Al principio le resultaba muy difícil, porque no estaba acostumbrada a trabajar como una criada, pero, en menos de dos meses, se puso más fuerte y sana que nunca. Después de hacer su trabajo, leía, tocaba el clavicordio o cantaba mientras hilaba.
Por otro lado, sus dos hermanas no sabían qué hacer con su tiempo: se levantaban a las diez y se dedicaban a deambular por la casa todo el día, lamentándose por la pérdida de su bonita ropa y sus elegantes amistades.
– Mira a nuestra hermana pequeña -se decían la una a la otra-, qué criatura más estúpida y mezquina, satisfecha con una situación tan triste.
El buen comerciante tenía una opinión bien distinta; era muy consciente de que Bella eclipsaba a sus hermanas, tanto en físico como en mente, y admiraba su humildad y diligencia, pero, sobre todo, su humildad y su paciencia, porque sus hermanas no sólo le dejaban todo el trabajo de la casa, sino que también la insultaban siempre que podían.
La familia llevaba viviendo un año en aquel retiro, cuando el comerciante recibió una carta informándolo de que acababa de llegar un barco a puerto, y que parte de su cargamento le pertenecía. Aquella noticia les encantó a las dos hijas mayores, que de inmediato se permitieron albergar esperanzas de volver a la ciudad, porque estaban bastante hartas de vivir en el campo; y, cuando vieron que el padre se disponía a marcharse, le suplicaron que les comprase vestidos, sombreros y todo tipo de chucherías nuevas; pero Bella no le pidió nada, porque pensó para sí que todo el dinero que recibiese su padre apenas bastaría para comprar lo que querían las otras dos muchachas.
– ¿Qué quieres tú, Bella? -le preguntó su padre.
– Como has sido tan amable de pensar en mí -respondió ella-, te agradecería que me trajeses una rosa, porque aquí no crece ninguna, son una rareza.
A Bella no le importaban las rosas, pero quiso pedir algo, por no dejar en mal lugar la conducta de sus hermanas, que habrían dicho que su única razón para no pedir nada era llamar la atención.
El buen hombre salió de viaje, pero, cuando llegó al puerto, recurrieron a la justicia para quitarle la mercancía, y, después de muchos problemas y sinsabores, volvió a casa tan pobre como antes.
Estaba a unos cincuenta kilómetros de su casa, pensando en lo mucho que deseaba volver a ver a sus hijos, cuando, al atravesar un gran bosque, se perdió. Llovía y nevaba sin parar; además, el viento soplaba con tanta fuerza que lo tiró dos veces del caballo, y, como se hacía de noche, empezó a temer morirse de hambre y frío o devorado por los lobos, a los que oía aullar a su alrededor. Entonces, de repente, al mirar a través de un largo sendero bordeado de árboles, vio una luz a lo lejos y, después de avanzar un poco, comprobó que salía de un lugar iluminado de arriba abajo. El comerciante dio las gracias a Dios por aquel feliz descubrimiento y se apresuró a acercarse, pero se sorprendió sobremanera de no encontrar a nadie en los patios exteriores. Su caballo lo seguía y, al ver un establo abierto, entró; viendo que había heno y avena, el pobre animal, que estaba casi famélico, empezó a comer con ganas. El comerciante lo ató al comedero y caminó hacia la casa, donde no vio a nadie, pero, al entrar en un gran salón, encontró una chimenea encendida y una mesa llena de manjares, dispuesta para una sola persona. Como estaba empapado por la lluvia y la nieve, se acercó al fuego para secarse.
«Espero que el dueño de la casa o sus sirvientes me disculpen tantas libertades -se dijo-; supongo que no tardarán en aparecer.»
Esperó durante bastante tiempo, hasta que dieron las once. Como no llegaba nadie, y él tenía tanta hambre que no podía aguantarse más, cogió un pollo y se lo comió en dos bocados, sin dejar de temblar. Después se bebió unos cuantos vasos de vino, y, sintiéndose más valiente, salió del salón y atravesó varios aposentos lujosos con magníficos muebles, hasta llegar a una cámara con una cama excelente, y, como estaba muy cansado y era pasada la media noche, concluyó que lo mejor era cerrar la puerta e irse a dormir.
