar los ojos.

Mientras el tren se dirigía hacia el este, hacia la tierra natal de los soldados que volvían encadenados de la guerra, Alexander y Ouspenski compartían una escudilla de gachas que salpicaban a cada sacudida del vagón.

El tren siguió avanzando a través de los valles y forestas que se extendían al otro lado del Elba.

Alexander se cubrió la cara con el brazo y vio el Kama cubierto de hielo. Frente a él, al otro lado de la noche, estaba el rostro pecoso y sonriente de Tatiana.

El tren atravesó a toda velocidad las montañas, alejándose de los bosques de abetos, los troncos cubiertos de musgo y las cuevas del tesoro.

Pasaron días y días, noches y noches, todo un ciclo lunar, y aún no habían llegado a su destino.

Les daban gachas para desayunar y gachas para cenar.

Por la noche, en el vagón hacía mucho frío. Fuera se extendía la vasta meseta del norte de Alemania.

Alexander se quedó dormido.

Soñó con ella.

Tatiana se despierta gritando y se sienta en la cama, agitando los brazos. A su espalda, Alexander se incorpora también, aturdído de sueño.

– Tania.- la llama, agarrándola por la muñeca.

Con una fuerza inaudita, en un gesto furioso y asustado, Tatia na lo empuja y, sin volverse, le asesta un puñetazo en plena cara. Alexander no tie ne tiempo de reaccionar, y la nariz le empieza a sangrar como si se hubiera roto una compuerta. Ahora sí que está despierto. Sujeta con firmeza los brazos de Tatiana y grita con su voz más po derosa:

– ¡Tania!

La sangre que sigue manando de su nariz le resbala por la boca, la barbilla y el pecho. Aún no es de día, y el resplandor azulado de la luna deja entrever apenas la silueta de Tatiana jadeando frente a él y las gotas oscuras que caen sobre la sábana blanca.

Tania se tranquiliza, respira hondo y se echa a temblar. Alexan der cree que ya puede soltarla.

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