Mario Llosa - Cartas A Un Joven Novelista

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Cartas A Un Joven Novelista: краткое содержание, описание и аннотация

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Una reflexión en forma epistolar dirigida a todos aquellos a los que domina la ilusión de llegar a ser novelistas. El gran escritor peruano, a través de estas cartas, nos habla con lucidez del oficio y el arte de narrar, y aconseja: «… quien ve en el éxito el estímulo esencial de su vocación es probable que vea frustrado su sueño y confunda la vocación literaria con la vocación por el relumbrón y los beneficios económicos que a ciertos escritores (muy contados) depara la literatura. Ambas cosas son distintas. Tal vez, el atributo principal de la vocación literaria sea que, quien la tiene, vive el ejercicio de esa vocación como su mejor recompensa, más, mucho más, que todas las que pudiera alcanzar como consecuencia de sus frutos.» Y, a partir de esa idea fundamental sobre la vocación, Vargas Llosa discurre sobre el poder de persuasión, el estilo, el espacio y el tiempo del narrador, la realidad y la experiencia del escritor, la autenticidad y la ficción del relato, la eficacia de la escritura, su coherencia interna que emana del propio lenguaje, la estructura de la novela, «esa artesanía que sostiene como un todo armónico y viviente las ficciones que nos deslumbran»… Un alarde de sabiduría y experiencia, ilustrado con numerosos ejemplos de escritores y novelas, descritos con pinceladas breves y certeras, que acaba con un consejo definitivo: «Querido amigo: estoy tratando de decirle que se olvide de todo lo que ha leído en mis cartas sobre la forma novelesca y de que se ponga a escribir novelas de una vez.»

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El paso de una a otra de esas realidades -de una historia-madre a una historia-hija- consiste en una muda, lo habrá advertido. Digo «una» muda y me desdigo de inmediato, pues lo cierto es que en muchos casos la caja china resulta de varias mudas simultáneas: de espacio, tiempo y nivel de realidad. Veamos, como ejemplo, la admirable caja china sobre la que discurre La vida breve de Juan Carlos Onetti.

Esta magnífica novela, una de las más sutiles y hábiles que se hayan escrito en nuestra lengua, está montada enteramente, desde el punto de vista técnico, sobre el procedimiento de la caja china, que Onetti utiliza con mano maestra para crear un mundo de delicados planos superpuestos y entreverados en los que se disuelven las fronteras entre ficción y realidad (entre la vida y el sueño o los deseos). La novela está narrada por un narrador-personaje, Juan María Brausen, quien, en Buenos Aires, se tortura con la idea de la ablación de un pecho de su amante Gertrudis (víctima del cáncer), espía y fantasea a una vecina, Queca, y debe escribir un argumento de cine. Todo esto constituye la realidad básica o primera caja de la historia. Ésta se desliza, sin embargo, de manera subrepticia, hacia una colonia a orillas del río de la Plata, Santa María, donde un médico cuarentón de dudosa moral vende morfina a una de sus pacientes. Pronto descubriremos que Santa María, el médico Díaz Grey y la misteriosa morfinómana son una fantasía de Brausen, una realidad segunda de la historia, y que, en verdad, Díaz Grey es algo así como un alter ego del propio Brausen y que su paciente morfinómana es una proyección de Gertrudis. La novela va transcurriendo, de este modo, mediante mudas (de espacio y nivel de realidad) entre estos dos mundos o cajas chinas, trasladando al lector pendularmente de Buenos Aires a Santa María y de allí a Buenos Aires, en un ir y venir que, disimulado por la apariencia realista de la prosa y la eficacia de la técnica, es un viaje entre la realidad y la fantasía, o, si se prefiere, entre el mundo objetivo y el subjetivo (la vida de Brausen y las ficciones que elucubra). Esta caja china no es la única de la novela. Hay otra, paralela. Brausen espía a su vecina, una prostituta llamada Queca, que recibe clientes en el departamento vecino al suyo en Buenos Aires. Esta historia de Queca transcurre -eso parece al principio- en un plano objetivo, como la de Brausen, aunque nos llega a los lectores mediatizada por el testimonio del narrador, un Brausen que debe conjeturar mucho de lo que hace la Queca (a la que oye pero no ve). Ahora bien, en un momento dado -uno de los cráteres de la novela y una de las mudas más eficaces- el lector descubre que el criminoso Arce, cafiche de Queca, quien terminará asesinando a ésta, es, en realidad, también -ni más ni menos que como el médico Díaz Grey- otro alter ego de Brausen, un personaje (parcial o totalmente, esto no está claro) creado por Brausen, es decir alguien que viviría en un distinto plano de realidad. Esta segunda caja china, paralela a la de Santa María, coexiste con aquélla, aunque no es idéntica, pues, a diferencia de ella que es enteramente imaginaria -Santa María y sus personajes sólo existen en la fantasía de Brausen- está como a caballo entre la realidad y la ficción, entre la objetividad y la subjetividad, pues Brausen en este caso ha añadido elementos inventados a un personaje real (la Queca) y a su entorno. La maestría formal de Onetti -su escritura y la arquitectura de la historia- hace que aquella novela aparezca al lector como un todo homogéneo, sin cesuras internas, pese a estar conformada, como hemos dicho, de planos o niveles de realidad diferentes. Las cajas chinas de La vida breve no son mecánicas. Gracias a ellas descubrimos que el verdadero tema de la novela no es la historia del publicista Brausen, sino algo más vasto y compartido por la experiencia humana: el recurso a la fantasía, a la ficción, para enriquecer la vida de las gentes y la manera en que las ficciones que la mente fabula se sirven, como materiales de trabajo, de las menudas experiencias de la vida cotidiana. La ficción no es la vida vivida, sino otra vida, fantaseada con los materiales que aquélla le suministra y sin la cual la vida verdadera sería más sórdida y pobre de lo que es.

