Quizás menos frecuentes que las espaciales sean las mudas temporales, esos movimientos del narrador en el tiempo de una historia, el que, gracias a ellos, se despliega ante nuestros ojos, simultáneamente, en el pasado, el presente o el futuro, consiguiendo también, si la técnica está bien aprovechada, una ilusión de totalidad cronológica, de autosuficiencia temporal para la historia. Hay escritores obsesionados por el tema del tiempo -vimos algunos casos- y ello se manifiesta no sólo en los temas de sus novelas; también, en la estructuración de unos sistemas cronológicos inusuales, y, a veces, de gran complejidad. Un ejemplo, entre mil. El de una novela inglesa, que dio mucho que hablar en su momento: The White Hotel, de D. M. Thomas. Esta novela narra una terrible matanza de judíos efectuada en Ucrania y tiene como delgada columna vertebral las confesiones que hace a su analista vienés -Sigmund Freud- la protagonista, la cantante Lisa Erdman. La novela está dividida desde el punto de vista temporal en tres partes, que corresponden al pasado, presente y futuro de aquel escalofriante crimen colectivo, su cráter. Así, pues, en ella, el punto de vista temporal experimenta tres mudas: del pasado al presente (la matanza) y al futuro de este hecho central de la historia. Ahora bien, esta última muda al futuro, no es sólo temporal; es también de nivel de realidad. La historia, que hasta entonces había transcurrido en un plano «realista», histórico, objetivo, a partir de la matanza, en el capítulo final, «The Camp», muda a una realidad fantástica, a un plano puramente imaginario, un territorio espiritual, inasible, en el que habitan unos seres desasidos de carnalidad, sombras o fantasmas de las víctimas humanas de aquella matanza. En este caso, la muda temporal es, también, un salto cualitativo que hace cambiar de esencia a la narración. Ésta ha sido disparada, gracias a esa muda, de un mundo realista a uno puramente fantástico. Algo parecido ocurre en El lobo estepario, de Hermann Hesse, cuando se le aparecen al narrador-personaje los espíritus inmarcesibles de grandes creadores del pasado.
Las mudas en el nivel de realidad son las que ofrecen mayores posibilidades a los escritores para organizar sus materiales narrativos de manera compleja y original. Con esto no subestimo las mudas en el espacio y el tiempo, cuyas posibilidades son, por razones obvias, más limitadas; sólo subrayo que, dados los incontables niveles de que consta la realidad, la posibilidad de mudas es también inmensa y los escritores de todos los tiempos han sabido sacar partido a este recurso tan versátil.
Pero, quizás, antes de adentrarnos en el riquísimo territorio de las mudas, convenga hacer una distinción. Las mudas se diferencian, de un lado, por los puntos de vista en que ellas ocurren -espaciales, temporales y de nivel de realidad-, y, de otro, por su carácter adjetivo o sustantivo (accidental o esencial). Un mero cambio temporal o espacial es importante, pero no renueva la sustancia de una historia, sea ésta realista o fantástica. Sí la cambia, por el contrario, aquella muda que, como en el caso de The White Hotel, la novela sobre el holocausto a la que acabo de referirme, transforma la naturaleza de la historia, desplazándola de un mundo objetivo («realista») a otro de pura fantasía. Las mudas que provocan ese cataclismo ontológico -pues cambian el ser del orden narrativo- podemos llamarlas saltos cualitativos, prestándonos esta fórmula de la dialéctica hegeliana según la cual la acumulación cuantitativa provoca «un salto de cualidad» (como el agua que, cuando hierve indefinidamente, se transforma en vapor, o, si se enfría demasiado, se vuelve hielo). Una transformación parecida experimenta una narración cuando en ella tiene lugar una de esas mudas radicales en el punto de vista de nivel de realidad que constituyen un salto cualitativo.
Veamos algunos casos vistosos, en el rico arsenal de la literatura contemporánea. Por ejemplo, en dos novelas contemporáneas, escritas una en Brasil y otra en Inglaterra, con un buen número de años de intervalo -me refiero a Grande Sert ã o : Veredas de João Guimarães Rosa y a Orlando, de Virginia Woolf- el súbito cambio de sexo del personaje principal (de hombre a mujer en ambos casos) provoca una mudanza cualitativa en el todo narrativo, moviendo a éste de un plano que parecía hasta entonces «realista» a otro, imaginario y aun fantástico. En ambos casos, la muda es un cráter, un hecho central del cuerpo narrativo, un episodio de máxima concentración de vivencias que contagia todo el entorno de un atributo que no parecía tener. No es el caso de La metamorfosis de Kafka, donde el hecho prodigioso, la transformación del pobre Gregorio Samsa en una horrible cucaracha, tiene lugar en la primera frase de la historia, lo que instala a ésta, desde el principio, en lo fantástico.
