Todos estos ejemplos muestran el amplísimo abanico de matices que pueden diferenciar entre sí a los autores realistas. Ocurre lo mismo con los fantásticos, desde luego. Me gustaría, pese a que esta carta amenaza también con dilatarse más de lo prudente, que examináramos el nivel de realidad que predomina en El reino de este mundo de Alejo Carpentier.
Si tratamos de situar a esta novela en uno de los dos campos literarios en que hemos dividido a la ficción según su naturaleza realista o fantástica, no hay duda de que le corresponde este último, pues en la historia que ella narra -y que se confunde con la historia del haitiano Henri Christophe, el constructor de la célebre Citadelle- ocurren hechos extraordinarios, inconcebibles en el mundo que conocemos a través de nuestra experiencia. Sin embargo, cualquiera que haya leído ese hermoso relato no se sentiría satisfecho con su mera asimilación a la literatura fantástica. Ante todo, porque lo fantástico que sucede en él no tiene ese semblante explícito y manifiesto con que aparece en autores fantásticos como Edgar Allan Poe, el Robert Louis Stevenson de Dr. Jekyll and Mr. Hyde o Jorge Luis Borges, en cuyas historias la ruptura con la realidad es flagrante. En El reino de este mundo, las ocurrencias insólitas lo parecen menos porque su cercanía de lo vivido, de lo histórico -de hecho, el libro sigue muy de cerca episodios y personajes del pasado de Haití-, contamina aquellas ocurrencias de un relente realista. ¿A qué se debe ello? A que el plano de irrealidad en que se sitúa a menudo lo narrado en aquella novela es el mítico o legendario, aquél que consiste en una transformación «irreal» del hecho o personaje «real» histórico, en razón de una fe o creencia que, en cierto modo, lo legitima objetivamente. El mito es una explicación de la realidad determinada por ciertas convicciones religiosas o filosóficas, de modo que en todo mito hay, siempre, junto al elemento imaginario o fantástico, un contexto histórico objetivo; su asiento en una subjetividad colectiva que existe y pretende (en muchos casos, lo consigue) imponerlo en la realidad, como imponen en el mundo real ese planeta fantástico, los sabios conspiradores del relato de Borges, «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius». La formidable hazaña técnica de El reino de este mundo es el punto de vista de nivel de realidad diseñado por Carpentier. La historia transcurre a menudo en ese plano mítico o legendario -el primer peldaño de lo fantástico o el último del realismo-, y va siendo narrada por un narrador impersonal que, sin instalarse totalmente en ese mismo nivel, está muy cerca de él, rozándolo, de modo que la distancia que toma con lo que narra es lo suficientemente pequeña como para hacemos vivir casi desde adentro los mitos y leyendas de que su historia se compone, y lo bastante inequívoca, sin embargo, para hacernos saber que aquello no es la realidad objetiva de la historia que cuenta, sino una realidad desrealizada por la credulidad de un pueblo que no ha renunciado a la magia, a la hechicería, a las prácticas irracionales, aunque exteriormente parezca haber abrazado el racionalismo de los colonizadores de los que se ha emancipado.
Podríamos seguir indefinidamente tratando de identificar puntos de vista de nivel de realidad originales e insólitos en el mundo de la ficción, pero creo que estos ejemplos bastan y sobran para mostrar lo diversa que puede ser la relación entre el nivel de realidad en que se hallan lo narrado y el narrador y cómo este punto de vista nos permite hablar, si somos propensos a la manía de las clasificaciones y catalogaciones, algo que yo no lo soy y espero que usted tampoco lo sea, de novelas realistas o fantásticas, míticas o religiosas, psicológicas o poéticas, de acción o de análisis, filosóficas o históricas, surrealistas o experimentales, etcétera, etcétera. (Establecer nomenclaturas es un vicio que nada aplaca.)
Lo importante no es en qué compartimento de esas escuetas o infinitas tablas clasificatorias se encuentra la novela que analizamos. Lo importante es saber que en toda novela hay un punto de vista espacial, otro temporal y otro de nivel de realidad, y que, aunque muchas veces no sea muy notorio, los tres son esencialmente autónomos, diferentes uno del otro, y que de la manera como ellos se armonizan y combinan resulta aquella coherencia interna que es el poder de persuasión de una novela. Esa capacidad de persuadirnos de su «verdad», de su «autenticidad», de su «sinceridad», no viene nunca de su parecido o identidad con el mundo real en el que estamos los lectores. Viene, exclusivamente, de su propio ser, hecho de palabras y de la organización del espacio, tiempo y nivel de realidad de que ella consta. Si las palabras y el orden de una novela son eficientes, adecuados a la historia que ella pretende hacer persuasiva a los lectores, quiere decir que hay en su texto un ajuste tan perfecto, una fusión tan cabal del tema, el estilo y los puntos de vista, que el lector, al leerla, quedará tan sugestionado y absorbido por lo que ella le cuenta, que olvidará por completo la manera como se lo cuenta, y tendrá la sensación de que aquella novela carece de técnica, de forma, que es la vida misma manifestándose a través de unos personajes, unos paisajes y unos hechos que le parecen nada menos que la realidad encarnada, la vida leída. Ese es el gran triunfo de la técnica novelesca: alcanzar la invisibilidad, ser tan eficaz en la construcción de la historia a la que ha dotado de color, dramatismo, sutileza, belleza, sugestión, que ya ningún lector se percate siquiera de su existencia, pues, ganado por el hechizo de aquella artesanía, no tiene la sensación de estar leyendo, sino viviendo una ficción que, por un rato al menos, ha conseguido, en lo que a ese lector concierne, suplantar a la vida.
Un abrazo.
VIII . LAS MUDAS Y EL SALTO CUALITATIVO
Querido amigo:
Tiene razón, a lo largo de esta correspondencia, mientras comentaba con usted los tres puntos de vista que hay en toda novela, he usado varias veces la expresión las mudas para referirme a ciertos tránsitos que experimenta una narración, sin haberme detenido nunca a explicar con el detalle debido este recurso tan frecuente en las ficciones. Voy a hacerlo ahora, describiendo este procedimiento, uno de los más antiguos de que se valen los escribidores en la organización de sus historias.
Una «muda» es toda alteración que experimenta cualquiera de los puntos de vista reseñados. Puede haber, pues, mudas espaciales, temporales o de nivel de realidad, según los cambios ocurran en esos tres órdenes: el espacio, el tiempo y el plano de realidad. Es frecuente en la novela, sobre todo en la del siglo XX, que haya varios narradores; a veces, varios narradores-personajes, como en Mientras agonizo de Faulkner, a veces un narrador-omnisciente y excéntrico a lo narrado y uno o varios narradores-personajes como en el Ulises de Joyce. Pues bien, cada vez que cambia la perspectiva espacial del relato, porque el narrador se mueve de lugar (lo advertimos en el traslado de la persona gramatical de «él» a «yo», de «yo» a «él» u otras mudanzas) tiene lugar una muda espacial. En ciertas novelas son numerosas y en otras escasas y si ello es útil o perjudicial es algo que sólo indican los resultados, el efecto que esas mudas tienen sobre el poder de persuasión de la historia, reforzándolo o socavándolo. Cuando las mudas espaciales son eficaces, consiguen dar una perspectiva variada, diversa, incluso esférica y totalizadora de una historia (algo que determina esa ilusión de independencia del mundo real que, ya vimos, es la secreta aspiración de todo mundo ficticio). Si no lo son, el resultado puede ser la confusión: el lector se siente extraviado con esos saltos súbitos y arbitrarios de la perspectiva desde la cual se le cuenta la historia.
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