Eran ya las diez de la mañana siguiente cuando el comerciante se despertó y, cuando iba a levantarse, comprobó sorprendido que había una muda de ropa nueva junto a la suya, que estaba bastante estropeada; «sin duda -pensó-, este palacio pertenece a un hada que ha descubierto mi angustia». Miró por la ventana, pero, en vez de nieve, vio las pérgolas más deliciosas, repletas de las flores más bellas que había visto. Entonces regresó al salón, donde había cenado la noche anterior, y se encontró con una taza de chocolate recién hecho.
– Gracias, señora hada -dijo en voz alta-, por ser tan amable de prepararme el desayuno; le estoy muy agradecido por todos sus favores.
El buen hombre se bebió el chocolate y fue en busca de su caballo, pero, al pasar por una pérgola cubierta de rosas, recordó la petición de Bella, así que cortó una rama con muchas flores; de inmediato oyó un gran ruido y vio a una Bestia temible que corría hacia él; el hombre estuvo a punto de desmayarse.
– Eres un desagradecido -exclamó la Bestia, con voz terrible-. Te he salvado la vida recibiéndote en mi castillo, y, a cambio, me robas mis rosas, a las que valoro más que nada en el universo, así que morirás por ello; te doy un cuarto de hora para prepararte y rezar tus plegarias.
– Mi señor -respondió el comerciante, cayendo de rodillas y levantando las manos-, le suplico perdón, porque no era mi intención ofenderlo, sólo quería recoger una rosa para una de mis hijas, que me pidió que se la llevase.
– No me llamo «mi señor» -replicó el monstruo-, sino Bestia, y a mí no me gustan los cumplidos, en absoluto. Prefiero que la gente me diga lo que piensa, así que no creas que me vas a conmover con tus palabras aduladoras. Pero dices que tienes hijas. Te perdonaré con la condición de que una de ellas venga por propia voluntad y sufra por ti. No me digas más, pero sigue tu camino y júrame que, si tu hija se niega a morir en tu lugar, regresarás dentro de tres meses.
El comerciante no tenía intención de sacrificar a sus hijas ante aquel horrible monstruo, pero pensó que, al obtener aquel respiro, podría verlas una vez más, así que le prometió que regresaría, y la Bestia le dijo que podía irse cuando quisiera.
– Pero -añadió- no te irás con las manos vacías; vuelve a la habitación en la que has dormido y verás un gran baúl; llénalo con lo que más se te antoje, y yo te lo enviaré a casa. -Tras decir esto, Bestia se retiró.
– Bueno -se dijo el buen hombre-, si debo morir, al menos tendré la satisfacción de dejarles algo a mis pobres hijos.
Regresó a la cámara, encontró muchas monedas de oro y con ellas llenó el gran baúl que la Bestia había mencionado, lo cerró, y después sacó su caballo del establo y abandonó aquel lugar con tanta pena como alegría había conocido al encontrarlo. El caballo decidió tomar uno de los caminos del bosque, y, en pocas horas, el hombre estaba en casa.
Sus hijos salieron a recibirlo, pero, en vez de aceptar sus abrazos con felicidad, los miró y, con la rama entre las manos, rompió a llorar.
– Toma, Bella -le dijo-, coge estas rosas, pero no te imaginas lo mucho que le han costado a tu desgraciado padre -y después les relató su triste aventura. De inmediato, las dos hijas mayores empezaron a protestar, diciéndole todo tipo de cosas horribles a Bella, que no lloró nada.
– Mira qué orgullosa es la pequeña miserable -le dijeron-, que no quiso pedir ropa elegante, como nosotras; no señor, la señorita quería ser diferente, y eso le ha costado la vida a nuestro pobre padre, pero ella no es capaz ni de derramar una lágrima.
– ¿Por qué iba a hacerlo? -respondió Bella-. Sería inútil, porque mi padre no sufrirá por mi causa. Como el monstruo aceptará a una de sus hijas, yo me entregaré a su furia, y me alegra pensar que mi muerte servirá para salvar la vida de mi padre, como prueba de mi amor por él.
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