Éstos son ejemplos de mudas súbitas y veloces, hechos instantáneos que por su carácter milagroso o extraordinario, rasgan las coordenadas del mundo «real» y le añaden una dimensión nueva, un orden secreto y maravilloso que no obedece a las leyes racionales y físicas sino a unas fuerzas oscuras, innatas, a las que sólo es posible conocer (y en algunos casos hasta gobernar) gracias a la mediación divina, la hechicería o magia. Pero en las novelas más célebres de Kafka, El castillo y El proceso, la muda es un procedimiento lento, sinuoso, discreto, que se produce a consecuencia de una acumulación o intensificación en el tiempo de un cierto estado de cosas, hasta que, a causa de ello, el mundo narrado se emancipa diríamos de la realidad objetiva -del «realismo»- a la que simulaba imitar, para mostrarse como una realidad otra, de signo diferente. El agrimensor anónimo de El castillo, el misterioso señor K., intenta, en repetidas oportunidades, llegar hasta esa imponente construcción que preside la comarca donde ha venido a prestar servicios y donde se halla la autoridad suprema. Los obstáculos que encuentra son baladíes, al principio; por un buen trecho de la historia, el lector tiene la sensación de estar sumergido en un mundo de minucioso realismo, que parece duplicar el mundo real en lo que éste tiene de más cotidiano y rutinario. Pero, a medida que la historia avanza y el desventurado señor K. aparece cada vez más indefenso y vulnerable, a merced de unos obstáculos que, vamos comprendiendo, no son casuales ni derivados de una mera inercia administrativa, sino las manifestaciones de una siniestra maquinaria secreta que controla las acciones humanas y destruye a los individuos, surge en nosotros, los lectores, junto con la angustia por esa impotencia en la que se debate la humanidad de la ficción, la conciencia de que el nivel de realidad en que ésta transcurre no es, aquél, objetivo e histórico, equivalente al de los lectores, sino una realidad de otra índole, simbólica o alegórica -o simplemente fantástica- de naturaleza imaginaria (lo cual, por cierto, no quiere decir que esa realidad de la novela por ser «fantástica» deje de suministrarnos enseñanzas luminosas sobre el ser humano y nuestra propia realidad). La muda tiene lugar, pues, entre dos órdenes o niveles de realidad de una manera mucho más demorada y tortuosa que en Orlando o Grande Sert ã o: Veredas.
Lo mismo ocurre en El proceso, donde el anónimo señor K. se ve atrapado en el pesadillesco dédalo de un sistema policial y judicial que, en un principio, nos parece «realista», una visión algo paranoica de la ineficiencia y absurdos a que conduce la excesiva burocratización de la justicia. Pero, luego, en un momento dado, a raíz de esa acumulación e intensificación de episodios absurdos, vamos advirtiendo, que, en verdad, por debajo del embrollo administrativo que priva de libertad al protagonista y va progresivamente destruyéndolo, existe algo más siniestro e inhumano: un sistema fatídico y de índole acaso metafísica ante el cual desaparece el libre albedrío y la capacidad de reacción del ciudadano, que usa y abusa de los individuos como el titiritero de las marionetas de su teatro, un orden contra el que no es posible rebelarse, omnipotente, invisible e instalado en el meollo mismo de la condición humana. Simbólico, metafísico o fantástico, este nivel de realidad de El proceso aparece también, como en El castillo, de manera gradual, progresiva, sin que sea posible determinar el instante preciso en que la metamorfosis se produce. ¿No cree usted que lo mismo ocurre, también, en Moby Dick? Esa cacería interminable por los mares del mundo de esa ballena blanca que, por su ausencia misma, adquiere una aureola legendaria, diabólica, de animal mítico ¿no piensa usted que experimenta también una muda o salto cualitativo que va transformando la novela, tan «realista» al principio, en una historia de estirpe imaginaria -simbólica, alegórica, metafísica- o simplemente fantástica?
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