Hasta pronto.

X . EL DATO ESCONDIDO

Querido amigo:

En alguna parte, Ernest Hemingway cuenta que, en sus comienzos literarios, se le ocurrió de pronto, en una historia que estaba escribiendo, suprimir el hecho principal: que su protagonista se ahorcaba. Y dice que, de este modo, descubrió un recurso narrativo que utilizaría con frecuencia en sus futuros cuentos y novelas. En efecto, no es exagerado decir que las mejores historias de Hemingway están llenas de silencios significativos, datos escamoteados por un astuto narrador que se las arregla para que las informaciones que calla sean sin embargo locuaces y azucen la imaginación del lector, de modo que éste tenga que llenar aquellos blancos de la historia con hipótesis y conjeturas de su propia cosecha. Llamemos a este procedimiento «el dato escondido» y digamos rápidamente que, aunque Hemingway le dio un uso personal y múltiple (algunas veces, magistral), estuvo lejos de inventarlo, pues es una técnica vieja como la novela.

Pero, es verdad que pocos autores modernos se sirvieron de él con la audacia que el autor de El viejo y el mar. ¿Recuerda usted ese cuento magistral, acaso el más célebre de Hemingway, llamado «The killers» («Los asesinos»)? Lo más importante de la historia es un gran signo de interrogación: ¿por qué quieren matar al sueco Ole Andreson ese par de forajidos que entran con fusiles de cañones recortados al pequeño restaurante Henry's de esa localidad innominada? ¿Y por qué este misterioso Ole Andreson, cuando el joven Nick Adams le previene que hay un par de asesinos buscándolo para acabar con él, rehúsa huir o dar parte a la policía y se resigna con fatalismo a su suerte? Nunca lo sabremos. Si queremos una respuesta para estas dos preguntas cruciales de la historia, tenemos que inventarla nosotros, los lectores, a partir de los escasos datos que el narrador-omnisciente e impersonal nos proporciona: que, antes de avecindarse en el lugar, el sueco Ole Andreson parece haber sido boxeador, en Chicago, donde algo hizo (algo errado, dice él) que selló su suerte.

El dato escondido o narrar por omisión no puede ser gratuito y arbitrario. Es preciso que el silencio del narrador sea significativo, que ejerza una influencia inequívoca sobre la parte explícita de la historia, que esa ausencia se haga sentir y active la curiosidad, la expectativa y la fantasía del lector. Hemingway fue un eximio maestro en el uso de esta técnica narrativa, como se advierte en «The killers», ejemplo de economía narrativa, texto que es como la punta de un iceberg, una pequeña prominencia visible que deja entrever en su brillantez relampagueante toda la compleja masa anecdótica sobre la que reposa y que ha sido birlada al lector. Narrar callando, mediante alusiones que convierten el escamoteo en expectativa y fuerzan al lector a intervenir activamente en la elaboración de la historia con conjeturas y suposiciones es una de las más frecuentes maneras que tienen los narradores para hacer brotar vivencias en sus historias, es decir, dotarlas de poder de persuasión.

¿Recuerda usted el gran dato escondido de la (a mi juicio) mejor novela de Hemingway, The sun also rises? Sí, esa misma: la impotencia de Jake Barnes, el narrador de la novela. No está nunca explícitamente referida; ella va surgiendo -casi me atrevería a decir que el lector, espoleado por lo que lee, la va imponiendo al personaje- de un silencio comunicativo, esa extraña distancia física, la casta relación corporal que lo une a la bella Brett, mujer a la que transparentemente ama y que sin duda también lo ama o podría haberlo amado si no fuera por algún obstáculo o impedimento del que nunca tenemos información precisa. La impotencia de Jake Barnes es un silencio extraordinariamente explícito, una ausencia que se va haciendo muy llamativa, a medida que el lector se sorprende con el comportamiento inusitado y contradictorio de Jake Barnes para con Brett, hasta que la única manera de explicárselo es descubriendo (¿inventando?) su impotencia. Aunque silenciado, o, tal vez, precisamente por la manera en que lo está, ese dato escondido baña la historia de The sun also rises con una luz muy particular.

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